Capítulo 22

—¿A qué hora sale su colectivo, señorita?

—A las siete de la tarde, señora.

—Son las cinco, le queda un rato todavía.

—Sí. El capitán me dijo que tenía que salir pero que volvía para llevarme a la terminal.

—Fue a ver a Andrés. Un suboficial que quedó muy mal. Lo busca todas las tardes para llevarlo al parque a conversar sobre barcos. Al hombre le encanta y a mi marido le hace bien.

—Se nota que le gusta ayudar.

—Es un hombre que sufrió mucho, señorita, y su manera de salir fue esta, peleando acá lo que no pudo allá. Hace más de veinte años que siente que vive en deuda; no puede sacarse de encima la sensación de que no cumplió con su deber, que otros lo hicieron pero que él no, nunca pudo aceptar que no fue culpa suya.

—Algo me dijo, señora, que estuvo un tiempo mal después de la guerra, pero nada más.

—Es que no quiere molestar con sus cosas...

—Me interesa y tenemos tiempo, señora.

—Usted es periodista, señorita, y está bien que estas historias no se olviden, hay más de las que imagina. Cuando todo terminó y volvió a casa, Jorge era una sombra. Le juro que había estado más presente durante su ausencia. Llegó una mañana de junio, lo estábamos esperando los tres al lado de la puerta y apenas lo vi supe que no era el mismo; nos saludó a los chicos y a mí y se encerró en el cuarto de servicio. Lo oímos llorar durante varias horas, hasta que se quedó dormido. Los chicos no eran tan chicos, trece y quince, pero lloraban como si lo fueran. Es que el llanto de su padre atravesaba la puerta, demasiado desgarrador, una mezcla de insulto, sollozos, gritos (la batalla del mar de la tristeza, bautizamos con Jorge a esos años bastante después), así que llamé a mi madre para que se llevara a Martín y a Josefina hasta el día siguiente. Imaginé que entonces se sentiría mejor, que simplemente había explotado, que estaba sacando de sí toda la tensión que había contenido antes, y no quería someterlo a que sus hijos lo vieran en ese estado, pero pasó la noche, la mañana siguiente, llegó el mediodía y Jorge seguía sin dar señales de vida. Me asusté, le toqué la puerta, una, dos, tres veces, le pegué con todas mis fuerzas, gritándole, pero nada, ni siquiera podía oír su respiración. No sabía qué hacer, llamé a mi hermano, llegó enseguida asustado por mi voz, golpeó un par de veces, probó con el picaporte, hasta que decidió entrar por la fuerza. Mientras mi hermano rompía la cerradura, yo pensaba lo peor, ya casi como un hecho. Pero no. Jorge estaba acostado, mirando el techo, con los ojos colorados, y la cara surcada por hilos de lágrimas silenciosos. Giró la cabeza para mirarnos, regresó la vista al techo y estalló a llorar de nuevo. Gemía, bufaba, decía que no, que no, que no podía ser, que por favor no, e insultaba a todos y a nadie, como la tarde anterior. Me abalancé sobre la cama para abrazarlo, para que me hablara, me contara, siempre habíamos sido tan unidos, pero fue como abrazar a un muerto, Jorge seguía a miles de kilómetros de nosotros, en un sitio que yo no podía ni imaginar. Mi hermano me sacó del cuarto, que lo dejara un poco solo, lo necesitaba, y yo salí doblada por el dolor de ver lo que habían hecho con mi marido, señorita, pero con la esperanza de que fuera una cuestión de días, como me aseguraba mi hermano mientras me sostenía de la cintura. Pero el tiempo pasó y él seguía encerrado en ese cuarto y en sí mismo, comiendo nada, sin bañarse, estallando de tanto en tanto, pero sobre todo lejos de nosotros. Los chicos volvieron a la casa enseguida para cuidar al padre, entraban varias veces por día, pero él ni los miraba; yo me pasaba horas sentada a su lado, en silencio. Empezamos a temer que se quitara la vida. Pensamos en sacar de la casa todo lo que pudiera usar. Mi hermano se llevó las armas y me pidió que escondiera el resto de las cosas peligrosas. Le digo, señorita, una vez que se le mete en el cuerpo el miedo de perder a alguien todo se vuelve peligroso y hostil. Le pusimos doble cerradura a la cocina para evitar que alcanzara los cuchillos, saqué todos los adornos que pudieran convertirse en un trozo con filo, me llevé los remedios, los artículos de limpieza, pero nunca terminaba de pensar en un nuevo peligro; las ventanas de vidrio, por ejemplo, las sábanas pueden ser una soga, la electricidad, esta casa se convirtió para mí en una trampa mortal, en el terreno más peligroso del mundo. No había manera de limpiarla de riesgos, así que mi vida pasó por no dejarlo nunca solo, ni siquiera de noche, pero sabe, es imposible, no hay ningún peligro que supere al sueño, nada, así que durante meses me desperté a sofocones de pánico que me ahogaban hasta que lo veía allí, mirando el techo, ausente, perdido en su infierno, pero respirando, y esa imagen dejó de atormentarme para convertirse en un alivio. Para ese momento, ya teníamos un diagnóstico: Jorge sufría una depresión postraumática. Lo revisó un médico naval, un jovencito que vino a casa y nos derivó a un psiquiatra que también vino, lo miró, se encerró un minuto con él y salió con el diagnóstico, era muy común por aquellos días, dijo, y nos dejó una receta con psicofármacos y un tratamiento que consistía en la estupidez de descansar y hacer algo de ejercicio a la mañana. En un mes volvería a revisarlo para decidir si ya podía trabajar. ¿Usted se da cuenta, señorita? Nos habían enviado un psiquiatra a ver si Jorge fingía estar deprimido para no ir a trabajar. Y yo, como una estúpida, le pregunté si su vida corría peligro, porque en su estado temía lo peor. Me contestó con una mueca que hasta me pareció una media sonrisa. No creo, me dijo y salió. Volvimos a quedarnos solos, Jorge, los chicos y yo, viviendo la rutina del miedo, noches enteras de llanto y silencios insoportables; varias veces le grité que se dejara de estupideces, que estaba vivo, que volviera de una vez de esa guerra de porquería, pero nunca sirvió para nada. Me miraba un instante, me sacaba la atención y volvía a hundirse. Para fin de aquel año, Jorge seguía igual, viviendo en las orillas de la vida. Sin embargo, nunca había intentado lastimarse, así que en ese sentido nos fuimos relajando. Varios compañeros lo visitaban, marinos que también eran vecinos del barrio, pero los ignoraba y entonces dejaron de venir. El psiquiatra había vuelto en tres o cuatro oportunidades. La última nos había hablado distinto, con seriedad. Nos dijo que le firmaría una licencia médica por un año y que creía que era necesario internarlo porque no veía ningún avance y, aunque no nos quería asustar, esos cuadros eran muy graves cuando se hacían crónicos. Yo le confieso, señorita, que a esa altura estaba tan cansada de esperar un cambio mañana tras mañana, que había decidido que mi vida sería así y listo. Ojo, no me había resignado. Es que amo a mi marido y ese que estaba en casa era él, distinto, callado, golpeado, pero era él, me entiende; decidí agradecer que pudiera cuidarlo en vez de haberlo perdido en el fondo del mar o enterrado en un cementerio a miles de kilómetros como tantos otros. Si estaba triste, era cuestión de levantarle el ánimo, era mi deber y mi deseo. Así que hablé con los chicos y los dos me apoyaron en no intentar sacarlo de la casa. Me acuerdo que esa charla y la decisión de aceptar nuestra vida como nuestra vida nos hizo tan bien que sentimos que las cosas podían mejorar en cualquier momento. Y fue así. Yo no sé cuánto tiempo pasó exactamente, varios meses, seguro, pero en mi memoria es como si ambas cosas hubieran ocurrido una a continuación de la otra: la charla con los chicos, el timbre de la puerta y la aparición de Ríos. Buscaba al capitán Molina, por favor. Vino con su chiquito, que se le trepaba por el brazo como si fuera una soga colgada de una montaña. Porque el pobre Ríos era enorme, alto, ancho y fuerte, como mi puerta. Le dije que el capitán estaba descansando, me acuerdo, y él se quedó un instante callado, hasta que me pidió permiso para esperarlo afuera. Le aclaré que no creía que lo fuera a recibir, pero Ríos dijo que lo esperaría igual y gracias a Dios, señorita, se quedó allí afuera jugando con Agus, su nieto; sabe, lo adoramos con Jorge, un gran muchacho, ya es casi abogado. Como le digo, se quedó allí mismo, en la vereda, hasta que casi una hora después volvió a tocar el timbre para pedir un poco de agua para su nieto, si fuera tan amable, señora, me dijo, porque cuando llegaron a la ciudad se habían equivocado de colectivo y tuvieron que caminar como treinta cuadras y hacía un poco de calor para el nene. Dudé sin que se notara y lo hice pasar. Primero se negó, no quería incomodar, insistí y al final entró. Nos quedamos callados un ratito, pero enseguida Ríos me preguntó por Jorge, cómo andaba, había oído que estaba triste, muy triste, el capitán. Dicho de esa manera, casi me pongo a llorar, señorita. Porque era exactamente así. Para el psiquiatra, Jorge padecía depresión, pero la verdad era que mi marido se estaba hundiendo de tristeza; estaba triste, muy triste, como dijo Ríos. Le dije que sí y él dijo que había muchos, que él mismo había estado mal, pero por suerte un compañero suyo estaba peor y eso lo hizo salir para ayudarlo. Pero eran tantos los que necesitaban una mano que solo no podía y el capitán nunca le había sacado el cuerpo a un compañero y entonces pensó en organizar algo, porque había tanta gente sufriendo y nadie hacía nada. Le pregunté de dónde lo conocía a Jorge. Sonrió. Dijo que lo admiraba desde que estaba en los buzos tácticos y él era cabo. Entonces, señorita, no pude conmigo y le pregunté si tenía idea de qué le había pasado a mi marido en la guerra para estar tan mal. Me miró desde su enorme altura, con los ojos humedecidos, porque a Ríos le había quedado esa herida, los ojos se le inundaban con facilidad, y me dijo que le había pasado lo peor que le podía pasar a un hombre como el capitán Molina, me dijo que no le había pasado nada. Lo mismo que a él. Ni siquiera habían estado cerca. Sus órdenes siempre fueron esconderse, estar alejados, proteger los buques por si acaso los chilenos, esconder la cabeza a mil kilómetros de las Islas. Demasiado, estoy seguro, para el capitán, me dijo. Lo que pasó después, señorita, fue una bendición, una señal o pura suerte, piense lo que quiera, para mí fue la mano de Nuestra Señora Stella Maris. Mientras Ríos me hablaba, Agus se le había escabullido de entre las piernas, siempre fue inquieto, y sin que nos diéramos cuenta atravesó la cocina y llegó a la habitación de servicio justo en uno de los pocos momentos del día en que Jorge dejaba el cuarto para ir al baño. De pronto, vi a mi marido parado junto a la puerta mirando hacia abajo y a Agus señalándolo y riéndose y de pronto también Jorge sonrió, alzó al nieto de Ríos y le dijo, me acuerdo como si fuera hoy, señorita, ¿qué hace por acá, marinero? Entonces Ríos me pidió disculpas y se acercó a Jorge, que lo miró sorprendido. Capitán, le preguntó, ¿podemos hablar, por favor? Así de simple fue su recuperación. Hablaron en el cuarto, solos, y para cuando Ríos se despidió, alzó a Agus y salió por esa puerta, Jorge había encontrado cómo deshacerse del lastre de impotencia que lo mantenía hundido hacía casi un año. Creó la Casa del Veterano, que no era una casa para recibir a nadie, sino, como decía él, un hogar ambulante que buscaba a quienes lo necesitaban para darles calor, aliento, una manta, comida, un médico o un abrazo. Con Ríos se enteraban si alguien tenía problemas serios y, simplemente, lo iban a ver para ayudarlo; atravesaron el país no sé cuántas veces para ver a algún muchacho, porque en aquella época los chicos que habían vuelto de la guerra estaban solos y a la deriva, usted lo sabrá. Por eso también trataron de que se juntaran entre ellos, que se ayudaran, hacían reuniones para ponerlos en contacto. Dios sabe lo que no hicieron durante todos esos años, señorita, hasta que Ríos se enfermó y murió, cáncer, sabe, Jorge dijo que fue otra víctima de la guerra, que no pudo aguantar cuando se empezaron a topar con los suicidios; ese hombre gigante tenía energías para todo, no se da una idea, señorita, menos para aguantar que los veteranos se quitaran la vida, decía que no habían llegado a tiempo. Visitaba a las familias y cargaba el dolor de cada muerte como si fuera culpa suya y esa culpa le fue creciendo adentro porque los muchachos se mataban y se mataban. Jorge entendió que Ríos estaba muy mal y trató de alejarlo un poco del drama, pero ya era tarde. La enfermedad lo redujo a piel y huesos, ese gigante parecía de pronto un enorme árbol en otoño, y después se lo llevó en unos pocos meses. Querido Ríos. Para Jorge fue un golpe, pero siguió adelante. Habló con los padres de Agus, gente humilde reconcentrada en sobrevivir los tiempos económicos difíciles, y se hizo cargo de la educación del chico, porque lo que Ríos más quería en el mundo era a su nieto, que en aquel momento estaba en el secundario; soñaba con verlo recibido en la universidad. Después, Jorge siguió peleando por sus veteranos, hasta ahora, señorita.

—Espero haberla ayudado. Ojalá tengamos suerte. Cualquier cosa me llama. Suba que el colectivo ya arranca.

—Gracias por todo, capitán. Lo llamo. Saludos a su señora.