Capítulo 35

JUEVES 22 de noviembre de 2007

De: celinafigueroa@elfederal.com.ar

Para: mechegonzalez@hotmail.com

¿Sabés, Meche, qué me dijo doña Ana ayer a la tarde, mientras cocinaba para dejarnos algo preparado antes de irse al teatro con Susana? (Creo que nunca había ido a un teatro y estaba nerviosísima.) Que le hiciera una lista con las cosas que precisaba para viajar allá, porque se necesitarían documentos, pasajes, hoteles, que yo le dijera cómo y ella hacía todo. Hace una semana que ustedes se fueron y ya extraña a Iñaki. Bueno era de esperar, tú me lo dijiste. Doña Ana despertó algo en Iñaki, se notó, tú lo notaste en los ojos de tu muchacho, que a poco de estar con ella se volvieron a encender como cuando vivía tu madre; o más, incluso, porque dijiste que la miró con atención, con interés, como nunca había mirado a nadie. No pudo ser otra cosa que el reflejo en los ojos de Iñaki del amor que iluminó la cara de doña Ana cuando entraron por la puerta de mi departamento y lo vio prendido a tu mano, como un chico grande. Casi se cae de la emoción, pobre vieja linda, que si Pilar no se da cuenta y la ataja, se va al piso. Es que Juan Cruz y él son tan parecidos, me imagino que en la cabeza de doña Ana deben ser idénticos, como la misma persona, dice Susana; le ocurre a ella con Tomás y Joaquín, cosas de viejas, que yo no me meta. ¿Podés creerlo? Todo el tiempo las dos me dicen lo mismo: cosas de vieja, que yo no me meta, y se ríen de mí. Como sea, doña Ana ya se quiere ir para allá, el dinero lo tiene de los ahorros de una vida encerrada, dice, y, Meche, no te extrañe que ella aparezca en tu piso con Susana, que desde que nació Tomás no se movió de Buenos Aires y te apuesto que la va a acompañar. Madrid debe tener un significado muy fuerte para ella también, aunque nunca volvió a hablar del tema. Además, en estos meses las dos se hicieron muy unidas, tú las viste los días que pasaste aquí. Tienen una alianza para sostenerse una a la otra, pero también para ir hacia adelante. ¿O te crees que fui yo quien convenció a doña Ana de quedarse en Buenos Aires? Doña Ana nos unió a Susana y a mí, nos abrió la puerta una de la otra, nos juntó alrededor de Tomás, pero cuando tuvo que lidiar con su situación, la pobre vieja se asustó como se hubiera asustado cualquiera ante un futuro tan incierto como el que le tocaba encarar. Después de todo, era la única que había quedado a la deriva, sin horizontes. Entonces apareció Susana a rescatarla; le ofreció un enroque. Se lo dijo en una forma graciosa. Acá éramos tres, dijo. Tomás no puede vivir solo, Celina no debe vivir sola, porque era la madre, y ella no quería vivir sola, aunque fuera la abuela y correspondía. Así que, Anita, ¿qué solución le veía? Doña Ana le dijo a Susana que se viniera a vivir conmigo y Tomás, pero Susana saltó: ¿ella y yo bajo el mismo techo? Imposible, ni se lo quería imaginar. Bueno, que sí, que no, así fue la cosa, Meche. Susana insistió y, por ahora, ahí están las dos viejas, juntas en el departamento de Susana, de acá para allá, haciéndole el circo a Tomás, que pasa sus días feliz entre dos abuelas que lo miman y su madre, que no será gran cosa, pero es la que le tocó, como dices tú, Meche, la que le tocó y está, que no es poca cosa. ¡Me retaste feo con este tema! Bien cabrona puedes ponerte cuando quieres, como dice Pilar a tus espaldas. Fue la segunda o tercera noche que estuvieron aquí y yo arranqué con mi lamento de que soy mala madre, que me asusta la responsabilidad, que no estoy en condiciones de... y antes de que pudiera seguir, me paraste en seco. Que te oyera bien, floja llorona, que apenas un mes atrás tú habías vivido la incertidumbre por tu enfermedad y sabías que en el fondo todo pasaba por seguir estando o no estar más y en ese momento, hasta que el susto pasó, ni una vez te preguntaste si eras buena o mala madre, si cometías demasiados errores, si eras la persona que le convenía a Iñaki, ni ninguna otra gilipollada por el estilo. Solo querías saber si ibas a seguir estando junto a él o desaparecerías de su horizonte para siempre y el pobre ya no tendría de dónde tomarse; eso era lo único importante, poder estar. ¡Que dejara de lamentarme por mí en nombre de Tomás y que me pusiera los pantalones de madre, coño! ¡No era necesario que la vida me diera un sustazo para entenderlo! Gallega cabrona, me retaste como a una nena, pero estuvo bien, porque al cabo lo entendí.

Bueno, Meche, otro día te cuento cómo sigue la historia del viaje; ahora voy a arreglar un poco el departamento, que de un minuto a otro cae Arrechea con las pizzas. Es gracioso, aunque no lo creas, a Tomás le terminó encantando la pizza con queso, igual que a mí cuando era chica. ¿Aunque parece lógico, no? En su momento, imaginé que había dicho cualquier cosa, pero si lo pienso es posible que Tomás tenga gustos parecidos a los míos a su edad. Algo en común tenemos que tener. Aunque sea la cara de su padre, yo soy su madre con todas las letras. Arrechea, creo, también me ve así ahora. Tengo la sensación de que desde que me asocia con Tomás me mira distinto, no sé, todo parece más normal, capaz, ¿quién sabe, no?, nosotros (como dice él) no hacemos eso, ya probamos y nos fue horrible porque somos distintos, dos náufragos, dos solitarios y toda esa cantinela, pero, quién te dice, Meche; por ahora solo pizza y película los jueves a la noche, los tres en el sillón. Si pienso lo que eran mis jueves, Meche. Me parece que fue hace una eternidad cuando sufría aquellos jueves de insomnio, cuando me hundía de tristeza, de frío, de miedo. Hace un rato entré a ordenar el cuarto de Tomás, que siempre deja todo tirado, terminé, apagué la luz y aparecieron las estrellas fosforescentes del techo. Hacía tiempo que no les prestaba atención. Las miré y se me vino a la cabeza la última noche que ustedes estuvieron en Buenos Aires, comimos, Tomás se fue a mirar tele a mi habitación, Iñaki bostezaba y doña Ana lo guió de la mano hasta el cuarto de Tomás, que venga mi querido, vamos a dormir que es tarde, y nosotras nos quedamos conversando. Tú contabas que ahora tendrías que hacerte controles más periódicos, era un coñazo, Pilar te retaba que más te valía cumplir con todo, Susana decía que la medicina había avanzado en el diagnóstico, que la ciencia le iba a ganar la batalla al cáncer, y yo, como siempre, molestaba con que todos los médicos son unos comerciantes, que somos rehenes de una corporación, de la mafia de la salud. Doña Ana se quedó en el cuarto y no nos pareció raro. Pero hoy, al ver las estrellas en el techo, me imaginé algo, Meche, como si viera una película por detrás de los ojos. Imaginé que esa noche doña Ana se recostó con Iñaki en la cama de Tomás, que miró ese cielo falso que en un instante de oscuridad se te hace profundo, inmenso, real y que entonces abrazó a su nieto, porque esa inmensidad le dio frío, y que en ese abrazo, Meche, doña Ana cerró su deseo más profundo, el anhelo que no pudo dejar de sentir durante veinticinco años: le dio un poco de calor a Juan Cruz, cuidó de su hijo hasta que se durmió en aquel mar helado que lo acunó por última vez, para siempre.

Fin

FERNANDO MONACELLI

Nació en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1966. Estudió Economía y Periodismo en la Universidad Católica Argentina. Asistió a talleres literarios y también los coordinó. Actualmente dicta clases de redacción periodística y es secretario general de redacción del diario La Nueva Provincia, en cuya edición dominical publica su columna “La palabra injusta”. Es autor del volumen de cuentos Libro de vuelo (1993) y de la novela La mirada del ciervo (2008), que fue finalista del Premio Clarín en 2005 y del Premio La Nación en 2006.

Monacelli, Fernando

Sobrevivientes. - 1ª ed. - Buenos Aires : Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2012.

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e-ISBN 978-987-07-2218-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

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© Fernando Monacelli, 2012

© De esta edición (2012):

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eISBN: 978-987-07-2218-2

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