15
A
l acercarse al pequeño grupo que comandaba Jocelyn, Killeen disminuyó la velocidad. Le parecía mala idea que los hombres lo notaran ansioso. Eso los pondría nerviosos.
Entonces, se le ocurrió que estaba pensando como capitán. Al comienzo de la batalla, había disfrutado la libertad de no serlo; ahora le parecía un placer vacío.
—Killeen, presente —dijo simplemente al llegar junto a Jocelyn. Ella estaba agachada detrás de la pared derrumbada de una factoría mec, escuchando con atención por el comunicador. Tenía la cara consumida y cubierta de polvo, pero los ojos bailaban con una energía especial. Le había ordenado que bajara desde la posición de Shibo sobre la colina.
Lo miró con apuro y alivio.
—Killeen…, bien. —Parecía dejar salir las palabras después de alguna cruenta lucha interna. Jadeaba al respirar y se sentó sobre el caparazón volcado de un mec. Los restos de la fábrica estaban esparcidos a su alrededor—. Tengo…, tengo miedo de que Su Supremacía haya decidido que no quiere atacar.
Killeen asintió sin pronunciar palabra.
—¿Crees que es porque nos retiramos la última vez? —le preguntó Jocelyn, sorprendida.
—Ese tipo está loco. Es inútil tratar de entender lo que hace.
Jocelyn apretó los labios; era evidente que intentaba reunir sus recursos. Un estallido de microondas siseó junto a ellos. Killeen vio que los cíbers estaban más cerca, bajando desde las colinas. Cortaban por el terreno que no tenía cobertura. La Familia Bishop había formado una línea irregular a lo largo del río. Maniobraban entre las rocas destrozadas que bordeaban la gran falla central. La luz del crepúsculo proyectaba largos dedos azules a partir de cada una de las puntas de piedra. A medida que los miembros de la Familia retrocedían en las quebradas y arroyos secos, sus sombras los hacían cada vez más fáciles de encontrar para los cíbers.
Killeen vio que una mujer corría para ponerse a cubierto. Un estallido de UV la golpeó en la espalda y la bañó en fuegos rápidos y crujidos poderosos. En el atardecer brillaron chispas azules y moribundas. La mujer cayó. Era Lanaui, una vieja amiga. Demasiado lejos para que él pudiera hacer algo. Se apresuró vigilante esperando que el golpe no le hubiera dañado los sistemas principales. Oyó los ruidos de los disparos de la Familia contra los cíbers. Lanaui se movió. Rodó por el suelo y se enroscó bajo la protección de un transporte mec quemado. Killeen vio que no tenía energía en los sistemas. Ahora tendría que huir utilizando sólo la fuerza normal del ser humano, algo muy fácil de vencer para un cíber.
—¿Qué…, qué podemos hacer? —Jocelyn se mordió el labio.
Killeen le contestó con cuidado:
—No podemos llegar a las colinas si la Tribu no nos cubre.
—Es cierto. —Jocelyn estaba tensa, erguida; Killeen se dio cuenta de que le resultaba difícil pedirle consejo. Era una forma de darse por vencida.
—No podemos seguir avanzando.
—No.
Las microondas golpearon el sistema sensorial de Killeen. Algunos miembros de la Familia se agacharon en las cercanías. Él solamente se reclinó contra la pared destruida de la fábrica. Sentía que, si se sentaba, sus piernas se negarían a levantarse de nuevo.
—Llega la noche. No podemos quedarnos aquí. Los IR del cuerpo nos van a delatar con facilidad. —Killeen sentía una idea rondándole por la cabeza y sabía que la única solución para liberar su mente era seguir hablando.
Los ojos de Jocelyn seguían observando el combate con suma atención. Le costaba cada vez más mantenerse al corriente de lo que sucedía porque los grupos de Bishop caían hacia el terreno abrupto, torturado por los últimos terremotos.
—De acuerdo. Tal vez podamos salvar a los más rápidos, ¿qué te parece? Dejar al resto y que los rápidos los cubran…
Eso violaba la doctrina de combate de la Familia, y ella lo sabía.
Sus ojos implorantes se fijaron en Killeen durante un momento.
—Nos perseguirían de todos modos. Nos quieren a todos —replicó Killeen, la voz tensa. No había razón para demostrarle lo mucho que le molestaba la propuesta.
—Supongo…, supongo que estamos atascados aquí entonces. Si podemos sostener las líneas durante la noche…
—Imposible. Ni siquiera sabemos si los cíbers duermen. Cuando nos hayan rodeado, podrán llamar a todos los que deseen y traer las armas que necesiten.
—Entonces…, entonces…
Killeen sabía que era inútil empeorar las cosas, así que escondió su irritación pasando su sistema sensorial al infrarrojo. Tal vez eso le daría una idea de la forma en que los cíbers veían la situación. Recordaba el tiempo que había pasado en la Colmena, la forma en que automáticamente interpretaban los objetos como si la iluminación viniera desde abajo. Sin embargo, se habían adaptado bien a la superficie.
A medida que la luz disminuía, el suelo brillaba más que las coloridas nubes moleculares allá arriba. Eso le recordaba la iluminación de la Colmena y probablemente daba todavía más ventaja a los cíbers. Los arroyos frescos y salvajes parecían más oscuros que la tierra. Las colinas mantenían bien el calor y brillaban como suaves alfombras verdes. Killeen se volvió hacia la falla y vio un brillo leve en el sitio donde probablemente corría la lava más abajo. Como para confirmar lo que estaba pensando, el suelo tembló levemente como una bestia que se sacude una mosca molesta. Por debajo de la falla veía la cinta negra del nuevo río, que fluía como si estuviera excitado por la aventura de labrar un nuevo lecho a través del valle, oscuro y rápido en la noche.
—Espera —dijo Killeen—. Espera un momento.
Vigilaba la noche con atención. El cíber que se había movido hacia la izquierda había desaparecido. ¿Estaba fuera del alcance visual o tal vez se había disimulado tan bien en el sistema sensorial que Killeen no lo percibía?
Disparó un pulso de microondas hacia el punto donde pensaba que podía estar el alienígena y después se arrastró alrededor de una roca caída que lo protegía. Shibo ya se movía hacia la siguiente línea. Killeen corrió deprisa por el saliente de roca y después dobló hacia una quebrada. Algo cantó a su lado y él se dejó caer por la ladera. El polvo se le metió en las botas y tuvo que detenerse para sacárselo. Para cuando pudo volver a levantar la vista, Shibo había ordenado otra retirada.
«¡De nuevo! ¡Toby!», gritó Shibo.
Killeen vio que la señal de su hijo se movía hacia el río. El muchacho corría con rapidez.
«¡Carmen!», exclamó Shibo por el comunicador.
La mujer dejó el refugio que se había buscado y corrió. Tuvo que saltar sobre el cuerpo caído de un Bishop que había muerto hacía apenas unos minutos. El traje del hombre no daba signos de vida, así que nadie había tratado de recuperar el cuerpo. El grupo formaba parte de la retaguardia: tenía que ser ligero y moverse con rapidez.
Killeen llamó a Jocelyn:
—Ya vamos hacia allí.
«Danos un poco de tiempo», pidió ella.
—Quedamos bien pocos, mierda —masculló Killeen.
Casi toda la Familia Bishop estaba evacuada. Pero entre las paredes de la fábrica y la tierra quebrada y rota yacían muchos cuerpos, demasiados cuerpos.
«¡Killeen!», ordenó Shibo.
El se levantó como pudo sobre sus cansadas piernas y se dejó ir corriendo por el lecho seco del arroyo donde estaba. Era una carrera muy dura hasta la siguiente línea de lucha, y se le empezaron a nublar los ojos con el cansancio. Veía puntos negros en los extremos. El aire fresco le secaba la garganta.
Tropezó sobre un montón de piedras muy afiladas y rodó hasta la quebrada, más abajo. Se apoyó contra una pila de restos mecs. Mientras tanto, su visión había cambiado el sistema a la forma normal humana y se quedó allí un momento, jadeando en la oscuridad total. Volvió a cambiar el sistema a infrarrojos. Shibo se agachó muy cerca, pero ni siquiera lo miró.
«¡Besen!», llamó ella.
Killeen se arrodilló y su cuerpo sufrió una sacudida al hacerlo. El polvo del suelo se le metía por los poros y los agujeros del traje y tuvo que limpiarse el cuello para poder volver la cabeza y ver a Besen, que corría desde las ruinas de la fábrica. La muchacha llegó hasta el arroyo seco en una sola tirada y ya casi estaba en él cuando algo anaranjado la golpeó en el casco. Pareció volar hacia delante, y golpeó el suelo con mucha fuerza. Quedó inmóvil.
«¡Toby!», llamó Shibo como si nada hubiera sucedido.
Killeen llegó hasta donde estaba Besen y marcó los códigos familiares en la nuca. Casi todos los indicadores estaban en cero.
Toby entró en la quebrada con facilidad. Un disparo de microondas le pasó por encima de la cabeza, sin dañarlo. Y en ese momento, vio a Besen.
—¿Qué…, qué?
—Es que… —Killeen no supo expresarlo en palabras.
«¡Harper!», ordenó Shibo.
Toby se arrodilló junto al cuerpo de Besen y le levantó un brazo. Estaba de espaldas, y cuando la dio vuelta, vio una red de arrugas y grietas en el casco. Eran fracturas electrostáticas. A través de esas líneas se veían los ojos, abiertos todavía. Ella los miraba como si fuera a hacer una pregunta, una pregunta que Killeen no podría contestar.
Harper llegó corriendo hasta el lecho seco. Jadeaba. Se arrodilló y disparó un estallido ultravioleta en la dirección por donde había venido.
«Todos estamos aquí, Jocelyn», dijo Shibo por el comunicador.
«Quedaos ahí», ordenó Jocelyn. «Casi tengo listo el aparejo…».
Shibo caminó agachada hasta donde estaban los demás.
—No puede estar muerta —dijo, Toby, confuso—. No puede ser.
—Le han dado justo en el centro —observó Killeen, y lo lamentó inmediatamente. Había sido demasiado directo.
—No. No. —Toby movía las manos sobre el yelmo de Besen, con torpeza.
—Déjala —indicó Shibo.
Toby desprendió el aparejo del cuello. Le dio un cuarto de vuelta y levantó el yelmo. Los conectores del cuello de Besen saltaron por el aire, pero el cuerpo no respondió con una sacudida, como sucedía siempre.
Tenía los ojos abiertos.
Toby le tocó la cara.
—Besen, escucha. Arriba, arriba, ¿me oyes? Besen…
—Tranquilo, Toby —dijo Killeen con la voz monótona y vacía. La gente no se recuperaba con facilidad de un golpe como aquel.
—Está desmayada, eso es todo. Sólo eso. Le daremos un estimulante de algún tipo y listo. —Toby empezó a frotar las mejillas de la muchacha.
—Controlemos los valores —apostó Shibo.
—Es un desmayo, nada más. —Toby volvió la cabeza de Besen con dedos torpes. Él y Killeen tuvieron que girarla para examinar los monitores internos. El círculo digital sobre la columna estaba azul, uniforme. Las cifras se deslizaban por las ventanas, en un ciclo sin sentido.
Shibo los observó y después volvió a escudriñar las colinas, donde estaban los cíbers.
—Malo —dijo.
—No. No. —Toby volvió a frotarle las mejillas, con más fuerza—. Está sobrecargada, eso sí. Ese es el problema.
—Le podemos dar un estimulante —sugirió Killeen, y buscó en su mochila. Tenía que hacer el gesto, aunque ese fuera el último bulbo que tenía.
—Es arriesgado —dijo Shibo—. Los sistemas necesitan tiempo para los reflejos.
—Yo sé hacerlo —aseguró Toby—. Lo único que le hace falta es un poco de sangre en la cabeza…
—Aquí tienes —dijo Killeen, y ayudó a Toby a destapar el bulbo de estimulantes y vaciarlo en la cabeza de Besen.
Toby miraba los ojos vacíos.
—Tienes que despertarte.
Un disparo de microondas pasó sobre las cabezas del grupo. Shibo dijo:
—Hay que intentarlo ahora.
Toby se lamió los labios. La boca le colgaba como si no la sintiera.
—Si los sistemas se estimulan de más…
Killeen puso los brazos sobre los hombros del muchacho, pero no se le ocurrió nada que decirle. Las manos de Toby temblaron sobre el bulbo.
—¿Cómo…, cómo lo hago? Si…
—Es tuya. Tú tienes que decidir.
Toby estaba pálido. Miró a Killeen un largo rato. Después tomó el bulbo y preguntó:
—¿Qué…, qué dosis?
—Mejor toda —dijo Killeen—. Está muy mal, Toby. —Creía que Besen estaba muerta, pero con el bulbo lo sabrían sin lugar a dudas. Tendría que arrancar a Toby de allí con rapidez, a pesar de los deseos del muchacho de quedarse con el cuerpo.
—De acuerdo. —Toby controló el dispositivo.
—Hijo, creo…
Toby disparó el dispositivo. Se produjo un ruido sordo y leve.
Besen se sacudió. Abrió los labios. Tosió. Toby la incorporó hasta sentarla y todos vieron cómo se estabilizaban los números en su espalda. Parpadeó con furia.
La miraron sin pronunciar palabra. Ella volvió a toser y dijo:
—Sí…, ¿qué…?
Toby la abrazó y rompió a llorar.
Dos disparos infrarrojos encendieron el aire.
—A caminar —ordenó Shibo.
Toby y Killeen levantaron a Besen. Ella los miró con los ojos vacíos.
«¡Shibo! ¡Retirada!», aulló Jocelyn.
—¡Harper! ¡A cubrirse! ¡Carmen, ya! —ordenó Shibo.
Toby masajeaba el cuello de Besen.
—Tenemos que irnos. Un paso, eso es todo. Apóyate en mí.
—Toby…, Besen…, tenemos que irnos —dijo Shibo con amabilidad.
—¿Qué? —Toby levantó la cabeza bruscamente—. No, Besen…
—Los otros flancos ya se han replegado —anunció Shibo.
Killeen tomó a Besen por el otro hombro.
—Vámonos o nos rodearán.
—La mochila —indicó Toby.
—Déjala.
—No, espera… —Toby buscó el paquete. Manipuló un mecanismo un instante y después soltó algo—. Le regalé esto —dijo, sosteniendo una cadena con un pequeño colgante amarillo—. No…, no quiero que se lo quede un cíber.
—Llévatelo —dijo Shibo—. Cúbrete —añadió, dirigiéndose a Killeen.
Killeen se acercó a la pared del arroyo seco y disparó con rapidez hacia la noche. Shibo y Toby cayeron hacia atrás con Besen. Killeen se deslizó hacia la mochila de Besen y buscó las armas. Las usó hasta el final, un disparo tras otro, alta energía contra todos los blancos móviles que pudo distinguir. Oyeron el fuego en respuesta y la pared superior se ennegreció. Killeen se agachó y huyó, corriendo con la velocidad enloquecida del miedo. Mientras corría hacia el río, se daba cuenta de lo grande que era su espalda como blanco para los infrarrojos.
Se deslizó por las orillas de arena del río y tropezó con Jocelyn. Oyó el siseo de un disparo.
—¿Cuántos más? —preguntó ella en un susurro.
Tres Bishop manipulaban un enorme fragmento de mec, arrastrándolo hacia el agua. Killeen miró alrededor y vio a Toby y Shibo, quienes subían a Besen a un gran conglomerado de láminas de metal mec que flotaba en el agua.
—Estamos todos —informó él, y empezó a caminar hacia el agua.
—Sólo caben tres. No hay lugar para ti.
—¿Estás segura?
—Baja por allá.
—Mira, quiero…
—Cállate y obedece.
—Pero… —Killeen dejó la frase en el aire.
—Eres el último. Ayúdanos con esto.
Jocelyn volvía a ser rápida eficiente y se desenvolvía bien si tenía un plan establecido. Pero un capitán debe ser más que eso.
Tres hombres corpulentos llevaron algo hasta el agua. En el infrarrojo, parecía una gran caparazón. Killeen se aferró al objeto y ayudó a meterlo en el agua. El líquido cortaba como un cuchillo y le lastimaba los talones. Percibía el olor de los cíbers. Las microondas estallaban más arriba, en la orilla alta.
Tropezó con grandes rocas y se aferró al caparazón, que se mecía en la corriente.
—Adentro —indicó Jocelyn.
Killeen dudó. El equipo traía ya otro pedazo de lámina de metal que habían combado para formar un bote primitivo. El metal ya casi había perdido el calor del día y resultaba invisible.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Sólo nosotros —dijo Jocelyn.
—Me quedo hasta que…
—Vete. —Jocelyn lo miró de frente, los rasgos transmutados por el brillo infrarrojo de la cara—. Yo soy la capitana. Me quedo hasta el final.
—De acuerdo —acató Killeen. Era inútil discutir.
Entró en el bote mientras Jocelyn lo mantenía sujeto. Se acostó. Estaba incómodo. Flotaba como sobre un cuenco, a sólo una mano del agua negra. Jocelyn lo empujó. El río arrebató el bote como si fuera algo insignificante que por alguna razón consideraba valioso.
El bote se sacudía y el río arrojaba a Killeen una lluvia helada en la cara. Cayó por laderas desconocidas golpeándose con fuerza.
Se quedó lo más quieto y aplastado que pudo en el fondo del bote. Su imagen infrarroja se sumergía en el agua fría. Los cíbers que estaban en la orilla lo perderían. Al menos eso creía.
Esperó, aferrado al interior del bote mientras el bramido del agua se elevaba a su alrededor. No hubo disparos. Killeen se preguntó adonde lo conduciría el torrente. No se le había ocurrido indicar a la Familia un lapso determinado para permanecer en los botes. Ahora tal vez desembarcarían en cualquier sitio y se perderían por tierras desconocidas.
Se quedó así, acostado, preocupado por este asunto, hasta que de pronto reconoció el olor leve del caparazón donde navegaba. Era el caparazón de un mec. Estaba atravesando los rápidos en la piel endurecida de su más antiguo enemigo.