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A
vanzó de muy mal humor por los pasillos resbaladizos que unían las zonas de vida con la espiral del eje central. Su rabia contra sí mismo no encontraba una expresión clara. Sabía que ya debería haberse acostumbrado a la necesidad de imponer castigos, pero también tendría que haber sido lo bastante inteligente como para encontrar una salida a la situación provocada por la rápida acción de Cermo.
Un vaho pestilente le alcanzó la nariz. Killeen se apresuró. Toda la tercera cubierta estaba sellada. Sin embargo, algo se había colado por los conductos de ventilación y la tripulación nunca logró limpiarlo del todo. El problema había empezado un año antes, con los baños atascados. Se intentó arreglar las válvulas y mecanismos afectados. Y la basura se extendió a través de la tercera cubierta hasta que las brigadas de limpieza sufrieron náuseas, desmayos y finalmente se negaron a entrar. Killeen había tenido que sellar la cubierta y había perdido los cuartos con las literas y las tiendas.
—¿Estas absolutamente seguro de que no recuerdas nada acerca de tuberías y esas cosas? —preguntó a Ling, irritado.
No. Ya te dije que yo formaba parte del personal combatiente, no del de mantenimiento. Si no hubieras permitido que los de la tripulación, unos ignorantes, manosearan…
—No tengo ingenieros, ni en chip ni vivos. Nadie. Tú, que sabes tanto, ¿por qué…?
Si hubieses leído el curso de la nave…
—¡No puedo! Es demasiado complicado. Es como intentar averiguar lo que piensa una mujer estudiando cada uno de sus cabellos…
Incluso una nave como esta, aunque es más avanzada que las que yo comandé, necesita un capitán inteligente. Si hubieras instaurado las sesiones de estudio que te recomendé…
—¿Hacer que la Familia se siente a descifrar estupideces durante semanas? —Killeen se rio con sequedad—. Ya viste lo mucho que avanzamos con eso.
Nunca había visto gente como la tuya. Admito eso. Tú vienes de una sociedad que saqueaba y robaba para vivir…
—Que ganaba batallas contra los mecs, dirás. La comida y el equipo que teníamos era nuestro botín de guerra.
Llámalo como quieras. Ese entrenamiento está muy alejado de la disciplina y la habilidad que se necesitan para arreglar hasta una cañería rota. Sin embargo, con tiempo y con práctica…
Killeen empujó a su Aspecto de nuevo. Había oído todo eso antes. Ling recordaba bien la Era de los Candeleros, cuando los humanos habitaban enormes ciudades en el espacio. Los capitanes hacían viajes de un año entre un Candelero y otro, arriesgándose a navegar en medio de los ataques mecs. Ling mismo había funcionado después como una Personalidad totalmente interactiva. La Familia ya no podía mantener Personalidades, así que ahora sólo se podía consultar a Ling como una proyección menor, truncada: un Aspecto.
Ling recomendaba invariablemente la disciplina estricta que había sido necesaria en la Era de los Candeleros.
Pero aparte de eso había un tema más antiguo. El Ling viviente, original, procedía de los fabulosos Tiempos de Gloria, o tal vez incluso de tiempos anteriores. La memoria del Aspecto confundía las distinciones temporales, así que resultaba difícil determinar de cuál de las facetas de su ser estaba hablando en un momento dado. La sensación de tener una voz de un pasado inimaginable y glorioso en la nuca, un pasado en el que los humanos habían vivido lejos de la dominación mec, enervaba a Killeen. Se sentía absurdo con la persona de un capitán antiguo en su cuerpo, un capitán que le hacía sentir el poder infinitamente mayor de esos tiempos perdidos.
Mientras ascendía por el eje, cuadrándose cuando se cruzaba con el personal, se angustiaba al descubrir los golpes y desperfectos que habían sufrido las paredes. Aquí, una mancha amarilla cubría una escotilla. Allí, alguien había tratado de cortar un trozo de panel de material desgarrado. Pedazos de servos y elementos electrónicos yacían por el suelo, abandonados. Después de arrancarlos de una pared, el personal los había considerado inútiles para sus propósitos, fueran cuales fueran.
Los sistemas del Argo podían arrostrar casi cualquier amenaza, excepto el gran bagaje de ignorancia de la Familia Bishop. Hábitos de toda la vida los llevaban a desgarrar y robar, llevarse y utilizar, con la confianza absoluta de que la civilización mec volvería a producirlo todo. Evidentemente, no eran costumbres convenientes para la tripulación de una nave espacial. A Killeen le había llevado bastante tiempo y unos cuantos castigos públicos severos conseguir que dejaran de apropiarse de pedazos de los sistemas operativos de la nave.
Ahora tendría que ordenar otra limpieza general. Cuando se acumulaban deshechos, la tripulación volvía a caer en sus viejas costumbres. En la última semana, distraído por el problema de la nave mec, Killeen había dejado que las cosas se le escaparan un poco de las manos.
El desayuno lo esperaba en su estrecho cuarto. Se tomó una sopa espesa de verduras y comió un tazón de grano duro. El horario del día brillaba en el tablero, un dibujo gráfico en tres dimensiones de las tareas que había que realizar en la nave.
Killeen no sabía cómo se formaba el dibujo ni se preocupaba por aprenderlo. En esos últimos años había quedado tan saturado por la jerga bizantina del Argo que se conformaba con manejar los objetos indispensables y dejar todo lo demás a la tripulación. Shibo se había enfrentado muy bien a la situación, tenía un instinto casi infalible para todo lo que se relacionara con los sistemas de control de la nave.
Killeen hubiera querido tenerla con él para desayunar, pero ella estaba de guardia en el timón.
Un golpecito en la puerta. Cermo. Killeen tuvo que sonreír ante la rapidez del hombre: en Nieveclara lo habían llamado Cermo el Lento. Algo en el espacio limitado del Argo provocaba una precisión en el hombre que contrastaba enormemente con su corpachón inmenso. La cara de Cermo, que Killeen recordaba suave y sonriente, estaba siempre alerta en la nave. Las raciones le habían achatado las mejillas hasta convertirlas en colinas musculosas.
—Permiso para revisar el orden del día, capitán —solicitó Cermo con voz cortante y militar.
—Claro —dijo Killeen, e indicó una silla al otro lado de la mesa.
Mientras el segundo de a bordo pasaba, Killeen se preguntó cuál de los Aspectos de Cermo habría formado parte de la tripulación de una nave espacial. Eso tal vez explicara la forma en que el hombre se adaptaba a la vida de la nave. La cara redonda y suave de Cermo se abría con una sonrisa alegre cada vez que Killeen daba una orden, como si recordara momentos agradables. Killeen le envidiaba. Nunca se había llevado bien con sus Aspectos.
Cermo se lanzó a un resumen de los problemas menores del día. Estaban apretados en un espacio muy reducido, manejando una enorme nave espacial que sus antepasados les habían legado. Aunque cada uno de lo miembros de la tripulación llevaba Aspectos de miembros anteriores de la Familia que podían ayudar con algo de la antigua sabiduría de los navegantes, a diario surgían problemas irritantes.
Mientras Killeen hablaba, con la mano izquierda golpeaba automáticamente sobre el pote de grano cocido que descansaba sobre la mesa de cerámica brillante. Dos años antes, un miembro de la tripulación que atendía las cosechas había estado curioseando en el almacén agrícola. Había leído mal una etiqueta y no se había preocupado por confirmar el rótulo con sus Aspectos. Había abierto sin pensar un frasco de gusanos de crecimiento automático. Eran seres desagradables, viscosos y la mujer se había asustado tanto que había dejado caer el frasco. Algunos de los gusanos se habían escondido antes de que la mujer diera la alarma. Habían desatado un infierno en la tierra fértil de los jardines, cada uno con sus genes y toda su antología de pestes menores.
El golpeteo de Killeen había sacado del gran cubo de grano dos gorgojos pequeños que se retorcían. Killeen alejó a los bichos con las manos y mordió la comida dura, gustosa. Era una estupidez tratar de matarlos ahora que se habían apoderado de toda la nave. Y además, todavía le molestaba matar seres vivos. Las máquinas eran el enemigo. Si la vida inferior se escapaba de su lugar por errores humanos, eso no era excusa para dar golpes contra lo que estaba vivo. Para Killeen eso no era un principio moral, sino un hecho evidente de su universo, de la sabiduría oculta y a veces muda de la Familia.
Cermo estaba sentado en una silla muy pequeña, incómodo, hablando con alegría del castigo a la mujer y de los beneficios para la disciplina de la tripulación.
Él debería llevar a Ling, no yo, pensó Killeen. O tal vez resultaba más fácil ser estricto cuando la responsabilidad final no recaía en uno.
Él ya lo había observado años antes, cuando Fanny era la capitana. Sus lugartenientes habían estado a favor de medidas muy drásticas, pero por norma general Fanny tomaba decisiones más moderadas y cuidadosas. Tenía en cuenta las consecuencias de sus decisiones en un momento en que un error podía destruirlos a todos.
A Killeen se le ocurrió que su propia personalidad, tan llena de dudas y contradicciones, tal vez había empujado a Fanny a ascenderlo en la pequeña pirámide de poder de la Familia. Tal vez ella había confundido eso con un ponderado sentido de la proporción. La idea lo divertía, pero la apartó inmediatamente. Fanny había sabido cómo juzgar a los demás, mejor que cualquiera que Killeen hubiera conocido, excepto su padre, Abraham. Killeen había tenido éxito sobre todo por suerte, pero sabía que nunca tendría las habilidades de Fanny.
—Los Rook y los King siempre protestaban por los azotes a los suyos —dijo Cermo—. Pero lo entienden.
—¿Todavía les molesta la forma en que elijo a mis oficiales?
Había nombrado a Cermo y Jocelyn, los dos Bishop, oficiales superiores. La lugarteniente Shibo era Piloto y al mismo tiempo primer oficial. Era la última superviviente de la Familia Knight. Aunque había vivido con los Rook, todos la consideraban una Bishop, porque era la amante de Killeen.
Y de esos problemas bizantinos se componía la política. En los días difíciles que siguieron a la partida de Nieveclara, Killeen había tratado de nombrar oficiales a los Rook y a los Knight. Pero no sabían desempeñar esos cargos. Así de simple. Killeen se preguntaba si el tiempo que habían pasado llevando una vida sedentaria los había ablandado. Pero se daba cuenta de que su decisión no había sido sabia desde el punto de vista político. Abraham habría disimulado el problema de alguna otra forma.
—Sí —dijo Cermo—, pero no más que de costumbre.
—No dejes de prestar atención a la cubierta. Quiero saber qué se cuece.
—Claro. Hay muchos que se pasan el día charlando.
—Eso es asunto privado de la Familia.
—Me parece que les convendría un toquecito de castigo.
Killeen sabía por experiencia que era mejor dejar que Cermo siguiera hablando un rato y terminara con el tema de la disciplina. Sin embargo, hubiese deseado estar desayunando con Shibo, cuyos silencios cálidos, seguros, lo ayudaban tanto. Shibo y él se entendían sin necesidad del ruido incesante de la charla.
—… entrenarlos, que entiendan algo de la técnica de la que hablan los ordenadores de la nave.
—¿Crees que los jóvenes serán más hábiles en eso? —preguntó Killeen.
—Sí. Shibo dice…
Cermo siempre le proponía distintas estrategias para lograr que la Familia se entrenara. Pero lo cierto era que todos eran gente encallecida que no aprendía la técnica con facilidad. Las Familias intercambiaban nociones técnicas, pero tenían una tradición artesanal, no científica.
Killeen asintió ante el entusiasmo de Cermo. Escuchaba a medias, atento sobre todo a los ruidos incesantes de la nave. El golpe sordo de la quilla, el burbujeo de los líquidos en los conductos, un crujido sutil en las cubiertas y las juntas. Pero ahora había una nota más grave, que procedía del roce del polvo interestelar contra los globos gigantescos de las zonas de vida.
Ese rasgueo se había hecho más insistente en las últimas semanas, una voz profunda que hablaba en tono bajos, subliminales, de la llegada de la estrella amarilla que los llamaba. El Argo, que aminoraba su marcha, pasaba a través de enormes nubes de polvo que rodeaban ese lado del sol. Llanuras de polvo, negras como la ceniza, ocultaban la vista de los planetas interiores.
La nota baja y sonora mantenía siempre su tono irritante. A veces, en sueños, Killeen se imaginaba que una voz solemne, lenta, le hablaba de desastre y desgracias con palabras confusas que se convertían en un quejido monótono. Otras noches, era la voz de un gigante borracho que pronunciaba frases ininteligibles. El tono de esas frases le hacía temblar.
Había tratado de olvidar aquellas tormentosas visiones. Un capitán no podía permitirse esos pensamientos irracionales y amargos. Pero el murmullo seguía metiéndose entre sus manos, que descansaban sobre la mesa. De niño no sabía que las estrellas eran otros soles. El flujo permanente de gas y polvo destructor del Centro Galáctico le había parecido intrascendente, silencioso e inalcanzable por lo distante.
Ahora, la canción espesa cantaba contra el Argo, un viento cada vez más rápido, producido por la rueda de la galaxia. El Argo, él lo sabía, había descubierto de alguna forma esa corriente, había dominado su dinámica oculta. Esas corrientes gigantescas y polvorientas escondían soles y bañaban planetas, así lo indicaba su Aspecto Arthur. El quejido que sonaba y temblaba a través del Argo parecía un lamento por mundos muertos, tiempo estancado y visiones casi ahogadas de razas perdidas que él nunca conocería.
La superficie de la mesa entre los dos hombres brilló, intermitente. La cara tallada de Shibo apareció allí de pronto, se acható y se distorsionó por el ángulo de la imagen.
—Perdón —dijo ella cuando vio al lugarteniente Cermo—. El camino ya está despejado, capitán, podemos ver.
—¿Ves algún planeta interior?
—Sí, uno nuevo. No podíamos distinguirlo antes porque lo ocultaba el polvo.
—¿Buena imagen?
—Sí, señor —respondió Shibo; los ojos brillantes traicionaron un entusiasmo rápido, alerta. Si hubieran estado solos, ella probablemente habría hecho una broma.
Killeen se obligó a terminar lentamente el bol de cocido verde y después saboreó lo que quedaba del té. Habló despacio, casi como si no le importara.
—¿Lo investigaste bien, con todos los detectores?
—Claro —asintió Shibo, con una leve mueca en la boca para indicar que entendía que esa payasada era sólo para Cermo.
—Entonces, iré para allá dentro de un rato —dijo Killeen con una indiferencia deliberada. Había visto a su padre usar un tono semejante hacía años, en la Ciudadela.
Cermo se levantó, impaciente, de la silla. Todos querían saber a qué mundo habían llegado después de dos años de viaje. Muchos todavía pensaban que el Mantis los había enviado hacia un mundo fértil y verde. Killeen no estaba seguro de ello. No confiaba en los mecs. Todavía recordaba con placer cómo habían destruido al Mantis en la salida delArgo.
Saboreó el té lentamente mientras pensaba en las reacciones posibles de la Familia si no se cumplían sus expectativas. La idea podía preocupar a cualquiera.
Pensó en pedir otra taza de té. No, eso sería una tortura excesiva para Cermo, aunque el hombre también había disfrutado con el castigo de Radanan, unos minutos antes.
Olvidó el té, pero se puso la túnica completa y caminó con bastante lentitud por el eje de la nave hasta el primer nivel.
Los oficiales ya se habían reunido en la bóveda de control. Estaban observando fijamente la gran pantalla, señalando y murmurando. Killeen comprendió que un auténtico capitán no hubiera permitido esas libertades dentro de los límites de la cabina de control, a pesar que era una reacción absolutamente natural después de años de viaje.
—¿Qué pasa? ¿Nadie tiene trabajo? Lugarteniente Jocelyn, ¿cómo anda el trabajo de remiendos de la zona seca? Faldez, ¿todavía están obturados los conductos del desagüe de Agricultura? —preguntó con severidad.
Su voz seca los dispersó. Se fueron, echando a la pantalla ocasionales vistazos, Killeen quería demostrar que todavía no se había dignado mirar la pantalla, que había atendido primero los asuntos de la nave.
No podían saber que había mantenido el cuello deliberadamente tenso para que la vista no se le desviara. Intercambió unas palabras con algunos oficiales que se iban para asegurarse de que lo habían comprendido bien. Después se volvió, con los labios apretados para que ninguna expresión de sorpresa cruzara su rostro, y miró directamente al destino de todos.