Capítulo 23

—¿ME abrís, Arrechea?

—¿Me estás jodiendo, Diva? ¿Qué hora es?

—Son las tres de la mañana y llueve mucho. Dale, bajá, ¿o estás con alguien?

—¿Con quién querés que esté? Estoy solo y dormido, Diva. Vení mañana. Saludos.

—Dale, bajá a abrirme de una vez, que me empapo y no puedo ir a casa.

Todavía no quería enfrentar a doña Ana, señora. No, no sé si me sentía culpable, más bien responsable. Como fuera, quería esperar un poco, al menos unas horas, tomar coraje. ¿Me dice que podría haber aguardado en mi propio departamento y contarle después de descansar? Imposible. Doña Ana estaría despierta, esperándome para hablar; ya me lo había anticipado cuando la llamé apenas arrancó el colectivo. Ahí me di cuenta de mi error. Tendría que haberle dicho que llegaba más tarde así se dormía y me daba tiempo antes de decirle lo que había ocurrido. Usted misma dijo recién que no es el tipo de cosas que se oculta, señora. Pero tampoco de las que uno puede poner sobre la mesa sin ofrecer una salida, y yo no tenía ninguna. Preferí pedirle al taxista que me dejara en lo de Arrechea. Desde allí la llamaría con alguna excusa y luego veríamos. Nada de lo que había averiguado se comparaba con lo que pasó en Mar Calmo, al menos para mí en ese momento.

—Me decís qué hacés a esta hora acá. No. Mejor no me digas nada. Quiero seguir durmiendo. Shhhhhh. Acostate y no hables. Mañana me contás.

—No puedo, Arrechea.

—¡Dormite!

—Doña Ana, voy a llegar tarde, dicen los choferes que cerca del mediodía. El colectivo se rompió y estamos en la ruta esperando que venga otro. Duérmase que mañana hablamos.

—¿Usted está bien, señorita?

—Mañana hablamos, vaya a la cama.

Y caí rendida, señora, pegada al cuerpo de Arrechea, porque me había mojado con la lluvia, tenía frío y con él encontré el calor que siempre encuentro, señora. Ni siquiera recuerdo haber pensado en nada. Sentí su calor y lo siguiente que recuerdo es el ruido de la mañana entrando por la ventana y a Arrechea acariciándome la espalda. ¿Que era obvio, mujer, que a un hombre no se lo despierta de madrugada sin pagar a la mañana? Tiene razón, señora. Pero pagué con gusto, le aseguro. Después me levanté a preparar café. Eran las diez y en cualquier momento doña Ana me llamaría.

—Ahora me decís qué hacés acá, Diva.

—Es que no podía ir a casa. No me animaba. Me llamó el intendente de Mar Calmo...

—¿Eh?

—No me interrumpas, no tenés que entender, me tenés que oír.

—Ok. Te llamó el intendente de ese pueblo, ¿y?

—En realidad, la secretaria y después me pasó con el viejo turro ese...

—Ok. ¿Y?

—Y se hizo el compungido y me dijo que la casa de doña Ana se había quemado durante la noche. ¿Te das cuenta?

—No.

—Sos boludo, Arrechea. Ella me lo había anticipado. Se la quemaron ellos. Hacía años que la querían sacar de ahí. Hacer un hotel o algo y ahora se la quemaron. Igual que con Arévalo. Doña Ana me lo había dicho.

—¿Y quiénes son ellos?

—No sé muy bien, ellos, ellos.

—¿Ehhh?

—Pará de decir ehhhh y explicame cómo le digo a esa mujer que ya no tiene ni siquiera a dónde volver.

—¡Qué sé yo! Vos te metiste en esta huevada.

—¡No es una huevada! Me hace bien ayudarla, Arrechea.

—¿Te das cuenta, Diva, de que tenés a una homeless en tu casa? Te la tenés que sacar de encima...

—...no puedo, ella es un ángel... pero cómo le digo...

—...no le digas nada, que vuelva al pueblo y se entere. No es que yo sea un hijo de puta, pero si le decís no vas a tardar ni un segundo en pedirle que se quede en tu departamento. Vas a ver.

—Ya lo sé. Pero te juro que eso no me preocupa. Desde que la conozco me hace sentir bien. El problema no soy yo, es ella. Cómo lo va a tomar. Tengo miedo de que le pase algo, que se enferme, no sé, que se muera. Es una mujer mayor. Me da muchísima pena, Arrechea.

—Hacé una cosa, decile que tenés que hacer un viaje y desaparecé hasta que se canse y se vaya sola. Es mi mejor consejo.

—Es que sí tengo que hacer un viaje, Arrechea, pero de eso hablamos dentro de un rato.

—¿Y yo qué tengo que ver?

—Después te digo. Dejame pensar. Hoy es jueves, ¿no? Tengo que buscar a Tomás. Hasta la tarde no vuelvo. Y si mañana a la mañana salimos, capaz al regreso tenga algo para levantarle el ánimo a la pobre.

La idea de que Arrechea me llevara a buscar al supuesto Tucumano se me ocurrió en el colectivo, señora. Iríamos el fin de semana. No eran más de quinientos kilómetros y de allí unos cuantos de tierra, según me había dicho el capitán Molina. No había manera de hacerlo sin un auto y yo ni siquiera manejo. Además, no existía otra persona en mi mundo, en aquel momento, capaz de ayudarme en algo así. Arrechea me iba a decir que no mil veces y durante todo el vieja me iba a seguir diciendo que no, pero nunca me dejaría a pie. Solo tenía que agarrarlo en un buen momento para pedírselo, señora, nada más, así que ese mediodía opté por callarme la boca, tratarlo bien, bañarme y salir a buscar a Tomás, diciéndole que a la tarde lo llamaba por un favorcito. En el ascensor oí su grito, señora, ¡que me sacara a la vieja de encima! Llamé a doña Ana camino al colegio, se alegró tanto de que estuviera yendo por mi hijo que me hizo sentir una oleada de pena muy profunda.

—Doña Ana, recién llego a Buenos Aires. Pasé a ducharme por lo de un compañero de trabajo que vive cerca del colegio y lo estoy buscando a Tomás.

—Claro, claro, Celina. No llegue tarde a la puerta, que a los chicos no les gusta.

—Ya voy para el colegio...

—Celina... y si lo trae para acá, digo, en vez de comer por ahí, en dos minutos preparo unos ricos fideos.

—No creo, doña Ana. Él está acostumbrado distinto los jueves. Estoy llegando al colegio. Después nos vemos.

—¿Ma, vamos a hacer torres hoy?

—No te entiendo, ¿hacer qué?

—Torres con libritos, ma, con tu abuela.

—¿Mi abuela? No, esa señora no es mi abuela...

—Vamos a hacer torres, dale, dale.

—Doña Ana, ¿le molesta cocinar los fideos?

Se ríe, señora, se ríe igual que doña Ana se reía ese mediodía en casa con Tomás. Los dos se reían más fuerte, incluso, que la primera vez que jugaron juntos y la torre de libros parecía también caerse más y con cada derrumbe venía una carcajada compartida de esa mujer que ignoraba que su vida en Mar Calmo era un montón de cenizas que el viento habrá llevado al mar y el mar, arrastrado al sur. Doña Ana reía sin saber que nunca más iba a mirar desde su ventana, señora, y que ya no sería el recuerdo de Juan Cruz lo que estuviera allá lejos, invisible, sino su vida, millones de partículas de cenizas flotando a la deriva, eso era todo lo que quedaba de su pasado, señora, imagínese, una anciana que solo puede mirar hacia su futuro incierto y breve porque atrás no hay más que olas y cenizas. Ese jueves doña Ana insistió en que Tomás se quedara con nosotras, Tomás insistió en seguir jugando y yo preferí enfrentarme con la abuela de mi hijo que hablar con doña Ana, así que llamé a Susana. Me pareció que se quebró. Me dijo que ella siempre supo que esto iba a pasar, que tarde o temprano... y se le cortó la voz y el teléfono. Doña Ana parecía estar atenta a Tomás, pero se habrá dado cuenta de todo, porque me preguntó si Susana era viuda. Le contesté que no lo sabía. ¿Que cómo no lo voy a saber, mujer, me pregunta, señora? No, no lo sé y creo que ella tampoco. El padre de Joaquín hizo lo mismo que Joaquín, pero treinta años antes. Una tarde armó una valija y dijo que tenía que viajar porque corría peligro. En aquella época, señora, era normal correr peligro en la Argentina, pero el padre de Joaquín nunca había tenido nada que ver con la política. Susana decía que era un vago que apenas dedicaba algo de tiempo al negocio de electrodomésticos que habían armado y a ninguna otra cosa. Esa tarde se fue con su valija, dejó un yo te aviso dónde estoy y nadie supo nunca más de él. Susana lo buscó con Joaquín en brazos durante un tiempo, pero eran tantos los que buscaban personas en aquella época y tan pocos los que encontraban algo que se dio por vencida de inmediato. Además, señora, Susana entendió que el resto de la gente que hacía colas en comisarías o en juzgados confiaba en sus desaparecidos, mientras que ella sabía que, en el fondo, su marido podría haber hecho cualquier cosa; así que dejó todo como estaba, no sin dolor, señora, no se equivoque, para Susana fue un golpe muy duro, pero no alcanzó para inmovilizarla y puso su energía en criar a Joaquín y en su negocio, que empezó a prosperar porque parecía que todo el mundo quería comprarse algo importado en aquellos años, como me dijo Susana cuando me contó sobre su vida en nuestra buena época. Ella siguió adelante con mucho más coraje que yo, ¿se da cuenta, señora, por qué siempre pensé que Tomás estaría mucho mejor con su abuela que conmigo?

—¿Señorita, y si cuando vuelve de su viaje invitamos a la abuela de Tomás a comer todos?

—No le gusta estar conmigo, ni a mí con ella, doña Ana.

—¿Por qué dice eso?

—Porque es así. A lo mejor le hago recordar a su hijo o quizás no quiere mirarme de cerca porque me oculta algo y tiene miedo de que la descubra, ¿quién sabe?

—¿Y a usted qué le molesta?

—Es como si todo el tiempo me hiciera pensar en lo débil que soy, creo.

—Es raro, ¿no? Cualquiera diría que podrían ser muy apegadas, que sería más fácil la vida. Qué sé yo. Vivir solas, cada una por su lado, no sé...

Le iba a decir a doña Ana que yo vivía sola, que Susana vivía con Tomás, pero me frené. Era una forma demasiado explícita de mostrarme, señora. Mi debilidad desnuda me dio demasiado pudor.