Capítulo 2

ME imagino que se está preguntando por qué me abrió la puerta. Es lógico, una desconocida llega a su casa, le dice que es argentina, que tiene que hablarle sobre su hijo, pero le cuenta una historia que tiene que ver con personas que usted ni conoce. Pero déjeme seguir y al final decida lo que le parezca. Le prometo que va a quedar en sus manos. ¿Que usted no dijo nada, que todo corre por cuenta mía, que por usted puedo seguir contando lo que tenga para contarle? Vale, como dicen aquí.

En Buenos Aires le tengo pánico a la noche de los jueves, señora. Es inevitable, siempre vuelvo a sentirme a la deriva, como si el frío del abandono regresara a mi departamento cada jueves por la noche. No hay puerta ni ventana que lo detenga, de pronto estoy sola, en la cama, abrazándome las piernas, helada, esperando que llegue el día a rescatarme. Apenas devuelvo a Tomás a la casa de su abuela empiezo a temer lo que viene, jamás falla. Se pregunta por qué los jueves no salgo para distraerme. La vez que lo hice, señora, sentí que estaba evitando algo que merezco y estuve mal toda la semana, consumida por un sentimiento de culpa que casi me enferma. El día que la mujer vino a verme y me dejó el cuaderno era un jueves. Salí temprano del diario para buscar a Tomás. Como siempre, lo llevo a un shopping. Cumplió seis y le gusta hablar, pero todavía es chico así que habla en un solo sentido, no pregunta. Casi siempre nos sentamos en un McDonald’s. Yo lo miro y escucho lo que me dice sobre sus amigos, la abuela, la tele o lo que fuera. La mayor parte del tiempo estoy inquieta, sé que de un momento a otro me va a preguntar por qué no estoy con él. Otras veces pienso que ya lo sabe y habla tanto para disimular. Una vez leí que es común que uno crea que los hijos son capaces de leerle la cabeza a uno. Ojalá sea un mito, porque mientras estoy con él no puedo dejar de pensar en que mejor nunca hubiera nacido. Lo quiero, claro, pero Tomás hace que yo sienta lástima de mí. Es como un testigo que me recuerda dónde estoy y que, encima, me obliga a seguir pensándome, señora. Ese jueves era idéntico a todos los otros. Terminamos en McDonald’s, estuvimos un rato en los juegos electrónicos y tomamos un taxi. Me despedí con un beso, Tomás abrazó a su abuela, desapareció detrás de la puerta y yo me hundí por el ascensor hasta el fondo del edificio. Entré a mi departamento cerca de las nueve y, como siempre, sentí más frío que afuera. Me duché y me metí en la cama, cuando miré el reloj (el tiempo se estira los jueves), señora, recién era la una.

En mi cuarto hay estrellas, de las que son adhesivas, fosforescentes. Las pegamos con Joaquín cuando nació Tomás. En realidad, primero llenamos el techo de su habitación, pero nos sobraron. Entonces buscamos en uno de esos sitios de astronomía de internet cómo era el cielo de Buenos Aires el día que nos conocimos y tratamos de copiarlo, nos llevó mucho tiempo. Allí quedaron. Yo jamás les presto atención, excepto los jueves. Las veo brillar y me hacen imaginar con más fuerza que estoy acostada a la intemperie, en medio de la nada, bajo un cielo helado. Después pierden brillo y es como si yo fuera desvaneciéndome. Trato de dejarme llevar, pero al final termino igual de consciente, envuelta en una noche cerrada, sin cielo ni horizonte. Entonces me levanto y empiezo a dar vueltas por el departamento. Lo usual es que vaya de acá para allá, me prepare café, encienda el televisor, lo apague, lea algo, vuelva a pararme, hasta que me acuesto en la cama de Tomás y allí termino de dormirme, abrazada a mí misma, cuando la madrugada se filtra por la persiana.

Aquel jueves fue distinto. Algo me templó un poco. No duró demasiado, pero la sensación de tibieza que me recorrió hizo que sintiera curiosidad sobre mí. Fue una casualidad. Si esa ráfaga no hubiera golpeado la persiana del living yo habría seguido mi rutina y al día siguiente habría vuelto a la normalidad de mi vida, habiendo pasado otro jueves. Pero el sacudón de viento frío que siguió al momento en que apagué el televisor detuvo el proceso lo suficiente para que le prestara atención a la bolsa sobre la mesa del comedor, al lado de mi cartera. Tuve que hacer un breve esfuerzo de memoria para recordar de qué se trataba. Fui incapaz de entender cómo terminó en mi departamento, no había una sola razón para no haberlo abandonado entre los papeles de mi escritorio. Pero estaba ahí como si el viento helado lo hubiera traído a mi madrugada de insomnio. No sé si alguna vez usted sufrió de insomnio, señora, pero una se agarra de cualquier cosa que la mantenga a flote sobre la falta de expectativas. Así que saqué el cuaderno y me lo llevé a la cama de Tomás. Era uno de esos cuadernos de escuela. Estaba amarillo, con las hojas dobladas, resecas y la tapa sin ningún color. Encendí la lámpara. Simula ser un barco y da una luz un poco celeste, así que apenas podía distinguir la pequeña letra escrita con birome. Abandoné el intento de comenzar por el principio y me puse a hojearlo. Hasta un poco más de la mitad estaba redactado con prolijidad, un renglón tras otro. Luego, los párrafos comenzaban a espaciarse y también las letras. Eran como olas, aparecían y desaparecían. Después, varias páginas donde solo había anotaciones sueltas que daban la sensación de haber sido hechas con mucho esfuerzo, como escriben los chicos en primer grado. Me detuve en esos párrafos aislados. Eran más fáciles de leer. Igual tuve que acercar el cuaderno al velador. La luz dio sobre uno al azar. Decía: mi amor, los tres nos abrazamos. Me olvidé del frío. Seguí revisando el diario, pero aquella frase fue el comienzo de todo. Me hizo revivir el calor del contacto humano, sentirlo por un instante, como un recuerdo que me tomó el cuerpo. Me dormí desorientada, tratando de reconocerme en la sensación de tibieza que me había asaltado. A la mañana, el cuaderno estaba en la cama y la curiosidad sobre lo que me había ocurrido todavía daba vueltas en mi cabeza. Pensé que era la reminiscencia de un sueño, que desaparecería apenas pisara la calle, pero no. Me acompañó en el camino hasta el diario y siguió conmigo durante todo el día. Lo último que hice aquella tarde fue buscar entre las páginas del cuaderno algún número para llamar a la mujer. Quería devolvérselo. Aquella sensación había sido agradable mientras duró, pero en forma de recuerdo me dejaba más a la intemperie que antes. No pude encontrar nada. Para sacarme a la mujer de encima, le había dicho que me llamara en una semana. Es una paradoja, pero mi falta de sensibilidad terminó siendo mi tabla de salvación.