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U
na vez más, el Sifón aspiraba con fuerza. Otra vez la piel del planeta crujía y escupía vastos penachos de polvo castaño.
Era una suerte que ese mundo no tuviera grandes océanos. El agua habría hecho que cada chupada del Sifón destruyera una fracción de la corteza y las minas se habrían obturado. Por eso habían elegido a ese mundo para el tejido térmico. Eso había compensado la ausencia de lunas, que siempre proporcionaban material de construcción, ya que resultaba fácil destruirlas. Por otra parte, había un aparato antiguo que orbitaba en el ecuador y que podía llegar a ser útil en el futuro.
Sin embargo, ahora llegaban noticias de disturbios. Las podia habían capturado la estación y la habían convertido en un depósito de carga. Pero algo se había introducido en el depósito y retrasaba los transportes. La noticia casi pasó desapercibida en la fiebre del trabajo de la Colmena. Quath no se preocupó por esos problemas, aunque aún deseaba trabajar por encima del peso del polvo y la gravedad. Cumplió con sus tareas y buscó consuelo en la maravilla del progreso del trabajo más allá de la Colmena.
Las podia ya habían capturado una pequeña fracción de luz de la estrella amarilla. El tejido proseguía según el plan, desplegando grandes llanuras bordeadas de siliconas fotosensibles. Cuando se terminara, la tela sería solamente un marco claro para expediciones posteriores. Esas expediciones convertirían a los planetas en una sopa poco densa de material, una tarea aburrida, como preparación para dominar el flujo total de la estrella.
Cuando sucediera eso, Quath esperaba estar muerta desde mucho tiempo atrás y el sueño de los Amos de Estrellas que se comunicaban entre las galaxias en la Suma sería solamente polvo para ella. Las otras no se daban cuenta o no le daban importancia. Una cosa era saber en abstracto que un día llegaría la muerte, y otra muy distinta despertarse de noche y sentir los corazones palpitantes de miedo. Hundirse en los cerebros secundarios y sentir que el oxígeno aguzado entraba en los flujos sanguíneos, el rumor lento y perezoso de los tejidos que se reconstruían, un tirón hidráulico cuando el titanio entraba en el cartílago, la combustión anaranjada y no muy brillante de las calorías almacenadas…, y saber que algún día se terminarían, que uno se precipitaría hacia la negrura.
Esos momentos sombríos se repitieron hasta tal punto que perdieron parte de su fuerza. Quath empezó a considerarse un ser simple y humilde frente a los hechos brutales de la vida. Trabajaba con robots ratoniles, usando su clasificador masivo cuando se necesitaba mucha fuerza, cumplía con las órdenes y se mantenía lejos de las demás. Por los murmullos de las transmisiones en los pasillos de la Colmena, oyó hablar de los éxitos de Beq’qdahl. Beq’qdahl está creciendo, observaban las miriapodia. Como si Beq’qdahl fuera un pastel hinchándose al cocerse, y ellas fueran las cocineras indirectas. Pero a Quath eso ya no le dolía.
Por eso no se sorprendió cuando se reorganizaron los equipos de trabajo y la Tukar’ramin le ordenó que acompañara a Beq’qdahl como portadora de equipo. Ser una joven Filósofa no significaba que se hubiera librado del contacto con el mundo.
Allá adelante iba Beq’qdahl, las piernas crujiendo sobre las rocas.
Sus salientes de fósforo formaban una pequeña mancha de luz en la noche. Quath la seguía como podía, saltando ante cada temblor de la roca por el miedo a que hubiera empezado otro corrimiento de la corteza del planeta. Sobre las dos flotaba el Círculo Cósmico, con el aura opaca cuando no lo usaban. Las estrellas, afiladas, eran ojos que miraban desde un abismo donde la llamaban voces misteriosas.
‹Date prisa. Quiero investigar este saliente›. Beq’qdahl transmitía solamente mensajes breves, eficientes.
Quath seguía adelante bajo el peso de sus sensores acústicos. La Tukar’ramin había otorgado una estación analítica completa a Beq’qdahl, para que pudiera hacer las comprobaciones sobre la marcha. Los componentes de la estación eran muy voluminosos. Además, Quath también llevaba los cohetes suplementarios de Beq’qdahl para elevarse por encima de la superficie si el magma caía sobre las colinas arrugadas.
‹Rápido…, un espectrómetro diferencial›.
Quath se lo tendió. Llegó la aurora y el sol apareció de pronto detrás de las nubes huidizas. Quath pensó en Nimfur’thon y en los juegos que habían llevado a cabo en esas tierras, que entonces estaban cubiertas de verde. Hacía ya mucho tiempo.
Desde detrás de un saliente inclinado de roca, salió una manada de animales. Resultaba sorprendente, pensó Quath, que hubieran sobrevivido a los movimientos de tierra. La próxima serie de disparos del Sifón acabaría con la vida en ese mundo.
Algo crujió en el alto portaherramientas de Beq’qdahl.
‹No me empujes›.
‹Yo no te he empujado›.
‹He dicho que…›.
Los animales corrieron entre las rocas partidas. Algo golpeó el flanco de Beq’qdahl. Un podio hizo un movimiento espasmódico.
‹¿Nos están tirando piedras?›, preguntó la hexapodia.
‹No. Son armas›. Quath sintió una punzada de dolor ardiente.
Otro disparo vibró en el portaherramientas de bronce de Beq’qdahl.
‹Son más que animales›.
‹Una hipótesis razonable›.
‹Pero la Tukar’ramin dijo que no había Nadas significativos por aquí. Ninguna civilización. Ningún trabajo artificial. Solamente los mecs›.
‹Eso fue lo que dijo, sí›.
Dos rápidos estallidos alcanzaron a Quath en el costado. Levantó un palpo herido y vio que rezumaba un poco de pus salado.
‹Evidentemente, la inspección no fue completa›, observó Quath sin alzar la voz.
‹¡Miserable arácnida! ¡Tienen armas!›.
‹Sí, y con una inercia considerable y mucha densidad. Simples, pero…›.
El grito agudo de Beq’qdahl desgarró el aire. Su quinto podio se partió en dos y lanzó un humo maloliente.
‹¡Estoy herida! ¡Herida! Ayúdame a volar›.
‹Una rotura de poca importancia›.
‹¿De poca importancia? Me duele›.
‹Tu sistema de eliminación de fluidos se ha roto›.
‹¡Dame los cohetes suplementarios!›.
Quath se adelantó con rapidez. Su parte trasera extrajo dos agujeros humeantes.
‹¡Vamos! ¡Los cohetes!›.
‹Aquí están›.
Beq’qdahl se colocó los cilindros azules. Dos disparos agudos le rozaron el caparazón.
‹Cuando estés sobre los Nadas…›, dijo Quath con lentitud, ‹dispara sobre el suelo. Las llamas…›.
‹¿Maniobrar cuando pueden dispararme en el vientre?› Soltó una risa histérica. ‹De verdad, eres un gusano›.
‹Entonces, quédate. Tal vez podamos atacarlos y…›.
‹¡Huye, tonta! No es cosa nuestra. Limpiar la tierra de Nadas requiere armas›. Las antenas infrarrojas de Beq’qdahl se retorcieron y se partieron con un chillido. ‹¡Ag! ¡Qué dolor! ¡Me voy!›.
‹Y yo estoy atrapada›.
‹Yo pediré ayuda. Tú salta lo más que puedas y espera›. Terminó de fijar los cohetes y se preparó. Disparos perdidos silbaron en el aire.
Quath sentía una herida muy dolorosa en su tercer podio. Los animales grises, no, los Nadas, se corrigió, estaban más cerca. Formaban un abanico. El metal brillaba sobre sus pequeños sensores.
Cuando Quath se volvió a mirar al cielo, Beq’qdahl era un punto amarillo que se arqueaba hacia la distante Colmena. Quath sabía que aunque tuviera cohetes, perdería un tiempo valioso tratando de dominar las submentes. El miedo a volar que había en ellas era casi insoportable.
Se resignó y se volvió para estudiar a los Nadas. No tenía armas para repelerlos. Pequeñas puntadas le pinchaban la piel. Se sacó los cohetes y los colocó entre las mangas, rascando los puntos pinchados que le causaban los disparos de los Nadas. Pequeños, pero muy numerosos.
Mientras articulaba un brazo telescópico, algo le llamó la atención. Su clasificador brillaba a la luz de la aurora.
El humilde clasificador que había clavado herramientas en las rocas de la Colmena. No servía como arma…
Empezó a correr. Luego se detuvo. Los Nadas podían seguirla, después de todo. Si se quedaba, al menos conservaría la dignidad, si no podía salvar la vida.
Se volvió para enfrentarse a la marea de Nadas que la envolvía. Algo en ella lo deseaba.
Levantó el clasificador y miró con tres ojos. Un Nada cargó hacia su centro de foco y ella disparó. El clasificador golpeó en una roca, no tocó al Nada. Ella lo corrigió. Disparó. Otro error.
Sentía una calma suave y extraña. Los disparos le golpeaban los palpos y le fracturaron uno. Lentamente, calibró y disparó. El clasificador se movió con una sacudida. Un Nada se derrumbó y cayó en una grieta.
El siguiente blanco gris zigzagueó y se tambaleó. Quath compensó el arma y lo atrapó al tercer disparo. La cosita se partió en dos.
Los Nadas emitieron llamadas agudas, frenéticas. Muchos se agacharon entre las rocas. Quath mató a tres rápidamente.
Las armas la herían, los pinchazos perturbaban su concentración. Mató a otros cinco.
Luego se unieron todos, saltando como garrapatas de un refugio sombrío a otro. El clasificador araba sobre los Nadas desnudos, suaves, sin armadura.
El costado de Quath se abrió de pronto y una onda de dolor la recorrió como un hilo tenso. Se agachó, jadeando. El aceite corría sobre dos de sus podios. Los cilindros hidráulicos a control remoto no respondían. Estaba atrapada.
Se desvió de lado para eludir una cuña de Nadas y una descarga cerrada la aplastó contra una roca. Sus lentes se nublaron. Los procesadores de oxígeno crujieron. Dedos furiosos tiraron de sus entrañas.
Aquí está, pensó Quath. Ahora voy a conocerla. Y la negrura se cerró sobre ella.
Vagaba al azar.
Nadaba.
Y la oscuridad llegaba, lenta, muy lentamente.
Pero el tiempo seguía adelante.
En su pantano borroso de sentidos, Quath sintió una ráfaga de aire fresco, como el plasma que mueve las orillas polvorientas entre los soles. Imágenes acuáticas flotaron ante sus ojos. Oxidó azúcares con ácido nítrico, abriendo sus depósitos internos de mucosidad para acelerar el proceso. Se esforzó.
Con una sacudida intensa disparó los cohetes, una columna amarilla y cantora. Una alegría feroz la dominó.
Aterrizó con mucha inseguridad. Los Nadas la persiguieron. Ella se preparó con frialdad y apuntó. Disparó de nuevo.
La pistola cortó a los Nadas. Ella se movió, crujiendo, arrastrándose, y volvió a encender los cohetes. Disparó mientras volaba.
En sus trajes grises, los Nadas estallaron cuando los disparos los alcanzaron desde arriba. Sus entrañas se esparcieron sobre la roca aplastada.
Una fiebre agradable dominó a Quath mientras los veía caer, vocecitas que aullaban, jadeando en el último aliento.
Quath los empujó hacia atrás sobre el campo. Los disparos de sus enemigos se hicieron más esporádicos, cesaron. Huyeron. Ella se volvió y buscó a los pocos que quedaban. Se habían ocultado en sus madrigueras, sudando de miedo, como animales.
Cada uno se transformó en un pequeño detalle que Quath liquidó rápidamente con el estallido agudo de la pistola. Murieron con un gritito, como si los hubiese tomado por sorpresa.
Cuando terminó con el último, Quath se quedó sola, jadeando, la mente confusa. Ató un gancho y una línea al cuerpo de un Nada que todavía estaba entero y lo levantó para verlo mejor. En el silencio absoluto del campo de batalla, uno de sus servos crujió, pidiendo aceite. Le temblaron las coyunturas con el esfuerzo. El cuerpo del Nada giró en el gancho. Quath levantó la piel gris. Era como una película y se le rompió.
El traje gris desapareció, al igual que se desvanecía ese mundo convirtiéndose en una cáscara vacía. El Nada quedó libre.
Al principio, Quath vio solamente los apéndices colgantes con sus extremos incómodos y anchos. Dos para caminar, dos para manipular. Las articulaciones eran débiles, evidentemente incapaces de soportar mucha presión.
Sin embargo, a medida que estudiaba la criatura, por las arrugas y nudos de la piel descubrió cómo vivía. Manchas más gruesas en las articulaciones, de los podios más cortos, una evidencia de uso. Un crecimiento semejante a un hongo por encima y debajo de los ojos, para conservar el calor en el pequeño cerebro. Otra mancha oscura, más abajo, para proteger algún tipo de equipo.
Quath siguió el vello fino que cubría el cuerpo, a lo largo de lo que, según veía, eran líneas de flujo para que circulara el agua si la cosa nadaba. Un hermoso diseño. Así que ese Nada era un nadador, pero en cierto modo también caminaba.
Abrió el cráneo y retorció la coyuntura dorsal hasta que se rompió. Envió un murmullo de sonar a lo largo del cuerpo. Con cuidado, levantó el cráneo. Así liberó el esqueleto, que dejó la carne al exterior.
El gesto reveló una visión nueva y maravillosa. Los huesos color tiza no eran toscos ni pesados. Parecían tallados con delicadeza, encajaban bien unos con otros, delgados donde podrían dificultar el avance de la bestia, fuertes donde formaban los ejes de las palancas.
El centro era una jaula fina de varillas de calcio. Costillas. Florecían en una onda quebradiza y muy exacta, una canción de diseño intrincado y orden maravilloso que Quath percibía en las intersecciones del tejido.
Sin embargo, esa cosa Nada era un bicho molesto. Se arrastraba sobre el suelo y probablemente ni siquiera captaba las estrellas. Había dominado a medias los recursos ínfimos de ese pequeñísimo mundo intrascendente. Sus armas primitivas eran apenas mejores que los dientes y cascos de los animales sin inteligencia.
Quath escupió al esqueleto, pero la cosa la maravillaba. En su interior, un coro de voces cantó sus dudas, sus debilidades. Trató de olvidar el paisaje horrendo de la lógica de las pequeñas mentes, los miedos que la habían dominado.
Aquí al menos estaba la verdad. Su fe volvía.
La razón resonaba en ese lugar. Un universo que se tomaba tanto trabajo con un Nada inútil y despreciable, seguramente no quitaría sentido al drama descartándolo al final, dejando que la oscuridad lo engullera todo, permitiendo que Quath’jutt’kkal’thon fracasara y muriera.