Capítulo 14
—VENGA, señorita Celina, entre. Debe estar congelada, ¿vio lo feo que se puso de nuevo? Acá en invierno es así, sol, viento, nubes y hay que meterse adentro rápido. ¿Le preparo algo? ¿Le prendo la radio? Yo nunca la escucho hasta que pasan los muertos, necrológicas, ¿sabe?, una costumbre, pero si quiere la enciendo.
—Estoy helada, doña Ana, prefiero bañarme.
—Le caliento el baño con la estufita, entonces. Mientras, descanse un rato.
—Hago una llamada a Buenos Aires y me meto a bañar...
—¿Entonces para qué me llamabas, Diva?
—Quiero que me averigües data sobre un político viejo, un peronista, algo tiene que haber en el archivo, el tipo hace mil años que da vueltas...
—¿Todavía no sacaste una pata y ya metés otra? Estás de vacaciones...
—Se llama Julio Régoli, un hombre grande, es intendente de un balneario, Mar Calmo. Dice que fue diputado provincial, no sé, fijate, nada en particular, un poco de data nada más. ¿Me llamás?
—¿Cuándo volvés a Buenos Aires, Diva? Me pica tu amigo.
—No sé, Arrechea, decile a mi amigo que se la banque. Beso.
—¿Estaba bien el baño?, ¿el agua salió caliente?, a veces el calefón no anda tan bien...
—Me bañé bárbaro, doña Ana, no se preocupe.
—¿Le gustó el pueblo? Cambió mucho, sabe. A veces pienso que si lo viera Juan Cruz no lo reconocería y Pancho, menos.
—Estuve con un amigo suyo.
—Yo no tengo amigos ya, señorita, o se murieron o se fueron.
—El hombre del bar...
—Ah, Arévalo, pobre Arévalo. Pescaba con Pancho y lo ayudó a Juan Cruz, pero ya casi no sale del bar. Antes venía y a mí me daba vergüenza que pensaran mal, pero nunca se me insinuó ni nada, un caballero. Ahora dicen que se volvió loco de viejo, que habla incoherencias, mire usted meterse en el bar de Arévalo...
La casa del intendente, señora, era un hogar como cualquier otro en la Argentina. El hombre me pasó a buscar en su camioneta con una sonrisa que se me hizo franca, suba, venga, que hace frío, la mujer, en la casa, un placer, señorita, ¡qué gusto!, sencilla, bien vestida, cariñosa y el muchacho que antes había visto con recelo hablando con obreros en un edificio en construcción me pareció más chico, sentado en un escritorio al abrigo de un hogar a leña, navegando en internet o jugando videojuegos. Le digo esto, señora, porque el contraste con la casa de doña Ana, el contraste con doña Ana, si quiere, fue demasiado fuerte para no golpearme como una ola de realidad. Mientras en la casa de la playa ella convivía y alimentaba fantasmas, muertos vivientes y recuerdos que no me dejaban dormir, acá había gente, personas de mi mundo, y en consecuencia me sentí a gusto casi enseguida, a gusto en el lugar, y conmigo, porque de alguna manera tuve la sensación de haber recuperado una mirada cuerda de las cosas.
—Qué le gustaría comer hoy a la noche, señorita?
—Perdóneme, doña Ana, le tendría que haber avisado apenas llegué. Me invitó el intendente a su casa. Me pareció buena idea seguir conversando con él. Tal vez sale algo, ¿no? Él conoce las historias de todo el mundo acá, ¿no le parece? Hoy estuve en la Municipalidad y no se acordaba mucho, pero quizás durante una charla más relajada...
—A mí ese hombre no me gusta, me da desconfianza, pero son cosas de vieja, ¿no, señorita Celina?
—Los políticos le dan miedo a todo el mundo, doña Ana, no se preocupe, yo estoy acostumbrada.
Usted, señora, me dice que le parece extraño que me sienta a gusto con un político argentino después de todo lo que vio en la televisión, después de que se robaron nuestro país. ¿Que no habla bien de mí, mujer? ¿Que nosotros los argentinos no tenemos remedio? Es cierto y no lo es al mismo tiempo. Somos como la costanera en Mar Calmo, una sucesión de excepciones, cada uno de nosotros corrió su propia línea un poco más allá, un poco más adentro, un poco más cerca, pero, ojo, por excepción. El resultado es que la costanera de Mar Calmo está construida donde no se puede, no por una gran transgresión a la ley, sino por muchas pequeñas, casi imperceptibles, excepciones y, le aseguro, la enorme mayoría de los propietarios de esos departamentos, pisos, como dicen acá, no cree que esté en falta, ni siquiera lo piensa y si no lo piensa de él, tampoco puede hacerlo del vecino y mucho menos del funcionario que dio esa excepción. Es más, nunca se pregunta por qué lo hizo, total es una pequeña excepción a una ley que sigue allí, como todas las leyes, para ser respetada, en todo lugar y momento, salvo, claro, durante esos dos meses del verano de Mar Calmo. No somos tan malos, apenas vivimos empujando un poquito las líneas, pensando que no le hacemos mal a nadie. Mi línea está corrida, soy consciente, fui a comer a lo de ese hombre. ¿Sospechando? No, ni siquiera. Con la certeza de que en muchas de las miles de maneras posibles no era trigo limpio, como no lo es ninguno, ¿tanto como ninguno, mujer? Así se lo digo, ninguno dejó la línea en su lugar, empujaron y empujaron, se lo puedo asegurar, pero muchos de nosotros también y eso no nos hace tan malos. ¿Que alguien tuvo que haber sido el primero? Claro, pero le aseguro que yo no fui, soy parte del sistema por adaptación, supongo. Me pregunta por las miles de doñas Ana, que ellas también viven allí y no cree que hayan empujado nada, más bien las empujaron a un pozo. No sé, no creo que cuenten, son millones parados al margen incluso de las líneas que se corren, son la gente de los bordes, de la playa. Son, como le decía hace un rato sobre los héroes de guerra, cruces blancas en cementerios militares, la generalidad, lo que sirve de escenario, están ahí, los usan para justificarse, son los héroes vivos, todos el mismo héroe vivo.
—Voy, veo si puedo averiguar algo y vuelvo. ¿Sí? Y si el intendente no me dice nada, ¿capaz tendríamos que buscar al Tucumano amigo de Juan Cruz, doña Ana? ¿Está vivo? Quizás Juan Cruz le contó algo. En el diario parecen muy unidos.
—Yo quise buscarlo, señorita, pero me convencieron de que si estuviera vivo habría venido a conocerme si era tan amigo de Juan Cruz, y la verdad, me pareció que sí...
—Hay que ver. Por ahí tenemos suerte, doña Ana. Ahora cambie esa cara que me hace sentir culpable por irme. Hablemos un rato, cuénteme algo, lo que quiera, sobre Juan Cruz, tenemos bastante tiempo...
—El día que se fue a hacer la colimba, sabe, estaba contento. A otros que les había tocado protestaban, pero él estaba contento, porque nunca se enojaba por nada. Fuimos juntos a la terminal, él iba con el bolso al hombro y yo tratando de que no me viera triste. Le divertía salir del pueblo, aunque sabía por amigos que los bailaban mucho en la conscripción, que andaban corriendo a la mañana, que salto de rana y qué sé yo qué otra cosa, pero igual estaba contento. Se fue con el pelo largo, como le gustaba, largo y despeinado, como el barullo del mar con viento sur, decía, se subió al colectivo, me tiró un beso desde la ventanilla y se fue para Punta Alta; a los dos meses salió de franco, tres días, era pleno verano y cayó rapado, parecía un nene, vestido de marinero, flaco y rapadito. Usted vio la foto. Nos reíamos de él con los amigos. Eran como cinco que se instalaron acá. Comían de día y salían de noche. Iban y venían, yo cocinaba y ellos ni dormían. A Juan Cruz lo cargaban con alguien y él, como siempre, se reía de todo, pero nada más. La noche antes de volver al servicio se acostó conmigo un rato y me dijo que ahora venía lo mejor, porque el campito había terminado y a él le había tocado ir al Crucero Belgrano, que era un barco tremendo para navegar y así, si seguía en el mar, se iba a sentir como en casa. Me lo dijo para hacerme bien, porque sabía que yo lo extrañaba y él a mí no, no en el buen sentido, ¿me entiende? No me extrañaba porque era un chico haciendo algo nuevo; no por malo o desamorado. A la mañana me levanté primero, le hice un café con leche, le preparé tostadas, él llegó de la calle medio alegrón, le brillaban los ojitos, porque apenas me dormí salió al baile, no se vaya a creer, comió, se puso la ropa de marinero y se tomó el colectivo contento, aunque debe haberse dormido antes de salir a la ruta, estaba rendido el pobre.
—¿No le parece un loquero Buenos Aires, querida? Acá, tal vez sea demasiado tranquilo, pero allá no podría vivir. Ni a La Plata podría volver a esta altura, querida. Con todo lo que se ve por la televisión me da mucho miedo. Me imagino sufriendo todas las noches por Santiago, me moriría de insomnio. ¿Le sirvo más pollo?
—Mamá...
—Para Elsa, señorita Figueroa, ¿puedo llamarla Celina, mejor?, para Elsa, Celina, Santiago no creció. Es el día de hoy que no puede dormir si su nene no está adentro. ¿Yo sí quiero un poco más de pollo? ¿Vos, Santiaguito, bebé de su mamá?
—Te das cuenta lo que hay que aguantar por seguir viviendo acá. Pero bueno, están viejos y hay que cuidarlos. No digas nada, pero hay cosas que ya no pueden hacer solos, no sé si me entendés.
—Pero vos estudiaste afuera, me imagino.
—Ingeniería civil, en Bahía Blanca.
—¿Y naciste acá, en Mar Calmo?
—En Bahía Blanca. Santiago nació en Bahía Blanca. Yo era intendente, pero Elsa tuvo un embarazo complicado desde el principio y se fue allá durante unos meses para estar más seguros.
—Sí, a Bahía Blanca... casi un año.
—Sabe, nos costó tener a este desagradecido. Años buscando para que ahora nos trate de viejos. Pero, bueno... así son los hijos. Después dejé la intendencia con los radicales y los tres nos fuimos a La Plata. En el 83 me eligieron diputado provincial y allá nos quedamos hasta que pasó lo que le conté en el despacho, tuve que volver para campear la crisis. ¿Y usted, Celina?
No me gusta hablar de mí, señora, excepto que tenga un motivo, como ahora, que tengo que ganarme su confianza; no me mire así, que es por una buena causa. Además, ¿qué podía contestar a esa pregunta? Una mujer abandonada, que a su vez abandonó a su hijo, una periodista sin prejuicios, amante sin amigos, ¿qué sé yo? No tengo la menor idea de qué es de mí, sabe, ese es el principal convencimiento de mi existencia. Floto a la deriva, con rutinas, es cierto, pero sin horizonte. Respondí lo único que me pareció incuestionable.
—Yo vivo en Buenos Aires como puedo.
—Es lo que hacemos todos, ¿no cree? Yo, Santiago, Elsa, Mar Calmo, el país... vivir como se pueda, ¿no? Sobrevivir, que no es fácil.
—El viejo se puso filosófico, así que yo los dejo, tengo que salir un rato. Un placer, Celina. Chau, mamá.
—¿No vas a comer el postre?
—No llego, vieja, es noche de cartas.
—Abrigate.
—Sí, nene, abrigate... y ¡ganá!
—Un placer, Santiago.
—Nos vemos.
—Me quedé, señorita, en el andén hasta que salió el colectivo otra vez para Punta Alta, con la mano levantada, y después me sentí una tonta porque me imaginé que Juan Cruz ya se habría dormido de lo cansado que estaba. Tengo la imagen de él recostado en el asiento del colectivo, abrazado a su bolsa, con los ojitos cerrados... aunque a veces creo que ese recuerdo no es de aquel día sino que se me vino cuando me contaron que uno se muere de frío, cómo se duerme, sin sufrir, puro cansancio y falta de fuerzas.
me da sueño
el capitán ya está helado Campechano me mira a los ojos está por dormirse, y no me animo a hablarle por si no me contesta quiero cerrar los ojos, pero no quiero este mar está tan calmo
—Esa bocina debe ser el intendente. Doña Ana, vaya a dormir que yo veo si me entero de algo. ¿Se siente bien?
—Vaya a cenar, señorita, no se preocupe, abríguese.
—La pasé muy bien, Elsa, gracias por invitarme, Julio.
—¿Está segura de que no quiere quedarse en casa? Esa casucha debe estar helada.
—¡Julio!, que esa pobre mujer la está esperando... Usted no sabe, Celina, la pena que me da esa pobre mujer. La soledad, la espera, la ilusión, tantos golpes para una anciana. Julio dice que no hace otra cosa que hablar mal de nosotros, pero...
—Elsa, ya te dije, hice lo que pude pero no quiere que nadie la ayude.
—No la conozco mucho, pero me parece que Elsa tiene razón. Doña Ana es una buena mujer, se agarra de lo que puede. La ilusión de un nieto que reemplace a su hijo le da fuerzas para seguir un poco más. Está muy sola.
—¡Pero ese nieto no existe! ¡Alguien tiene que metérselo de una vez en la cabeza para que deje de convencer a la gente de las barbaridades que...!
—¡Julio! ¡Es una pobre mujer!
—¡Y yo hice lo que pude, mierda!
—Tome su abrigo, Celina, y póngaselo que hace frío. Yo me voy para adentro. Fue un placer, querida. Un segundito, se olvida la cartera, tome, espero que nos volvamos a ver.
Cuando volví a la casucha de la playa me pareció todo mucho más fuera de lugar, más desquiciado, incluso, que antes, señora. Y se debe imaginar lo que sentí cuando abrí la puerta y me encontré a doña Ana, toda revuelta como una ola, cuerpo y ropa, con los ojos idos, entre dormida y ausente, ínfima, mirándome casi de costado, preguntándome si yo era como ellos, ellos, ellos, los que se llevaron a su nieto, la misma forma de ver las cosas que el viejo Arévalo, ellos, los que quieren tirar todo abajo, ellos, sin nombres, sin caras, sin existencia. Le pedí a doña Ana que se fuera a dormir y reaccionó como un chico, sí, sí, me dijo, dio media vuelta y volvió a su cama con pasos cortitos, acariciando las paredes como si caminara con los ojos cerrados, mientras yo pensaba que “ellos”, para estos ancianos, era una explicación al tiempo que los dejaba atrás, a la vida que ya no tenían, al hijo muerto, al nieto inventado, una explicación a la rudeza con que veían que nada de aquello iba a volver por más que vivieran en guerra con ellos. Pensaba estas cosas, señora, cuando busqué en mi cartera el teléfono para ponerlo a cargar y, sobre todo, para programar la alarma temprano, así podría despedirme bien de doña Ana y buscar la forma de volver a Buenos Aires porque ya no le veía ningún sentido a seguir en aquel lugar, ¿me entiende? ¿Cómo si la entiendo, mujer?, pues claro que sí. No, le digo si entiende el golpe que fue encontrarme con ese papel en la cartera, tan doblado, tan apretado como un secreto que da pánico. Lo abrí porque era extraño, porque sin duda no era mío. Era blanco, una hoja de impresora A4 común, y en el medio, con birome azul, con letra prolija, redonda, esmerada, decía: “Por favor, encuentre al chico”.