Capítulo 26
—ACÁ estaba la casa de doña Ana.
—¿En el medio de la playa?
—Sí, con un ventanal que daba al mar.
—Me imagino lo que jodería. Bien quemada está, Diva. ¡Mirá qué playa para cagarla con un rancho! Vamos al auto que me estoy congelando, el viento este te mata.
La casa de doña Ana fue una metáfora incómoda, señora, se lo aseguro, de lo que está fuera de lugar, de lo que sobra, de lo que hay que hacer a un lado, y no hablo de doña Ana, ni de los veteranos de guerra, señora, hablo de mí y de Tomás. O él o yo no encajamos, nos impedimos mutuamente el paso. Yo levanto una historia delante de su vida que no lo va a dejar avanzar cuando sea un poco mayor y él hace lo mismo conmigo. Su existencia me quita perspectiva, aunque sea la perspectiva desolada de una playa en invierno. Sin mí, él podría caminar su vida de punta a punta sin más escollos que su propia voluntad ni más pasado que sus huellas. Sin embargo, en un punto me va a ver como lo que soy, algo a superar, a rodear, a buscarle la vuelta para dejarlo atrás, y quizá lo consiga o quizá no y quede allí pisoteando sus propios rastros a mi alrededor. ¿Y sabe por qué? Nadie me apartó del medio. En su caso, el pobre no hace nada, no pidió estar donde está parado con respecto a mí. Soy yo quien lo pone adelante como algo insuperable por lo que representa, mi propio abandono; pero sé que jamás lo rodearía, es el amor más incómodo del mundo, señora, el más paralizante, el más culposo, el que me recuerda lo que soy, ya se lo dije; pero jamás lo alejaría del todo, entiéndame bien, por favor, porque no soy lo mismo; aunque usted llegue a pensarlo, no soy lo mismo que ellos.
—Si tenés frío, poné la calefacción, Arrechea, y vamos por acá a la Municipalidad.
—Antes de pelearte, esperá a que nos ofrezcan algo caliente.
—Ese era el bar donde encontré al viejo muerto, ¿te acordás que hablamos? Yo estaba parada ahí y Arévalo estaba adentro, tirado en el suelo. Fue como con la casa de doña Ana. En media hora lo cargaron en un patrullero y se lo llevaron. Ni rastros.
—Como debe ser, Diva, a lo viejo, fuego. Ya nos va a tocar. Eso o el exilio, donde deben ir los ancianos y los locos.
—No se preocupe, señor, ladran para avisar, aunque no ladran nunca porque no andan ni fantasmas por acá.
—Dale, Arrechea, que parecés un maricón petrificado. Caminá conmigo.
—¿Me dice que los manda el capitán Molina?
—¿Belisario?
—No, señorita, él está adentro con el mate y sus diarios. Yo soy el Otro. Así nos dicen. Somos Uno y el Otro. Pasen. ¿Quieren un vinito? Parece que se quedaron en la huella. Después los sacamos con los caballos. Tomen algo, métanle que el tirón de a pie es largo. ¿Seguro no quieren un vinito?
El rancho, señora, era apenas un cuadrado con piso de tierra, una cocina a leña, una mesa, sillas, dos faroles colgados; lo cruzaba un alambre de donde colgaba una sábana vieja para dividir. Olía a humo y a alcohol de quemar y constantemente se oía el viento golpear los eucaliptos que crujían y silbaban, una sensación rara de vastedad o soledad, señora. El Otro nos invitó a sentarnos, señaló la sábana e hizo girar el dedo índice cerca de la sien para decir que allí estaba el loco de Belisario, Uno. ¿Habla?, pregunté en voz baja; me respondió que pasara nomás, dependía de qué; hablaba o se quedaba como un muerto mirando el techo. Aparté la sábana, había dos catres contra el rincón puestos en ele. Belisario estaba tirado en uno, los ojos perdidos hacia arriba, papeles sobre el estómago, la pared atiborrada de recortes de la guerra: viejas fotos, conscriptos abrazados, el Crucero Belgrano, el hundimiento, soldados en las Islas caminando en fila, tirados en cuevas de zorro, cadáveres, Puerto Argentino, el cementerio de Darwin, sus cruces blancas, una bandera argentina izada. La guerra en un collage caótico, y en medio de esa pegatina, varias fotos de Juan Cruz, las que salieron en los diarios en enero de este año, Juan Cruz de marinero, Juan Cruz nene jugando a la pelota, Juan Cruz pescador de Mar Calmo, Juan Cruz entre sus amigos, Juan Cruz con chicas y chicos abrazados en el colegio. Con esas fotos se abrigaba el Tucumano, el que se mareaba, el que extrañaba las empanadas, el que vomitó arriba del suboficial para risa de Juan Cruz, el que tuvo más suerte que muchos, el que, sin embargo, en todos estos años nunca pudo abandonar el buque porque, como dijo el capitán Molina, antes tenía que encontrar a sus compañeros que no estaban en ningún lado y Belisario, señora, no los iba a abandonar. De chico ese pobre tucumano había andado demasiado tiempo solo como para perderlo todo en la cubierta de un buque condenado. Así, señora, el capitán Molina se imaginaba la cabeza de Belisario. Una historia que el marino había armado observando al muchacho, oyendo sus desvaríos o sus recuerdos, que no lo soltaban, que lo acompañaban siempre en presente, siempre ocurriendo. ¿Quién no está atrapado en algún pasado, me dice? Tiene razón, señora, lo mismo pensé yo. No hace falta mucho para que una parte de nuestra vida nos atrape para siempre como una tormenta. Debe ser una cuestión de proporciones, poder seguir o quedar detenido. Belisario estaba cubierto por esos meses en el Crucero; él mismo se había echado todo aquello encima, no había podido dejar nada en el mar; no porque sintiera culpa, creía Molina, eso le había pasado a él, que no pudo ni siquiera estar allí cuando sus compañeros combatían, sino porque el punto final fue demasiado repentino o brutal. Molina nunca pudo saber qué pasó con Belisario una vez que el buque recibió los torpedos. El muchacho no tiene memoria de esos momentos, como si no hubieran ocurrido en su vida, su pasado-presente termina antes, por eso buscó durante tanto tiempo, porque no recuerda que hubo un final; para él fue apenas un cambio incompresible de escenario. Como lo ve Molina, de pronto estaba en un sitio y de la nada apareció en otro, de nuevo solo, rodeado de perros, aunque Belisario sabe que no soñó lo otro, que hay un buque, un Juan Cruz, muchachos, su lugar, tareas, vómitos, risas. Lo supo siempre y las fotos que luego le mostró Molina se lo confirmaron; él ve en ellas lo que tiene en la cabeza, lo asientan sobre sus convicciones de que la realidad que buscó existe. ¿Entonces por qué se detuvo en ese rancho, en vez de seguir tras sus desvaríos, me pregunta? Molina dice que se cansó, como si fuera un anciano, se entregó, aceptó que ese presente ya le es ajeno, que corre irremediablemente en paralelo, como alguien que ya no quiere luchar más contra una incapacidad, y se acomodó junto al policía para no estar solo, ahora sí, a vivir de recuerdos que para él son muy próximos porque su búsqueda fue en presente, por eso recuerda tan bien todo aquello, porque para él pasó mucho menos tiempo que para el resto, según Molina.
—Diva, ¿nos podemos ir? Tengo mate y barro hasta el cuello y el olor a vino ya me mamó.
—¿Y el Otro?
—Fue a ensillar dos caballos para llevarnos hasta el auto. ¿Te dijo algo, el loco?
—Creo que me dijo todo, Arrechea. ¿Cómo no lo vi antes?
—Buenísimo, pero vamos rápido, antes de que el Otro se arrepienta y me siga cebando mate. Después me contás.
—Ahí. Pará enfrente de la Municipalidad. Voy a ver si está abierto, si todavía hay gente. Ya vuelvo.
—¿Te acordás de mí? Esperame, por favor. No te vayas, necesito hablar con vos.
—Estoy limpiando, señorita, no puedo.
—Por favor, tengo que hablar, es muy importante.
—No puedo, no puedo.
—Quedate tranquila.
—No puedo. ¡Usted no entiende!
Belén tenía razón, señora, yo no entendía. En el rancho, Belisario la había nombrado a ella, la Belén de Juan Cruz, su noviecita, la que lo esperaba con sorpresa, la mamita linda del Juanchi, la nombró como a uno más de sus recuerdos, ¿que dónde estarían todos?, el tute, las charlas, Pato, el pibito, el mar, el capitán que los cuidaba, el frío, el mareo, ¡qué feo el mareo!; después, la descubrí jovencita como parte del grupo de Juan Cruz en una de las fotos de la pared; en realidad creí descubrirla, animada por el nombre que había dicho Belisario; una asociación que pudo ser antojadiza, la voluntad de apoyar la hipótesis que emergió en mi cabeza como la balsa en la Antártida; la Belén que yo había conocido estaba muy atravesada por los años. Pero igual me dije ¡cómo no lo había pensado!, había estado con mi cartera, tenía la misma edad de Juan Cruz, vivía allí, ¿quién más pudo haber puesto aquel papel, quién más pudo haberme pedido que buscara al chico? Incluso yo misma encontré la respuesta a mi supuesta ceguera. Yo buscaba a un bebé o a una adolescente con un bebé, buscaba en presente, como recordaba Belisario. No, claro, en el grado de confusión en que vivía ese pobre muchacho, pero sí en la forma de asociar pensamientos. De la misma manera en que nunca pensé en Juan Cruz como un hombre, tampoco pensé en su novia como una mujer adulta ni en su hijo como un muchacho. Esa fue la excusa que me di para responderme cómo no había pensado en Belén, una excusa que, a su vez, me sirvió para asentarme más en mi razón. ¿Por qué en su momento Belén no me habló directamente? Eso lo había resuelto de entrada, señora, cuando vi el papel doblado tantas veces: por miedo, ¿miedo a qué?, no lo sabía, pero que esa mujer tenía miedo era un hecho. Otra razón para creerme a mí misma, ¿se da cuenta? Claro que se da cuenta de mi error. Usted lo cometió durante años, ya lo sé, aunque no fue en vano, gracias a su error pude encontrarlos, ¿también lo sabe, no? De todas formas, no se preocupe, usted siempre será quien decida, créame.
—Y, Diva, ¿encontraste a alguien? Ya nos podemos ir de este pueblo.
—Salió corriendo, Arrechea.
—Yo quiero salir corriendo de acá. ¡Dale, vamos o me deprimo para siempre! Además, tenemos que volver a arreglar el quilombo que armaste, ¿no sé si te acordás?
—Salió corriendo por el pasillo como si le fuera la vida en eso, Arrechea. Ni me dejó acercarme. Dale, arrancá, seguí por esta hasta la playa y agarrá la costanera a la derecha.
En esas cuadras de viaje, señora, yo pensaba lo peor. Quería no haberme cruzado nunca con doña Ana. Belén, casi una nena, sola, avergonzada frente a todos, con un mar a su disposición, olas potentes, corrientes que llevan a un abismo negro y sin retorno, una playa sin testigos y una chica quizás echada de su casa o ignorada, con su vergüenza en brazos. Pensé lo peor, señora. Durante esas cuadras a lo largo de Mar Calmo estuve convencida de que había empezado a desenterrar una tragedia que debía seguir hundida para siempre bajo el agua, la espuma y el silencio.