Capítulo 20
¿SABE, señora?, creo que esa cena en mi departamento fue uno de los mejores momentos de mi vida. No tanto mientras comíamos porque a Tomás la pizza no le llamó la atención y yo me sentía un poco nerviosa de que doña Ana se diera cuenta de mi mentira, aunque igual disfrutaba de verlo contento, sentado entre nosotras, riéndose de las morisquetas que le hacía esa mujer mayor, sencilla, descuidada, tan cálida con el niño que entibiaba el aire. Lo mejor vino después, cuando los dejé solos. Me fui a llevar los platos a la cocina, lavé, ordené y cuando volví, Tomás jugaba en el piso y doña Ana, no me pregunte cómo, había conseguido arrodillarse junto a él para seguirlo. Los dos trataban de armar una torre con libros, los paraban y se caían, Tomás lanzaba una carcajada contagiosa y doña Ana volvía a intentarlo, él le alcanzaba los libros y al cabo de uno, dos, tres, cuatro pisos todo se les venía abajo y volvían las carcajadas del chico y las quejas refunfuñadas de doña Ana, que a veces le decía querido y otras, me pareció, retenía en su boca la palabra justo antes de equivocarse de nombre; pero no había tristeza en ese acto de contención, le aseguro, la mujer estaba feliz, tanto como Tomás. ¿Y yo qué hice, señora? Yo, como siempre, dudé, volví a la cocina para no molestar, hasta que Tomás dijo mamá y después doña Ana también me llamó para que los ayudara porque entre una vieja y un nenito no iban a poder llegar al techo con la torre: teníamos que estar los tres.
—Hágame caso, Celina, llame a la abuela del nene, dígale que lo pasa a buscar hoy, yo le hago una rica pizza.
—Es que tiene colegio...
—Usted llame, que yo cocino, vamos...
—Si no puede, la comemos nosotras, doña Ana....
—Llame, Celina, me muero de ganas de conocerlo. Hágalo por esta vieja. La abuela no va a tener problemas.
—Pero hoy es lunes, ¿te parece, Celina?, romperle la rutina, Tomás está acostumbrado a volver a su casa, tomar la leche. Con vos come los jueves al mediodía, en eso quedamos desde siempre. Además hoy a la tarde se queda en el colegio porque tienen doble escolaridad, inglés.
—Ya lo sé, Susana; lo busco por el colegio y te lo llevo después de cenar.
—¿No trabajás?
—Estoy de vacaciones y quiero buscar a mi hijo, Susana.
—No entiendo este cambio tuyo.
—No hay nada que entender, Susana, lo traigo a cenar y te devuelvo a tu nieto.
—¿Y a qué hora?
—Después de cenar, no sé...
—Tomás se acuesta temprano...
—Cuando le agarre sueño...
—Pero se tiene que bañar...
—Lo baño yo.
—¿Vos?
—Susana, una cosa más...
—Decime, Celina.
—¿A qué hora sale a la tarde?
—¿Qué pasa, Arrechea, que insistís tanto con el teléfono? Estoy yendo para el colegio a buscar a Tomás.
—No me putees, Diva, que te estoy haciendo un favor. Llamó un tipo, dice que es un veterano del Crucero Belgrano. Que te comuniques con él rápido, no sé, debe tener que ver con tu último desquicio.
—¿Te dejó el celular?
—No. Me dijo que lo adivines vos.
—No me jodas, Arrechea...
—¿Decime si adivinar un teléfono no es más fácil que encontrar a alguien que no sabés ni siquiera si existe?
—Dale, pasame el número por mensaje que estoy en la calle.
Para cuando llegó el mensaje de Arrechea, señora, yo estaba en la puerta del colegio, rodeada de madres que charlaban en grupitos y, de tanto en tanto, me miraban por lo bajo. ¿Que no sea paranoica, mujer, me dice? Le aseguro que era así, ¿o usted cree que la abuela de Tomás no habrá contado nuestra historia, que no habré estado en la boca de cada una de esas mamás, que ahora miraban a la loca que había abandonado a su bebé? Me apoyé contra la pared, seguro como un gesto inconsciente de cuidarme la espalda, y me oculté en el mensaje de Arrechea. Era un número con característica del interior, aunque no tenía idea de a qué ciudad pertenecía. Después fingí interés leyendo mensajes más antiguos, como una trinchera contra las miradas, pero fue en vano, porque de pronto dos mujeres se me acercaron, que las disculpara, yo era la mamá de Tomás, ¿no?, querían saber si le había pasado algo a Susana, era la primera vez que no estaba en la puerta en ese día y se preocuparon, que las disculpara de nuevo. Le dije que ella estaba bien y se quedaron delante de mí, esperando que les explicara qué hacía yo ocupando su lugar; parecían desconcertadas, pero todo terminó de una manera impensada para mí y seguro también para ellas. Los de primer grado, señora, salen unos minutos antes que el resto porque son los más chiquitos, así que cuando se abrieron las puertas y aparecieron los enanos de uniformes y mochila, para Tomás fue fácil descubrirme al lado de las otras dos madres que seguían más atentas al monstruo que acababan de conocer que a sus hijos. ¿Qué hizo el niño cuando me vio, señora? Créame que se le iluminó la cara, correr esos metros y alcanzarme el cuello con sus brazos, la cara estallada de alegría, eso hizo Tomás, salió del agua, corrió por la playa y se aferró a mí con todas sus fuerzas, ahora lo sé.
—Ustedes dos quédense acá a ver si llegan bien alto, que yo voy a buscar el postre sorpresa que les hice.
—No, quédese usted, doña Ana, no trabaje más.
—Mami, vení, tomá, poné este...
—Métale, Celina, que hay que llegar alto, dale Tomás, con cuidado y de a uno, todo de a poquito.
—Ma, ese, pone ese.
—Dale, Tomy, pasame el librito chiquito, el blanco.
Yo creo, señora, que doña Ana nos espió hasta que pudimos poner el último libro de la torre. Le di el ejemplar a Tomás, uno de un periodista amigo, Zafar de la crisis, una porquería que no leí, alcé al niño y él terminó la torre que era casi tan alta como yo; lo primero que habíamos hecho juntos, ¿se da cuenta, señora? Tomás sí pareció darse cuenta porque se me colgó del cuello y después me miró a los ojos, ya lo sé que es chico y entiende poco, pero en esa mirada oí cosas, no reclamos, no recriminaciones, oí algo parecido a un voto de confianza, algo que jamás había oído; está claro, señora, era la percepción de mí sobre mí, pero no salió de mi cabeza, sino de los ojos iluminados de Tomás. Un par de segundos después volvió doña Ana con un enorme postre de chocolate que puso en la mesa con tres cucharas. Hicimos el enchastre más rico de mi vida y mientras lo hacíamos doña Ana contaba que el postre se llamaba Juan Cruz, que lo habían inventado ella y su hijo para festejar cuando pasaba algo lindo, y que ahora estaban festejando esa torre de libros tan alta y el final de un día muy divertido.
—Está dormido.
—Tengo que despertarlo, doña Ana.
—¿Por qué, Celina? Déjelo acá y mañana lo lleva al colegio.
—Pero la abuela lo espera...
—Llámela, pobrecito, debe hacer frío afuera y está dormido.
—Dijiste que comían y lo traías, Celina.
—Pero se durmió.
—¿Cómo no se iba a dormir si son más de las once?
—Es que nos distrajimos jugando, Susana. Mañana lo llevo al colegio y vos lo pasás a buscar.
—Pero no es lo que habíamos quedado, él tiene su cama lista, como todas las noches, lo estoy esperando para irnos a dormir juntos.
—Pero ya se durmió...
—¿Qué estás buscando, Celina?
—¡Es una sola noche, Susana, mañana buscalo en el colegio!
—Tiene miedo, Celina, no se enoje con la abuela.
—¿Miedo de qué, doña Ana?
—Supongo que de quedarse sola. Vamos, lleve a Tomás a la cama y nosotras nos tomamos un mate cocido antes de irnos a dormir.
—Lo dejé y ni se dio cuenta. Está desmayado, pobre.
—Los chicos son así. Juan Cruz era igual. Jugaba, jugaba, jugaba, parecía incansable y de golpe caía rendido, sabe, así que seguro que ni se dio cuenta en la balsa, ¿no, Celina?, estoy segura de que fue el último en dormirse porque tenía la voluntad de Pancho, pero que cuando cedió ni se dio cuenta, eso es seguro, como si se hubiera apagado el cielo y listo. Ojalá que sí. ¿No, Celina? Tome un poco que me salió rico.
—Hoy me llamó alguien al diario, doña Ana, un veterano, dijo.
—Qué pena que usted no estuviera ¿no? ¿Qué habrá querido?
—Me dejó su número. Mañana lo voy a llamar...
—Sí, mejor mañana...
—Sí, mejor... Yo no me haría ilusiones, igual...
—Si no tuviera ilusiones, Celina... ¿qué quiere que le diga? Yo confío.
—Usted confía...
—Por supuesto, Celina, confío en usted, porque usted sabe.
—Doña Ana, yo no sé nada.
—Sí que sabe, Celina.
—¿Qué es lo que yo sé, doña Ana?
—Usted es periodista, Celina, sabe buscar y también sabe perder, porque ya sufrió, es joven, pero ya sufrió casi como una vieja.
—¿Usted cree, doña Ana?
—Oiga, ¿escucha la respiración de su hijito? Venga, vamos a verlo dormir.
—Pero está dormido...
—Me encanta ver dormir a los chicos, bueno, me encantaba verlo dormir a Juan Cruz. Pancho se enojaba porque no iba a la cama con él, pero yo no podía aguantarme las ganas de mirarlo un rato dormido. Venga. Mire.
—De bebé sí lo miraba. Me levantaba a la mitad de la noche y me paraba al lado de la cuna y el mundo se detenía hasta que le descubría la respiración. Me obsesionaba que respirara y que no tuviera frío.
—Mírelo ahora, está tranquilo, ¿no le parece, Celina, que está tranquilito, que no hay nada que lo moleste, ni frío ni nada?
Usted, señora, cree que doña Ana me insistió para que aquel martes buscara a Tomás con alguna doble intención. Lo noto por su mirada, señora; usted cree que trató de enfrentarme con mi hijo para comprometerme con su propia pérdida, para que no la abandone. Que sería comprensible, pobre mujer, que no habría habido nada malo en eso, que el niño estaría donde debería estar y yo comprendería mejor la necesidad de esa pobre anciana. Claro que hubiera sido comprensible, eso me dije yo más tarde, cuando las dos nos fuimos a dormir, yo en la cama grande, al lado de Tomás, tocándole el pelo, entibiada, sin miedos, y ella en su cama, bajo el cielo de estrellas adhesivas.
—Sabe, Celina, debo estar loca, anoche me acosté y de golpe vi como estrellas en el techo, debí soñar con Mar Calmo.
—Páseme una tostada, doña Ana. No, no está loca. Son de papel fosforescente, están pegadas. Las pusimos cuando nació Tomás. Antes brillaban muy fuerte, pero después fueron perdiendo el brillo y ahora casi ni se ven. En realidad, es raro que las notara.
—Traiga nuevas, señorita, así las volvemos a pegar...
—Tomás no se quería quedar en el colegio, ¿sabe? Se me prendió del cuello y me pedía volver a casa.
—Lo hubiera traído. ¿Quiere otra tostada?
—Dentro de un rato voy a llamar al veterano...
—Hable mientras yo le ordeno los cuartos.
—Yo lo hago, doña Ana, quédese desayunando.
—Usted hable, por favor, señorita, déjeme ordenar mientras tanto.
—¿Doña Ana?
—¿Qué?
—¿Le parece volver a pegar las estrellas?
—Claro que sí, traiga a Tomás y lo hacemos los tres.
—Voy a llamar al veterano, pero no se haga ilusiones.
—No puedo.