Capítulo 27

NO, señora, doña Ana no leyó las cartas. No me pareció justo ni para usted ni para ella. Usted se merece la libertad de saber que doña Ana no sufrirá por partida doble si decide alejarnos de sus vidas; y a ella, pobre vieja, ¿para qué darle esperanzas? Incluso yo, después de leer la primera carta no estuve segura de si seguir con las demás. Temía que conocer mucho la otra cara de la historia debilitara mi convicción para seguir. A fin de cuentas, nosotros somos el pasado que usted superó, la casa de la playa que tiró abajo. ¿Que usted no hizo eso, que nunca le respondieron ninguna carta? ¿Por qué se iba a preocupar para siempre si a nadie le importaba? No digo eso, señora, hay veces que las casas de la playa están bien tiradas; me refiero a que para usted somos un pasado que hay que dejar atrás, lo mismo que yo voy a ser para Tomás, lo mismo que Joaquín es para mí o la guerra para esos pobres tipos de la vigilia.

—Tengo un mal presentimiento, Arrechea.

—Yo tengo otro, Diva. Que no nos vamos de acá.

—No seas boludo, te digo en serio. Se me metió la idea de que al bebé lo tiraron al mar. Te juro que lo estoy viendo.

—No seas dramática. Antes se lo hubiera dado a la vieja que tenés en tu casa.

—Pero por algo no se lo dio, Arrechea. Esa mujer corrió como si tuviera pánico. Creeme, vos no la viste. Esconde algo, tiene mucho miedo.

—¡Cuánta imaginación, Diva! Así nos fue con el testaferro. Porque, está bien, te hicieron una cama, pero ¡qué película te escribiste! El moco más entretenido del periodismo argentino.

—Manejá y no me jodas con eso ahora, Arrechea.

—Es que fue una obra de arte, ficción pura, está claro, ¡pero qué bien escrita! “El pobre millonario. La fortuna detrás del sindicalista más combativo.” Por Celina Figueroa.

—Manejá y no me jodas; en serio, estoy preocupada.

—Pero estuvo buena, Diva. Un párrafo, la vida de Orpianessi, trabajador de la carne desde los doce años; el siguiente, su primo, Chiquito Ibarguren, un pobre pibe del campo, que no sabía leer ni escribir; vuelve a Orpianessi delegado joven en un frigorífico, y otra vez el primo, un pobre peón borrachín. Avanza. Orpianessi crece por su perfil desafiante al poder militar-econónimo y su militancia peronista arriesgada; su pobre primo, cada vez más peón y borracho; dos historias paralelas, pero, al mismo tiempo, entretejidas con tu habilidad literaria, Diva; éxito y reconocimiento sindical por un lado, fracaso, pobreza y alcoholismo por el otro.

—Sos un boludo, vas a ver qué casa tiene el intendente de acá. Son todos unos delincuentes.

—Capaz tenga un primo con guita. Por si acaso no te pongas a averiguar...

—Callate un poco y andá estacionando.

—Es que esa nota me encantó, Diva. Sobre todo cuando “de la noche a la mañana Chiquito Ibarguren pasa de peón a estanciero. Una escritura pública, a la que tuvo acceso El Federal, prueba que el analfabeto Ibarguren”, siempre me gustó esta frase, “que hasta hace muy poco apenas podía ganarse el pan y el vino, es de pronto propietario de un campo en una zona donde cada hectárea vale cien veces lo que gana un peón como él. Pero ese campo solo será el punto de partida para el ascenso de este primo del sindicalismo argentino”. Y ahí le largaste todos los documentos, escrituras, cuentas bancarias, camionetas, autos, declaraciones juradas y, en el medio, la foto del pobre Ibarguren, la del primo, no la del pelado, ¿te acordás?, un tipo devastado por el alcohol, un roñoso hecho pelota, con un epígrafe: “Tiene 20 millones de dólares”. Bastaba ver esa imagen derruida para pensar en cómo se las puso la Diva, ¡cagó Orpianessi! Una genialidad, lástima que haya sido ficción, Diva.

—Frená ahí y ahogate en el mar, Arrechea. Yo bajo con vos, hago lo que tengo que hacer, mientras te suicidás a lo Alfonsina, ¿dale? Prefiero el ridículo en todo el país antes que seguir aguantándote.

—No tenés humor, Diva. Igual, mejor que pienses un poco en ese temita, además de andar buscando pibes.

Nos atendió Santiago, el hijo del intendente, señora. Me reconoció enseguida y nos hizo pasar. Un muchacho simpático, pintón, bien vestido, lejos de la imagen de ese pueblo en invierno, como si se hubiera traído la ciudad encima. En realidad, la casa era así, algo impuesto, recortado del entorno, agradable, con ambiente propio. Santiago nos dijo que a esa hora su padre siempre andaba por ahí, pero hacía un instante había salido volando. Seguro que volvía rápido, en el pueblo nunca se tardaba mucho para nada. Nos invitó con un café para esperarlo. Nos quedamos solos en el living. Arrechea miraba todo callado y yo lo miraba a él, porque de pronto había puesto esa cara de tensión que pone cuando algo le interesa.

—Acá les dejo el café, Celina. Tengo que salir. Si falto, no juntamos equipo. En este pueblo todo es justito, ¿sabés? Mi padre debe estar por llegar y mamá está arriba. Le avisé. Se estaba cambiando. Dijo que por favor no se fueran, que ahora bajaba.

—No quiero molestar a tu madre, Santiago. Después vuelvo.

—Para nada, me pidió que la esperen.

—Julio salió, Celina. Y va a tardar un rato.

—Sí, me dijo Santiago. Si quiere volvemos más tarde.

—No, por favor. Siéntense. Tomemos el café.

Fueron unos instantes de silencio incómodo, señora, los tres sentados en los sillones, haciendo que pasara el tiempo, y de pronto, las lágrimas. Elsa miraba su café cuando por sus mejillas empezaron a caer lágrimas que posiblemente al principio ni siquiera notó. Una grieta oculta en su esfuerzo de contención. Arrechea me miró con cara de qué le pasa a esta vieja loca. Yo no tenía idea. Imaginé que habría tenido una mala noticia o problemas con su marido, una pelea, una humillación, golpes, cualquier cosa menos lo que en verdad pasaba. ¿Cómo imaginarlo, no, señora? Hubo un momento más de silencio, Elsa se pasó la mano por la cara y me preguntó si lo había encontrado. La miré medio desconcertada. Al chico, agregó.

—No lo encontraste, me imagino. Es imposible sin ayuda. ¿No es cierto?

—Terminé donde empecé, Elsa, acá en Mar Calmo. Creo que no lo voy a encontrar nunca, pobre doña Ana.

—Porque nadie te ayuda...

—No. Porque pienso que al bebé lo mataron, que lo tiraron al mar, tengo esa idea en la cabeza. Belén, la mujer que trabaja en la Municipalidad era la madre y tiró al chico al mar. Eso es lo que encontré, pero no quiero dudas, quiero preguntarle a su marido si sabe algo, debe saber algo, debe saber todo lo que pasa y pasó acá. A eso vine. Para no buscar más y dejar las cosas como estaban sin más dolor para doña Ana.

—Tenés que encontrarlo, Celina, seguí buscando, por favor.

En esa frase, señora, confirmé una sospecha que me había tomado la cabeza cuando Belén huyó de mí un rato antes. ¿Que usted no entiende a Elsa, señora? Yo tampoco, en ese momento. Pensé lo mismo que me dice ahora, señora, que capaz cambió con los años o que siempre sufrió los golpes de su conciencia y ya no pudo más, o que mi llegada a su historia fue la oportunidad de sacarse un peso de encima. Pensé lo mismo porque, como usted, yo tampoco la conozco. Apenas la vi dos veces, cuando fui a cenar y esa tarde, durante el rato que hablamos, bueno, que ella habló con esa objetividad brutal que la hizo ver mal. Entender a Elsa es entender que ella nunca decide, solo eso. Aunque pueda sufrir, nunca decide.

—No está muerto. Belén no hizo nada de eso. Fuimos nosotros.

—No entiendo, ¿qué hicieron ustedes?

—Lo tiramos, lo dejamos...

—¿Lo mataron?

—Lo devolvimos, es horrible...

—¿Dónde está?

—No tengo idea. Pero quiero saberlo... necesito saberlo.

—Usted me dejó el papel en la cartera.

—Sí.

—¿Fue usted? ¿Por qué?

—Porque no me animé a hablarle, señorita.

—Tanto miedo...

—No me va a entender, pero, por favor, búsquelo, dígame que está bien.

—¿Belén no tiene nada que ver?

—Belén era casi una nena con un embarazo que nadie quería y nosotros un matrimonio que no podía tener hijos.

—Pero Santiago...

—Vino después... fue el detonante de todo. Nosotros buscábamos un bebé y yo no podía quedar. Entonces pasó lo de la desaparición del hijo de doña Ana. Al poco tiempo, el padre de Belén lo fue a ver a Julio a la Municipalidad. Le contó del embarazo. Estaba desesperado de vergüenza y enojo, no sabía qué hacer.

—¿Y doña Ana?

—Nunca supo nada. Podríamos haberle dicho, pero Julio vio la oportunidad y la tomó. Él siempre fue así. No se cuestiona. Hace lo que tiene que hacer y punto. ¿Con quién iba a estar mejor un bebé que con nosotros? En una hora arregló todo con el padre. Belén se iría conmigo a Bahía Blanca y yo me quedaría con su hijo cuando naciera. A cambio, les daría trabajo a los dos. Acá en Mar Calmo dijimos que yo estaba embarazada y que me iba a tenerlo allá porque era más seguro. Después volvimos, Belén por su lado, y el bebé y yo por el otro. Al poco tiempo, fueron las elecciones, Julio salió electo diputado y nos mudamos a La Plata. Incluso consiguió un puesto para Belén en la Legislatura, así ella podía estudiar veterinaria en la universidad, que era lo que la chica siempre decía que le gustaría hacer, salir de Mar Calmo y estudiar, y Julio la podía vigilar de cerca por si se le soltaba la lengua. Los primeros meses todo estaba bien, Julio en la Cámara y yo en el departamento con el bebé acostumbrándonos uno al otro, pensaba, y habrá sido la tranquilidad de esos meses o el destino, pero me quedé embarazada, sin buscarlo, cuando ya ni siquiera lo imaginaba. Los primeros tres meses no le dije a Julio para no ilusionarlo y capaz ese fue un error porque se lo terminé diciendo cuando el pediatra del bebé que le habíamos sacado a Belén (porque eso fue lo que hicimos, señorita, la tentamos con una salida fácil y le sacamos el bebé), comenzó a notar algunos síntomas extraños. No nos puso en alerta sobre nada, sino que nos comentó que Santiaguito parecía tener algunos atrasos en su desarrollo, que no nos preocupáramos todavía, que podía ser normal, algunos bebés eran más lentos que otros, nos dijo, pero había que estar atentos. Yo lo había notado, en algún sentido. Era como si el bebé viviera en su mundo. Había visto decenas de fotos de madres mirándose a los ojos con sus pequeños mientras le daban la teta o la mamadera, pero yo jamás conseguía cruzar los míos con los de Santiaguito. Su mirada estaba siempre perdida, como si no existiéramos. Una sensación horrible. Imaginaba que ese bebé me ignoraba porque yo era una extraña y él lo intuía. Aquel Santiaguito me ponía al margen, me condenaba con su distancia por lo que habíamos hecho. Mi olor no era el de su madre, mi piel le provocaría rechazo, no tenía leche para darle. Era indiferente porque sabía todo. Para Julio, las palabras del pediatra fueron un golpe peor que para mí. Julio no tolera la debilidad y no iba a soportar tener un hijo débil, era lo peor que podía pasarle; en su visión del mundo, los débiles no tienen lugar y tener un hijo con problemas lo debilitaba a él, lo hacía sentirse desdichado, marcado, objeto de lástima, vulnerable. Además, la actitud de Santiaguito no ayudaba, y la verdad era que hasta ese momento Julio solo se había esforzado en fingir un cariño que el bebé no podía despertarle desde su burbuja y su llanto casi permanente. A todo eso, señorita, súmele el embarazo, súmele que yo le anuncié a Julio el embarazo como un contrapeso a la desgracia que preveíamos en el futuro de Santiaguito, como si le hubiera dicho no te preocupes por este bebé fallado, que ahora vamos a tener uno propio y sano. No se lo dije así, se lo dije directamente, Julio ponete contento que estoy embarazada, pero sonó a lo otro. No lo discutimos; enseguida supe lo que Julio iba a hacer y también supe que yo no me animaría a oponerme. Los detalles son demasiado horribles, aunque entonces no lo pensamos. Incluso esperamos a que mi embarazo avanzara hasta un punto seguro para devolverle el bebé a Belén sin riesgo de quedarnos con las manos vacías. Por supuesto que la chica no quería saber nada, así que Julio no le dio salida. Los dejaba sin trabajo a ella y al padre o los mantenía para siempre si nos sacaba a su hijo de encima. Se lo llevó cuando yo estaba a días de tener a mi Santiago en La Plata. Llegó sin abrir la boca, como una nena fastidiada por un mandado, y se fue con el primer Santiaguito a cuestas en menos de un minuto. Julio murmuró que por fin se había terminado mientras me acariciaba la panza; yo no dije nada y traté de pensar que todo lo que había pasado era que un hijo se había reunido con su madre. A la noche, no pude parar de llorar en silencio para que Julio no se diera cuenta porque él nunca se arrepiente de nada; también es cosa de débiles mirar para atrás. Ya sé que no es de mucha ayuda, pero fue lo que pasó. Eso y que nunca más volvimos a ver a ese bebé. Julio me decía que era lo mejor que podía pasar, que dejara de molestarlo porque habíamos tomado una decisión y no podíamos seguir dándole vueltas. Pero yo temía lo mismo que usted teme ahora, señorita; de Belén teníamos noticias, trabajaba en la Legislatura limpiando cuando todo el mundo se iba; pero del bebé, no. Siempre había pensado que cuando se le complicara, Belén vendría a pedirnos ayuda y de esa forma podría lidiar con mi conciencia, pero desde que dejó nuestra casa nunca más nos quiso hablar del tema ni volvimos a saber de la criatura.

—¿Nunca le preguntaron nada?

—Durante mucho tiempo, no. Yo no soy Julio, señorita, pero siempre me adapté a su forma de hacer las cosas, me adapté y viví bien gracias a eso, así que no puedo criticarlo. Yo no hice nada hasta que él me dio margen. Una tarde llegó de la Cámara temprano y me encontró llorando, con Santiago en brazos. Se asustó, me preguntó si había pasado algo con nuestro hijo, le negué con la cabeza y me fui al cuarto. No preguntó nada más hasta la noche. En el cuarto me dijo que si quería hablar con Belén que lo hiciera, pero que supiera que cualquier cosa que hubiera pasado con ese bebé era responsabilidad de la madre, que fue grande para acostarse con su noviecito y después se hizo la nena. Al otro día, casi de noche fui a su departamentito. La seguí desde la Legislatura, esperé a que subiera y toqué el portero. Abrió sin preguntar y se sorprendió cuando arriba me encontró en la puerta. Le dije que venía a ver si el bebé necesitaba algo. Me dijo que no, señora, que él estaba bien. Le pregunté si podía verlo. Me dijo que no lo tenía con ella, señora, pero que estaba bien el chiquito, que ella lo sabía. ¿Y dónde estaba? Estaba bien, señora, mejor que con ella, seguro, señora, que no me preocupara, ¿necesitaba algo más, señora? Le pregunté qué había hecho. Ella me respondió: lo mismo que usted, señora, ¿necesitaba algo más, señora? Y eso fue todo. Nunca volvimos a tocar el tema ni con Julio ni con Belén, hasta que apareció el muchacho en la Antártida, doña Ana se enteró de que posiblemente tuviera un nieto y Julio decidió que no le diríamos nada.

—¿Y por qué me lo está diciendo ahora? ¿No tiene miedo de su marido?

—Fue su decisión que yo le contara.

—No entiendo.

—Él dijo que de todas maneras usted lo iba a averiguar, que ya había encontrado a Belén, que era cuestión de tiempo.

—Pero ella no quiso hablar conmigo.

—Por miedo, ella sigue dependiendo de nosotros para sobrevivir.

—¿Y entonces?

—No importa. Que exista ese secreto lo hace débil a Julio. Él no podía quedar en manos de que usted convenciera Belén, no está en su naturaleza.

—¿Y usted?

—Yo quiero que encuentre al chico, que me diga qué fue de su vida, que me saque la duda y la culpa.

—La única que puede saber algo más es Belén.

—Nunca abrió la boca.

—Tal vez no quiera que lo encuentren. Tal vez tiene tanto miedo como usted. O tal vez sí haya hecho algo grave con el bebé en su momento.

—Julio fue a verla... por si acaso.

—No entiendo...

—No quiere que usted se entere de nada que nosotros no sepamos. Prefiere estar prevenido, me dijo. Él cree que lo vendió en La Plata cuando se lo devolvimos.

—La fue a apretar, a armarle una historia...

—No sé. Yo más no puedo decirle, Celina. Lo que haga Julio va a ser lo mejor para nosotros. Julio será como será, pero siempre hizo todo por su familia. Me pidió que le cuente cómo fueron las cosas y eso hice. Lo que pase ahora lo va a manejar él. La única diferencia es que yo quiero saber que el chico tuvo una buena vida para lavar mi conciencia, si quiere. A Julio no le importa, él hizo lo que tenía que hacer y punto.

Entonces, señora, intervino Arrechea, que hasta ese momento se había mantenido al margen, como desinteresado, mirando los portarretratos que poblaban las mesitas y el resto de los muebles del living. Le dijo a Elsa que no se preocupara, que todos cometíamos errores alguna vez en la vida, que lo mejor era olvidarse, mirar para adelante, alisar la playa, dijo textualmente, y yo me di cuenta de que me hablaba a mí, que el chico debía vivir bien, feliz, porque siempre estuvo ajeno a todo lo que pasó a su alrededor, que eso era lo bueno de ser un bebé, no darse cuenta de nada, no como los grandes que a veces nos preguntamos demasiado las cosas. El problema era doña Ana, ¿pero qué caso tenía darle una respuesta a medias, no? ¿Si ella nunca supo dónde terminó su nieto, para qué confirmarle que tenía uno? No estaba mal pensado, para nada, Elsa, dijo Arrechea con ese tono que pone cuando busca bajarle la guardia a alguien, ganarse su confianza. Después me miró a mí, era hora de irnos, ya habíamos molestado bastante. Elsa se paró de inmediato para apurar una despedida. Nos dimos la mano y ella evitó mirarme a los ojos. Arrechea la saludó con cordialidad, le dejó saludos para Julio y le aseguró que alguna vez conversaría con su marido en persona y, señalando los portarretratos, se veía, dijo, que era un pedazo de historia del peronismo, de los que siempre estaban. Poder en las sombras, agregó, casi riéndose y cerró la puerta de salida.