5
D
os años antes, el capitán Killeen había temblado al ver la devastada cara marrón de su planeta natal, Nieveclara, cuando el Argo despegó de su superficie.
Ahora, con alivio infinito, comprobó que la imagen brillante que había frente a él no se parecía a aquella cáscara quemada. Cerca de los polos anidaban pequeños trazos de azul blanco entre grandes cascos de hielo que extendían sus dedos quebradizos hacia la cintura del mundo. Pero esos rasgos le llegaron solamente después de un hecho sorprendente:
—Malos colores —dijo, asustado.
Shibo meneó la cabeza.
—En absoluto. El hielo es oscuro, sin duda. Pero en la mitad es verde, lleno de bosques. ¿Ves los grandes lagos?
—Las áreas pálidas que hay en el centro parecen muertas.
—Cierto, ahí no hay mucha vegetación —aceptó Shibo.
—¿Por qué? —Killeen frunció el ceño y comprendió que no le hubiera venido mal tener algunos conocimientos de evolución planetaria además de técnicas de naves espaciales.
—¿Te parece que pueden haber sido esas nubes? —apuntó Shibo—. El polvo mató las plantas, ensució el hielo, lo volvió gris.
Killeen intuyó que no sería inteligente admitir una ignorancia total frente a Cermo, que estaba presente.
—Tal vez. Hay mucho polvo aquí. Por eso venimos en ese ángulo cerrado. —Killeen estudió la imagen del planeta para comprobar si había huellas de actividad humana. El lado oscuro estaba totalmente negro; si hubiera visto luces, habrían podido ser ciudades construidas por los mecs.
—Señor, no entiendo… —dijo Cermo, sin atreverse a seguir.
Por norma general era una estupidez explicar a los oficiales inferiores el motivo de las decisiones que uno tomaba, le había dicho su Aspecto Ling. Pero era conveniente tenerlos entrenados. Los días que se avecinaban serían muy peligrosos, y si Killeen caía, el que lo reemplazara tendría que saber muchas cosas.
—Esas pequeñas manchas negras, ¿las ves? —Killeen señaló adelante a medida que aumentaba la escala de la pantalla e incluía el disco caliente de la estrella madre. Más allá de ese disco, flotaban las sonrisas anchas y rayadas de dos gigantescos planetas gaseosos contra el tapiz manchado de las nubes moleculares. La imagen estaba teñida por el color de unas pequeñas pecas, motas que cambiaban y desaparecían día a día—. Esa estrella acaba de dividir una nube. Hay muchas de esas burbujas en el plano de los planetas.
Killeen hizo una pausa. La geometría tridimensional le había resultado fácil de entender en las simulaciones de los Aspectos, pero era difícil captarla en una proyección plana como esa.
—Así que conduzco la nave en un ángulo muy cerrado —explicó—, cortando el plano para impedir que nos metamos en nubes indetectables. El Argo no aguantaría que nos metiéramos a ciegas en una de esas.
Miró con cariño cómo vibraba el exoesqueleto de Shibo mientras sus manos se movían sobre los tableros de control. El látex de policarbonato trazaba movimientos seguros, rápidos. Para Killeen, una de las muchas delicias del lento giro del Argo consistía en que Shibo casi nunca necesitaba ayuda mecánica, excepto cuando debía ser rápida y precisa. En la pesada gravedad de Nieveclara, había usado el exoesqueleto constantemente para poder seguir adelante. Un defecto genético le había dado solamente la fuerza humana normal, un nivel mucho más bajo que el de los miembros comunes de una Familia.
Sin embargo, Killeen solamente necesitaba verla para sonreír y, en ese momento, sentía que el peso de la jornada desaparecía por un instante.
Ella le mostró en pantalla diferentes imágenes del sistema planetario, imágenes coloreadas en trazos de color rojo violento, castaño dorado, azules fríos. Killeen sabía que eso procedía de distintos espectros, pero no entendía cómo sucedía. Las imágenes mostraban las motas que flotaban como granos de maíz en órbita entre los planetas, pequeñas condensaciones nudosas que navegaban hacia las estrellas del Centro Galáctico, y que, ahora, atrapadas por la Estrella de Abraham, golpeaban los planetas sin misericordia.
—Seguramente el cielo es polvoriento ahí abajo —comentó Shibo, pensativa. Mostró una imagen de cinco colas de cometas iluminadas en motas anaranjadas. Estaban por encima y por debajo de las órbitas planetarias, arroyos fantasmales que señalaban hacia el interior como dedos acusadores.
Killeen la entendió enseguida.
—No lo creo —dijo con seguridad absoluta—. No creo que el polvo pueda acabar con la vida. Ese planeta ya pasó por esto antes y, como ves, las selvas todavía están ahí. Todavía puede ofrecernos un refugio.
Shibo lo miró de costado, los ojos preocupados y astutos. A veces le decía cosas como esas, cosas que le permitían convencer a la tripulación de que él había pensado en los problemas mucho antes de que aparecieran. El hecho de que el capitán y la primera oficial fueran amantes era excelente para mantener a la tripulación en forma, pensó Killeen. Resistió la tentación de sonreír, seguro de que Cermo adivinaría sus pensamientos.
—¿Lunas? —preguntó.
—No veo ninguna —replicó Shibo—. Pero hay otra cosa…
Sus brazos delgados se extendieron sobre los controles de funciones, que Killeen entendía muy poco. Allá a lo lejos, vio un nudo de dureza broncínea.
—Una estación —contestó ella a la pregunta muda de Killeen.
Cermo contuvo el aliento.
—¿Un… Candelero?
—No lo veo con suficiente precisión. Podría ser.
—¿No podemos acercarnos más? No deberíamos esperar hasta estar más a su alcance; puede resultar peligroso.
Ella lo pensó, despacio.
—No, no de esta forma. Hay otro sistema de lentes, claro. Pero alguien tiene que manejarlo a mano en el casco de popa.
—Hazlo —ordenó Killeen. Y luego a Cermo—: ¿Quién está de guardia?
—Besen —replicó Cermo—. Pero es joven. Yo preferiría…
—Usa la tripulación asignada. Besen es rápida e inteligente.
—Sí, capitán, pero…
—Nunca aprenderán si no se enfrentan a los problemas. —Killeen recordaba que su padre decía exactamente lo mismo cuando se negaba a proteger a Killeen de los trabajos más duros.
Estudió la pequeña mota de bronce durante un instante y después le pidió a Shibo que se la mostrara a la luz natural. En el espectro verdadero del hombre, el objeto brillaba con la calidez de una joya, pero incluso al máximo de ampliación, la estructura resultaba invisible.
Posiblemente era un puesto de avanzada de seres humanos. Tal vez. Killeen sintió una excitación enorme al pensarlo, era un viejo Candelero, esos legendarios edificios de perfección cristalina.
Una vez había visto uno a través de un telescopio en Nieveclara, tan lejano que no había podido distinguir los detalles. Había advertido solamente esa presencia extraña y brillante, la sospecha de la belleza un paso más allá de la percepción. La posibilidad de encontrar algo fabricado por el ser humano que colgaba en esa bóveda irritada de cielo en movimiento bastante para conjurar todo su respeto y temor por los antiguos maestros, los que habían construido el Argo y los Candeleros, todavía más antiguos que la nave. Poder ver uno cerca…, la idea lo hizo inclinarse hacia la pantalla como si quisiera obligarla a entregarle las respuestas que buscaba.
En ese momento llegó Besen, una joven de ojos duros y boca suave, sensual. Se movía con los gestos estrictos que usan los miembros de una tripulación y se cuadró apenas entró en la sala.
—Señor, yo…
El hijo de Killeen, Toby, entró corriendo por la escotilla antes de que ella lograra terminar. Era larguirucho, una cabeza más alto que Besen, y estaba jadeando.
—He oído que hay trabajo en el casco.
Killeen parpadeó. Su hijo estaba acalorado de excitación, los ojos le bailaban en la cara. Pero un capitán no podía permitir esas intrusiones.
—¡Marinero! No le he pedido que viniera.
—Oí el nombre de Besen. Déjeme…
—¡Firmes y en silencio!
—Papá, sólo quiero…
—Firmes y cierra la boca. Aquí eres solamente un miembro de la tripulación, no mi hijo, ¿entiendes?
—Ah…, sí, yo…
—De puntillas —ordenó Killeen con firmeza. Se llevó las manos a la espalda y levantó la mandíbula frente al joven indisciplinado en que se había convertido su hijo.
—¿Qué…?
—¿Estás sordo o qué? Te quedarás de puntillas hasta que yo termine de dar órdenes a Besen. Después discutiremos el castigo correspondiente.
Toby parpadeó, abrió la boca para hablar y después lo pensó mejor. Tragó saliva y se puso de puntillas, las manos a los costados del cuerpo.
—Muy bien —dijo Killeen lentamente. Se dirigía a Besen, que se había quedado firmes durante la escena, los ojos fijos al frente aunque las palabras «cierra la boca» la habían hecho sonreír levemente—. Creo que la oficial Shibo tiene instrucciones para ti. Cúmplelas lo más rápido que puedas.