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a carpa estaba muy usada, manchada y un poco rota. Killeen se preguntó si eso formaba parte del camuflaje, porque se confundía muy bien con el terreno quebrado y desolado.

Durante la caminata hasta allí, la escolta sólo había impartido órdenes cortantes. A Killeen no le había sorprendido que ese idioma espeso y de acento extraño fuera el suyo propio; nunca se le había ocurrido que los seres humanos pudieran hablar de otra manera.

Lo habían llevado a través de campamentos de carpas mal cuidadas y camuflajes de piedras y arbustos; él nunca había visto tanta gente junta. Ni siquiera la Ciudadela Bishop había tenido tantos habitantes. Las banderas que ondeaban en el aire con símbolos desconocidos sugerían que esta era una Tribu completa. No se había celebrado una reunión tan numerosa como esa en Nieveclara desde que él alcanzaba a recordar.

Una mujer vestida de gris empujó a un lado la cortina de lona de una carpa y alguien hizo pasar a Killeen hacia dentro. Killeen entró con pasos rápidos y largos para evitar que lo empujaran y conservar un poco de dignidad.

La carpa parecía mayor desde dentro, con una parte muy alta en el centro, iluminada por una bola de marfil fluorescente. Lámparas de aceite brillaban sobre las cabezas de una docena de personas, que se habían reunido a una distancia respetuosa y ordenada de un hombre. Este permanecía de pie en el centro de la carpa.

Un escritorio negro de cerámica unida con algún tipo de plástico dominaba la habitación. Killeen se preguntó si aquella gente lo había transportado de un campamento a otro. Parecía mec, por las curvas suaves y la forma preparada especialmente para que el arco enfocara directamente al hombrecito que había detrás, sentado sobre una silla de metal liviano.

La figura no parecía merecer la atención fija y callada de todos los que la rodeaban. Era un hombre bajo, de rasgos macizos, con el cabello tan oscuro como el escritorio. Una cicatriz roja y encogida le corría desde la sien derecha hasta la piel morena de la mandíbula. Algo lo había golpeado cerca del ojo, porque la marca desaparecía bajo las pestañas espesas.

Una guardia formada por una docena de hombres y mujeres flanqueaban el escritorio. Nadie pronunció una palabra. Todos contemplaban al hombre, que comía un gran pedazo de fruta verde. El jugo le corría por el mentón y caía en un pedazo de tela blanca que tenía sobre el pecho. El uniforme del hombre era azul frío, liviano, de una tela de aspecto cómodo que Killeen nunca había visto antes. El hombre emitió un sonido raro con los labios. Estaba centrando toda su atención en la comida, y al parecer todos los demás también lo hacían.

El largo silencio continuó. Killeen se preguntó si aquella demostración estaba destinada a él, pero después descartó la idea al ver la profunda fascinación de las caras que lo rodeaban. Eso era una especie de privilegio, una audiencia especial, diferente de cualquier reunión conocida entre un capitán y su Familia. El hombre que comía no llevaba ninguna prenda que tuviera un significado concreto. La gente que lo rodeaba lucía uniforme de tela áspera, con una insignia vagamente similar a los emblemas de las casas de Nieveclara. Las caras, aunque parecían confusas, tenían un cierto tono de autoridad. Algunos llevaban medallas de plata oscura, áspera, semejante a un hilo basto. ¿Serían los capitanes de las legiones que había visto fuera?

Por fin, el hombrecito aspiró el aire entre los dientes, volvió a chasquear los labios y tiró el corazón de la fruta que estaba comiendo por encima del hombro.

Alguien se movió para cogerlo. El hombrecito se retrepó en la silla y se estiró, bostezando, sin mirar a nadie en particular, no todavía. Después, pareció reparar en la presencia de Killeen y lo observó con ojos vacíos, ojos inescrutables.

—¿Y bien? —dijo.

—Yo… me llamo…

—¡De rodillas! —gritó el hombre.

Killeen parpadeó.

—¿Qué?

Alguien lo golpeó con fuerza detrás de las rodillas. Killeen, sin apoyo, cayó hacia delante y dio en el suelo. Apenas si lograba no desmayarse por el dolor.

—¡Identificación! —murmuró una voz a su lado.

—Vengo de la Familia Bishop. Me inclino ante estas tierras de los…, de los… —Killeen había empezado a recitar los viejos saludos entre Familias con la esperanza de ganar tiempo para comprender lo que debía decir, pero para seguir adelante necesitaba insertar el nombre de la Familia que lo rodeaba.

—Trey —acotó el murmullo.

—Trey, y busco ayuda en tiempos de crisis, contra las depredaciones y tormentos infligidos por nuestro mutuo…

—¡Atadlo! —ordenó el hombre que estaba detrás del escritorio.

Al instante unas manos aferraron los brazos de Killeen y se los ataron por detrás. Él los dejó hacer sin protestar. Había visto algo peligroso en los ojos del hombrecito cuando daba las órdenes. Su mirada vacía se había encendido de pronto con un fuego animado, un espasmo de placer infinito.

El hombre se levantó. De su cinturón escarlata, que partía en dos el traje azul, colgaban pendientes honoríficos que flotaban en el aire.

—¿Está desarmado?

—Sí, Su Supremacía —murmuró alguien.

—¿Entiende su posición en nuestra causa?

El que murmuraba cerca de Killeen dudó y luego dijo:

—Es capitán, Su Supremacía. No nos pareció adecuado instruirlo.

Evidentemente ese intento por evitar la responsabilidad dio resultado con el hombrecito, porque este asintió con calma y levantó las manos hacia Killeen como si se dirigiera a un problema.

—Tengo que hacerlo yo mismo, entonces. —Frunció el ceño—. ¿Tu Familia?

—Bishop.

—Esa Familia no existe.

—No somos de este planeta.

—¿Qué quiere decir eso? No entiendo.

—Hemos venido buscando refugio; huimos de los mecs.

—¡Ah! Entonces habéis llegado al lugar correcto. Aquí ya los hemos vencido.

—Eso veo.

—Verás sólo lo que yo te diga que veas —espetó el hombrecito como si recitara una razón irrefutable—. Ya lo entenderás.

—Yo…, sí…

—Ahora luchamos contra los malditos cíbers. Ellos también caerán ante nuestra valentía, nuestro ardor y nuestro espíritu de lucha.

—¿Cíbers?

Su Supremacía asintió, los ojos vacíos de nuevo. Los labios se doblaron, una expresión de espera le llenó el rostro, como si estuviera escuchando una voz muy lejana. Luego, su atención se fijó de nuevo y los músculos del rostro tensaron la piel color oliva, que brilló bajo el cono de fosforescencia que bajaba desde el techo a su alrededor. La bola brillante, que se alzaba justo encima de su rostro, formaba un círculo perlado en el suelo, con el hombrecito en el centro. La multitud mantenía las distancias y se acercaba solamente cuando la luz más suave de las lámparas de aceite entraba en el círculo blanco, duro.

De pronto, siguió hablando, como si no se hubiera producido ninguna pausa:

—Cortan la tierra con su gran espada. Justo después de la victoria, cuando los mecs huyeron ante nuestros asaltos, esas cosas gigantes cayeron sobre nosotros desde el cielo. Se nos negó el triunfo. ¡Pero venceremos!

Se oyeron enérgicos gritos de alegría en la carpa. Todos participaron.

El hombre miró a Killeen. Esperaba.

—Este ataque es un tributo a mi naturaleza inmortal. Envían contra mí lo más horrible y malvado que pueden crear los cielos.

Sus ojos se apartaron del rostro de Killeen y observaron la habitación. Los movía con atención de cara en cara bajo la luz amarilla y aceitosa. Los labios sobresalían en la boca como si no pudieran contener cierta presión interna.

—¡Es un honor! Nos envían lo más terrible, lo más poderoso, ahora que los mecs son simples ratas que huyen bajo nuestras botas. ¡Es un gran honor! También esos gigantes morirán.

De repente dirigió su rabia brillante y poderosa hacia el sitio donde lo esperaba Killeen, siempre de rodillas, y con un suspiro largo, la soltó. Después de un parpadeo leve, los ojos volvieron a quedar neutros y vacíos.

—Me alegro de que hayáis venido a ayudarme en tiempos de necesidad —manifestó con voz tranquila.

—Estoy solo ahora, señor —empezó a decir Killeen con cuidado—. Mi…

—¡Supremacía! —lo urgió un murmullo áspero en el oído.

—Estoy solo, Supremacía, mi Familia…

—¿Los Bishop, los llamabas? —dijo el hombrecito, pensativo.

—Sí, yo…

—Pensaba que era una mentira. Nunca había oído ese nombre, creía que eran renegados de los Deuces y los Tromps.

Killeen preguntó inmediatamente, excitado:

—¿Hay algún Bishop aquí?

—Supongo que es fácil de entender que una mente dedicada a la defensa de nuestra especie tenga que dejar los detalles en otras manos. Me reservo mi tiempo para la comunión con el espíritu que se mueve por encima y dentro de nosotros.

—¿Están aquí, Supremacía?

Las cejas pesadas, oscuras, se arquearon en una expresión de interés divertido:

—Los encontramos caminando por ahí. Contaron una historia acerca de un aterrizaje en una nave mec y una huida de los ataques aéreos de los cíbers que habíamos visto el día anterior. Supuse que era una mentira complicada. Ahora que has aparecido…, un capitán según indica la insignia, eso lo explica todo.

—¿Cuántos son?

La cara del hombre quedó inexpresiva y Killeen se dio cuenta de que había cometido un error. ¿Pero cuál? ¿Era demasiado directa la pregunta? El silencio completo de los demás le sugirió que todavía podía arreglarlo.

—Su Supremacía, le ruego le ruego que me dé el número de los que sobrevivieron.

La boca de su Supremacía perdió parte de su rigidez y el hombrecito miró al pasar a una mujer que tenía a la izquierda.

—Más de cien —replicó.

Killeen contuvo el aliento. La mayoría de los Bishop se habían salvado.

—Los pondré en libertad —dijo Su Supremacía, con un gesto majestuoso y general de los brazos. Todos lo saludaron con alegría, como si esa decisión fuera un acto único, como si ese ser humano de nombre ridículo hubiera salvado las vidas de los Bishop.

La cara morena de Su Supremacía tejió una expresión reflexiva, los ojos clavados en el pico del techo.

—Había pensado que eran unos cerdos cobardes, lo que quedaba de los Palos de las Familias. Como tales, no merecían participar en los grandes asaltos que nos esperan y pensaba usarlos para trabajo común. Luchar es un honor que no se otorga con facilidad en nuestra Tribu invencible. Sin duda lo comprenderás.

—Sí, sí.

Las cejas se arquearon con disgusto.

—Sí, Su Supremacía.

Las cejas se relajaron y la cara se distendió, los ojos inexpresivos de nuevo.

—Ahora podéis incorporaros a las luchas heroicas del futuro. Espero que asumas el mando de nuevo, capitán.

—Sí, Supremacía, en cuanto…

—Y haremos sacrificios.

Killeen observó al hombre, pero no entendió sus palabras.

Su Supremacía hizo un gesto y alguien desató los brazos de Killeen. ¿Debía levantarse? Algo en la forma en que se erguía el hombrecito, las manos sobre las caderas y las piernas rígidas, le indicó que era mejor permanecer de rodillas.

Su Supremacía extendió los labios una vez; los ojos vagaron de nuevo por la habitación. Dijo de forma distante:

—Entiendo tu confusión porque soy un hombre de facetas innumerables y comprensión inmensa. Has venido aquí desde otra esfera de la acción humana; eso era lo que yo deseaba. Por eso lo hiciste. Te moviste en respuesta a mis ruegos, aunque lo hicieras a ciegas, en la ignorancia. Yo fui el rostro invisible que te atrajo a través de los cañones de la noche que separan los mundos del universo. Yo lo deseaba y envíe mis emanaciones para guiarte.

Un murmullo saludó ese discurso. La carpa se llenó de exclamaciones en voz baja.

—Ahora entras en la etapa más importante del destino humano.

La frase tenía la resonancia de algo que se ha repetido muchas veces.

—Sí, sí, Su Supremacía.

—Yo soy el que ha sido dado. En esta conversación, tú rozaste la falta de respeto al dirigirte a mí.

—Las cejas se anudaron de nuevo. —Tal vez se deba a la ignorancia. En ese caso, es justo y correcto que te revele mi naturaleza más profunda.

—Sí —respondió Killeen con cuidado. La carpa murmuró, llena de expectativa. Alguien apagó las lámparas, y las sombras convirtieron el lugar en una gran reunión de perfiles oscuros. La excitación de los hombres y mujeres reunidos recorrió el aire cerrado como un viento súbito y poderoso.

—¡Sé testigo!

El hombrecito extendió las manos y de repente su cuerpo se encendió y brilló. Contra el tejido azul apareció un esqueleto amarillo, como una segunda entidad viva dentro del hombre. Se movía con él, huesos, costillas y el aro de la cadera. Crujían y se rozaban a medida que Su Supremacía se movía un paso hacia un lado, luego hacia el otro. Por encima de la columna curvada sonreía una calavera de muerto que giraba con orgullo. Los huesos se movían con suavidad, como si sugirieran que una criatura hecha de esa dureza pura y brillante era capaz de caminar y conocer el mundo protegida por fuerzas permanentes. El cuerpo proyectaba una luz radiante que hendía la oscuridad de la carpa, tan profunda como la que existe en los espacios vírgenes entre las estrellas. En esas sombras confusas que se movían, con la brisa que hacía flamear la carpa como el ruido de truenos lejanos, la puntilla intrincada de luz transmitía la idea de una raza interior de seres invulnerables, más resistentes que los humanos.

La mandíbula dorada y brillante pulsó una bisagra invisible cuando Su Supremacía dijo:

—Soy la esencia de la humanidad, que ha venido a salvar y a vengar. A través de mí se manifiesta el destino humano. Los mecs y los cíbers serán vencidos, los segundos como los primeros.

En el aire espeso y sombrío, el esqueleto vibraba de vida. Cuando los huesos se articulaban, se veían recorridos por matices huidizos, coyunturas nudosas que se doblaban con rapidez y animación artificial en el marco de la oscuridad.

—¿Mortal? —gritó esa figura fantasmal—. No. La mortalidad está en mí y sin embargo no soy mortal. ¡Soy la manifestación! ¡Dios mismo!

Killeen supuso que ese truco técnico estaba destinado a impresionarlo. Dejó que una expresión de sorpresa se instalara en su rostro mientras trataba de adivinar cómo se dibujaban las costillas y las piernas en el azul del traje.

—Soy el espíritu inmanente de la humanidad, tal como lo ofrece el Dios Divino, En esta hora cruel pero fértil de la humanidad la verdad más gloriosa es que yo he sido imbuido de una totalidad divina. Dios ya no actúa a través de mí. Se ha transformado en mí. ¡Soy Dios! Esa es la razón por la que la Tribu me seguirá hasta su destino seguro. Esa es la razón por la cual tú, capitán de los Bishop, entregarás tu esfuerzo final a mi causa, la causa del verdadero Dios de la humanidad.