5
A
hora que era sólo un miembro más de la Familia, Killeen se unió inmediatamente a los trabajos esenciales de la puesta a punto del campamento. El grupo de suministros de la Tribu había traído muy pocas provisiones y las había dejado en medio de la ladera del acantilado de granito. Cada Familia tenía que cargar su parte hasta el campamento. El viento soplaba más intenso y más frío después de la caída de la noche. La carpa de Su Supremacía dominaba la gran corona de piedra de la montaña, y el personal de guardia estaba erigiendo una especie de altar por delante.
Killeen y Shibo colocaron su pequeña carpa de espaldas al viento. Toby y Besen estaban cerca. Compartieron lo poco que había para comer, después de pensar en una forma de cocer aquellos ingredientes salados y extraños.
La mayor parte de los suministros tribales eran fruto de los pillajes a los depósitos mecs: una materia pegajosa y verde como la lima. Killeen pensaba que eso probablemente había alimentado y lubricado las partes orgánicas de los componentes mecs. Alguien se había ocupado de agregarle especias para hacerla más sabrosa. Una recompensa poco atractiva después de un día de dura marcha a pie. Cuando los Bishop protestaron, los oficiales de la Tribu prometieron misteriosamente que habría más comida por la noche. Ya había pequeños fuegos encendidos en la montaña como flechas anaranjadas e intermitentes. Killeen se sentía inseguro por eso y empezó a decirle a su gente que se detuviera.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Jocelyn.
—Estamos muy arriba, cualquier cosa puede disparar IR sobre estos fuegos —respondió Killeen casi sin pensar—. Además, se destacan contra el cielo.
—Su Supremacía ha permitido fuegos esta noche. Hay una celebración.
—Yo creo…
—Ya no eres el capitán —espetó Jocelyn, severa.
—Bueno, mira, los dos sabemos que es la Familia la que nombra a su capitán. Ese lunático no tiene derecho a…
—Es un mayor. Ya lo oíste, invocó el poder de la emergencia. Y tú harás lo que se te ordene. —Jocelyn cruzó los brazos y sonrió con frialdad.
Killeen sospechaba que Jocelyn ya había aceptado de buen grado alguno de los chips especiales sobre lo «sagrado» que le habían ofrecido a él a su llegada. Su Supremacía los intercambiaba por otros que llamaba «irrelevantes». Aspectos más recientes. La elección de llevar o no un Aspecto era algo tan personal desde tiempos inmemoriales que ese mayor, a pesar de su mesianismo, no se atrevía más que a «aconsejar» enérgicamente el intercambio. No lo imponía. Killeen se las había arreglado para negarse. Las conversaciones con otros capitanes lo habían convencido de que esos chips reforzaban el fanatismo de los seguidores de Su Supremacía.
Tal vez en ese mismo momento, Jocelyn estaba escuchando voces poderosas, urgentes, que le pedían celo y obediencia ciega. Si ese era el caso, ¿cuánto pasaría hasta que esos Aspectos entraran en el sistema de todos los miembros de la Familia Bishop? ¿Cuántos tendrían la fortaleza de espíritu necesaria para conservar un pensamiento independiente? El pensamiento independiente era algo raro entre los habitantes de ese lugar.
Killeen miró a Jocelyn sin decir nada.
—Te agradecería que me enviaras los chips de sistemas tácticos —le dijo ella con furia.
Eso al menos era razonable. Eran los chips que utilizaba un capitán en batalla.
—¿Los quieres ahora?
—Enviaré a un técnico para sacarlos.
Killeen la miró marcharse y sintió un nudo en el estómago.
Una pérdida de control del mando por interferencias externas puede tener serias consecuencias psicológicas…
Killeen suprimió el resto de las palabras de Ling. No quería que el viejo capitán pronunciara una larga crítica acerca de la forma en que él había perdido el poder. Tenía otros fantasmas que podían acosarlo con eso.
Sentado sobre una piedra, mientras esperaba que llegara el técnico para extraerle sus últimas prerrogativas, Killeen recordó a los otros capitanes que había conocido: Fanny, que había muerto en sus brazos, siempre tan segura y capaz; el viejo Sal, que se retiró con gracia y honor para ceder el puesto a uno que había nacido para ser líder: Abraham…
Sí, Abraham. Un hombre de sonrisa siempre tranquila. De risa terrenal y contagiosa. De confianza invencible. Abraham, que había conducido a la Familia Bishop a través de tiempos de pobreza y dolor infinitos, venciendo uno a uno a los mecs exterminadores, mostrándoles cómo resistir en el desierto que se extendía sobre Nieveclara, cómo trabajar todos juntos hasta que la Ciudadela se convirtiera en la flor del planeta.
Abraham había logrado que la civilización mec no lo tuviera en cuenta. Sus ataques eran precisos, eficientes, tomaban sólo lo necesario. Había robado, sí, pero sólo la cantidad necesaria para mantener un nivel que, aunque fuera infinitamente inferior al de las Ciudadelas de la épocas de Arthur, les permitía una cierta gracia y dignidad. Un nivel en el que hasta el lujo era posible todavía. Killeen recordaba que nunca había dejado de darse un baño completo y aromático en el día de su cumpleaños. No mientras vivió su padre.
Injusto. La Calamidad había sido un final injusto para Abraham y para todo lo que había construido en su vida. Porque no habían hecho nada, nada diferente, para que bruscamente los mecs los consideraran dignos de tal atención. Y sin embargo, las fuerzas que se armaron contra ellos habían sido titánicas.
¿Por qué? ¿Por qué? La pregunta había torturado a Killeen durante años. Y ese día habían sucedido cosas que Killeen todavía no comprendía: sensaciones, colores extraños en el cielo. Nubes rápidas y temblores que nunca había visto antes y que no habían vuelto a aparecer. Fue como si la naturaleza se uniera a los mecs en el asalto.
Sin embargo, Abraham había seguido luchando. Sin ceder. Con esperanza siempre renovada, tanto para sí mismo como para los demás. Nadie perdió la confianza en él, ni siquiera al final, cuando se quedó con el grupo de retaguardia para permitir que la oficial Fanny tuviera una oportunidad de sacar a los supervivientes hacia el exilio.
Nadie perdió la confianza en mi padre, nunca. Las palabras formaban un eco poderoso en la cabeza de Killeen. Incluso en la derrota, fue siempre todo lo que un hombre debe ser.
Killeen dejó que su cabeza bajara hasta sus manos. Se sentía miserable. Olió humo ácido y supo que no era de las luchas de ese día. Era de aquel otro atardecer, hacía tanto tiempo. El día en que debería haber muerto junto a su padre. Su sistema sensorial había hecho la asociación olfativa automáticamente.
¿Por qué sigues… pensando que ha muerto…?
La cabeza de Killeen se enderezó de golpe. En parte era la sorpresa ante el hecho inusitado de que Grey saliera a la superficie sin ser llamada para hacer una observación personal; y en parte era por las palabras mismas. Parpadeó.
… la entidad magnética dijo…
Él agitó la cabeza.
—Creo lo que vi. Vi cómo un rayo se llevaba lo que quedaba de la Ciudadela. Un relámpago, y ya no había nada; Abraham está muerto y pronto nosotros también lo estaremos.
Killeen se dio cuenta de que había murmurado en voz alta. Miró a su alrededor y vio a Toby que lo observaba desde el otro lado del fuego. Hizo un esfuerzo por enderezarse. Trató de modificar su expresión, de serenarla, y lo logró en parte. Luego llegó un muchachito escuálido con instrumentos y manos muy frías a extraerle los chips de mando. Él se quedó sentado y quieto, sin moverse, mientras el técnico le abría la parte posterior del cuello y sacaba pedazos de aparatos sensoriales que a Killeen le resultaban tan familiares como los nervios de las manos. En el sitio que había ocupado cada uno había un vacío ahora, una parálisis.
Cuando llegó Jocelyn con un mandato de castigo para un hombre de los Bishop, Ahmed, Killeen estaba en buena posición para observarlo todo. Le ataron las manos y Jocelyn lo castigó con el látigo. El técnico explicó a Killeen que Ahmed había dicho algo desagradable a uno de los Seben y Su Supremacía lo había oído.
Normalmente, ese tipo de cosas se pasaban por alto, así que a nadie se le ocultaba que la vida no iba a ser un lecho de rosas para los Bishop.
Killeen miró en silencio cómo Jocelyn castigaba a Ahmed. Recordó lo horrible que le habían parecido esas sesiones en elArgo. Ahora el espectáculo resultaba igualmente desagradable, pero al menos no tenía que sentirse responsable.
Había pensado vagamente en hacer un trato con Jocelyn, ya que sabía que ella tendría dificultades para guiar a una Familia que ya había sufrido tanto. Un cambio de capitán no era una decisión sabia en medio de un desastre, y la situación era peor que cualquiera que Killeen alcanzara a recordar, incluyendo los peores tiempos en Nieveclara.
Ahora veía en los ojos y la boca de la nueva capitana a una mujer que había esperado mucho ese momento y que no querría compartir ni la menor partícula de su autoridad. Se preguntó fugazmente si él hubiera hecho lo mismo en el lugar de ella. Pero en realidad carecía de importancia.
Y entonces, de pronto, sintió que el peso del poder se levantaba de sus hombros y que había menos horror, menos pena en su alma. Podría sentirse uno de los Bishop, sólo eso. Podría prestar más atención a Toby y a Shibo, y tal vez escapar de la catástrofe que sentía cada vez más inminente, una presencia oscura que yacía agazapada en ese lugar maltratado.
El muchacho de las manos frías había terminado. Killeen se levantó y se alejó con un sentimiento de alivio genuino.
Shibo y Toby cocieron la pasta verde sobre un fuego crepitante. Sabía mucho mejor de lo que cabía imaginar, clara señal de lo cansados y hambrientos que estaban todos. Killeen dejó que sus pies se humedecieran en un baño tibio y limpio para ver si podía calmar un tanto el dolor de sus heridas. El placer del baño valía la pena. Ese mundo lleno de agua tenía sus compensaciones, a pesar de todo. Sus años a bordo del Argo le habían suavizado los pies, los habían ablandado mucho. Pensó con nostalgia en las comodidades de la nave perdida, en el alimento rico en elementos naturales, exótica, perfecta; en el placer simple pero crucial de la tibieza y la luz. Estudió las caras ojerosas que rodeaban la hoguera. Con qué rapidez habían caído del cielo, para hundirse de nuevo en la existencia desesperada de los años de Nieveclara. Shibo los había mantenido unidos, pero sus sueños estaban perdidos para siempre.
Era inevitable que discutieran la batalla, y al principio, el tono de voz de todos era curiosamente desapasionado. Las voces, bajas sombrías, con la gravedad de recuerdos demasiado frescos.
Primero analizaron la defensa de los cíbers, un tema relativamente neutral.
—Si saben de dónde viene el ataque principal, pueden bloquear los disparos —dijo Besen.
—Entonces, apuntemos desde distintas direcciones a la vez —sugirió Toby.
—Difícil de hacer —observó Shibo—. Mueven muy rápido sus pantallas.
—Pero podemos intentarlo —dijo Besen.
Killeen se sentía feliz de que Besen y Toby hubieran comprendido cómo actuar según las lecciones de la vida, lecciones no sistemáticas. Estaban creciendo mucho. Besen sobre todo; sería una buena oficial en poco tiempo. Era decidida. Y Toby mejoraba mucho bajo su influencia. Killeen recordaba la forma en que el sexo atraía a los jóvenes de esa edad y la forma en que después, bruscamente, empezaban a aprender de él. Sentía una satisfacción tranquila al pensar que Toby ya estaba saliendo de la confusión de la adolescencia. Los dos, Besen y él, se habían sacudido ya el horror de la batalla.
Pero entonces Toby dijo lentamente:
—¿Quién empezó la huida? —Y Shibo miró a Killeen.
—Como la mayor parte de las veces, el pánico empezó en la retaguardia —respondió él con tranquilidad.
—¿Cómo? —preguntó Besen.
—Se ve mejor desde atrás, son los de la retaguardia los que realmente saben qué sucede.
—Uno pensaría que el horror está siempre delante —dijo ella, pensativa.
—Las unidades de la retaguardia creen que nadie las ve —declaró Shibo.
—Nadie se rajó en el frente —explicó Killeen.
—¿Quieres decir que Loren no estaba huyendo? —Toby parpadeó, sorprendido.
—No —dijo Killeen suavemente—. Iba hacia la izquierda, buscando un mejor ángulo contra los cíbers.
El alivio cruzó la cara de Toby.
—Me alegro. El rumor decía que había dejado caer su rayo para huir.
—No. El cíber lo mató cuando estaba en lo que parecía un buen escondrijo.
Besen y Toby suspiraron, y sus rostros perdieron algo del dolor terrible que sentían. Killeen comprendió entonces que la cuestión en apariencia insignificante de lo que había hecho Loren antes de morir les había pesado casi tanto como la muerte misma. La moral curiosa y totalmente humana del campo de batalla los protegía del peso directo del dolor. Se aferraban a la esperanza de que la buena conducta significara una buena muerte. Killeen les envidiaba esa defensa, muy común entre los jóvenes. No les duraría mucho.
Se quedó sentado un largo rato, inmerso en sombríos pensamientos, hasta que Toby dijo repentinamente:
—Cumida buna.
Killeen lo miró, pensando que el muchacho había hablado con la boca llena.
—Boca sinte mal.
Killeen lo observó de lado, pensando que todo era una broma. Shibo y Besen, parecían más preocupadas que él.
—Fugo es buno. —Un espasmo pasó por la cara de Toby como una tormenta de nubes que se abre bajo el viento.
El muchacho se levantó sin equilibrio, miraba a su alrededor con ojos salvajes.
—Nu sinto ben.
El muchacho se alejó del fuego con piernas temblorosas. Killeen lo llamó:
—Mejor será que te acuestes. Esa cosa que…
Toby sacó el cuchillo de su cinturón. Era todo un orgullo para él, la hoja de acero azul, usada pero flexible, tan larga como uno de los pies del muchacho. La boca de Toby se movía mientras contemplaba la hoja como si estuviera estudiando los reflejos. Después, dio dos pasos torpes hacia un árbol de corteza dura que surgía de costado en la pared del acantilado. Sin detenerse en absoluto, sacó el cuchillo con la mano derecha y colocó la izquierda en el árbol con la palma hacia abajo.
Killeen comprendió lo que iba a pasar un segundo antes de que sucediera, como a cámara lenta. Saltó hacia delante, con un grito ya en la garganta.
Toby se hundió la hoja en la mano y quedó clavado al árbol.
Para cuando Killeen llegó a su lado, Toby aullaba con toda la fuerza de sus pulmones. Cuando el aire se le terminó, jadeó y empezó de nuevo. La sangre le manchó las mejillas y el cabello. Un arroyito rojo empezó a deslizarse árbol abajo, siguiendo las grietas de la corteza rugosa.
La mano derecha de Toby hizo fuerza contra el mango de la daga, pero sin éxito. Toby aulló hasta ponerse ronco, jadeó, tragando aire y volvió a gritar, esta vez de dolor, con desesperación.
—¡Déjalo! —gritó Killeen. Tomó la mano derecha de Toby, que estaba tratando de extraer el cuchillo. La hoja estaba introducida en la corteza hasta la mitad—. Yo lo haré.
A través del brillo vidrioso, enloquecido y verde que había en sus ojos, Toby parecía reconocer a su padre. Abrió la boca para respirar y empezó a gritar de nuevo.
—¡Lo estás retorciendo! —gritó Killeen. La fuerza de Toby en el puño del cuchillo hacía girar la hoja y la mano se había herido más.
El arroyo de sangre se ensanchó. Llegó al suelo y empezó a deslizarse hacia un charco.
Killeen gritó a Shibo:
—Sostenlo.
Ella y Besen corrieron hacia el árbol y sostuvieron a Toby, que había empezado a sacudirse sobre los pies, gritando y jadeando. El gemido se hizo más animal todavía. Killeen oía el grito afónico de su hijo entre sus dientes.
Sacó los dedos de Toby del mango del cuchillo con mucho cuidado.
—¡Ah, dolor! ¡Dolor! —exclamó Shibo repitiendo el conjuro tradicional.
—Toby…, ¿qué…?, ¿cómo…? —empezó a decir Besen y después se echó a llorar, asustada.
De la garganta lastimada de Toby se escapaban sollozos ahogados. Su boca se torcía, pero no podía hablar.
Killeen se preparó. Se concentró y con un solo movimiento arrancó el cuchillo del árbol.
Toby se derrumbó. Las mujeres lo colocaron sobre la grava polvorienta, evitando el charco de sangre manchada de tierra.
Killeen arrojó el cuchillo a un lado y buscó su mochila, apoyada a unos pasos de distancia. Encontró una tela orgánica en un bolsillo y la cortó en tiras con su cuchillo. Toby se movía bajo las manos de las mujeres, gimiendo, aspirando aire, gritando incoherencias. Otros Bishop llegaron corriendo hasta el árbol.
Killeen hizo un torniquete y vendó la mano de su hijo mientras las mujeres seguían sosteniéndolo. Después, Shibo lo desató todo y mejoró el vendaje.
Toby jadeaba con rapidez, la cara cenicienta.
—Hijo…, hijo… —dijo Killeen. El muchacho levantó la vista hacia la noche, donde la luz rojiza se escapaba de las lejanas nubes moleculares entre las estrellas—. Hijo, ¿qué…?
Besen había dejado de llorar mientras los tres se esforzaban con la mano de Toby. Ahora empezó de nuevo, con suavidad. Killeen tenía la boca seca y no podía quitarse el gusto cobrizo de la sangre que se le había colado por la nariz.
—Yo…, algo… tuvo una idea. Hacer eso. —Toby consiguió sacar las palabras entre los labios lívidos, apretados.
—¿Fue idea tuya? —preguntó Shibo.
—No…, no lo sé.
—¿Cómo era?
—Grande, resbaladizo. Casi brillante.
—¿Pero a qué se parecía? —preguntó Besen, tragándose las lágrimas.
—Yo… Grande, me apretaba. ¿Parecerse…? —Toby frunció el ceño, mirando al espacio.
Killeen levantó una mano para que no siguiera hablando. Asintió para que Toby lo viera.
—Sí, hijo. ¿A qué se parecía?
—Tan…, tan brillante. Y… sin cara. Sin cara.