Capítulo 19

LA delegación policial estaba desierta cuando entró por primera vez, luego de su larga recuperación y su trabajo como padre y madre, porque Jorgelina había ido cambiando su carácter con el nacimiento de Milagros, y al cabo se había vuelto intratable, casi una loca, como él le había gritado varias veces durante sus arranques que, incluso, le hacían temer por la beba, esa criatura que a Jorgelina le había arruinado la vida con su chillido constante y esa necesidad de teta y teta que no paraba nunca. El doctor (el suyo, el que le revisaba la pierna y la espalda) le dijo que no era extraño, que las madres primerizas podían estar algo nerviosas después del parto, que le diera tiempo para acostumbrarse, que tratara de que durmiera bien, que comiera, y de liberarla lo que pudiera del peso de la nueva responsabilidad, pero él también necesitaba descansar con su yeso, su espalda dolorida y la sensación de que la vida se le había puesto de cabeza, así que los gritos contra su mujer también habían sido en parte una forma de pedir un minuto de paz; hasta le había levantado la mano a Jorgelina, pero la frenó a tiempo y todo quedó en un amague que solo sirvió para que su mujer gritara más, ahora acusándolo de ser peor, menos comprensivo con ella, que la beba. La situación fue de mal en peor y para cuando estuvo recuperado para volver a trabajar, Jorgelina estaba más desquiciada que nunca, así que decidió pedir licencia médica por el trauma que le dejó el accidente, se la dieron y siguió quedándose adentro a vivir entre el llanto de Milagros, que solo se calmaba en sus brazos o en la teta, y los gritos de Jorgelina, un diálogo agudo y desconsolador al que asistía de la mañana a la noche, encerrado en las cuatro paredes de su casita, casi siempre sin decir palabra para no empeorar la sensación de irrealidad que lo había ido ganando desde que se cayó de la moto varios meses atrás. Todo estaba al revés, fuera de lugar. Él pasaba los días en casa en vez de trabajando; tenía licencia por loco cuando la loca era Jorgelina; vivía con Milagros en brazos, una tarea de su mujer, quien ya no era la persona dulce que había sido, sino otra, agresiva, explosiva, descuidada, malhablada. Estaba atrapado y en los breves momentos en que todo se acallaba (siempre con Milagros a cuestas) le había ido encontrando el gusto a tomar un poco de vino y a imaginarse la libertad de andar vagando por la vida como el Taraloco, durmiendo en cuevas, caminando por rutas abiertas, sin hablar con nadie, sin oír a nadie, solo encerrado en los propios pensamientos. Él sabía que todos los linyeras buscaban algo; en su caso sería un linyera en busca de paz y silencio, un hombre huyendo de la guerra de gritos que se había declarado en su casa; en aquel momento hubiera sido capaz de recorrer el país a pie para encontrar un día completo de paz y silencio.

No fue necesario porque la situación de Jorgelina empeoró tanto, por suerte, que tuvo que llevarla al hospital durante una de las crisis en que se lastimó a ella misma con el vaso de vino que él estaba tomando y allí le diagnosticaron algo relacionado con una locura que se les desataba a algunas madres después del parto. La mandaron a un especialista y en poco más de dos meses de pastillas y sueño casi continuado, Jorgelina empezó a mejorar el carácter y su relación con Milagros; y al cabo de otros dos, de aquel desastre quedaba en la vida del policía joven una leve renguera, su gusto por el vino cotidiano, una Jorgelina inestable, distinta, pero casi vivible y la costumbre de pensar en el Taraloco como una forma de imaginar su propia paz. Por eso cuando entró por primera vez a la comisaría la imagen que tenía en la cabeza era la de aquel muchacho y durante toda la mañana no hizo otra cosa que esperar al oficial para ver si había pasado algo en su ausencia, si el Taraloco había vuelto o cualquier otra cosa.

Durante los primeros tiempos después del accidente, el oficial, que era un hombre curtido pero que se descubrió como alguien capaz de ocuparse de los otros, lo había ido a visitar varias veces, pero luego, con la segunda licencia, había dejado de pasar, seguramente, para no ser parte de la mentira o tal vez para no molestarlo porque habrá imaginado que el horno no estaba para bollos. Lo cierto es que a media mañana, cuando su jefe entró a la comisaría, el policía joven sintió algo parecido a la alegría, una sensación agradable de que las cosas empezaban a encaminarse, a acomodarse en sus lugares y por un rato se olvidó del Taraloco y puso toda su atención en el reencuentro. Contó todo como pudo porque el oficial no entendía por qué no había puesto las cosas en orden de entrada. Las mujeres se rayaban si uno las dejaba, dijo, y si uno las dejaba entonces estaba listo porque se acostumbraban a pirarse cada vez más seguido. Eran bichas, zorras, estaba en su forma de ser, ¿lo entendía, pibe?, entonces, un buen grito a tiempo y hasta un coscorrón estaba permitido, le extrañaba que no lo supiera, pibe. Igual, el oficial se alegraba de que todo hubiera terminado casi bien, porque tampoco era fácil andar viviendo solo, él se lo podía decir, porque nunca le había durado ninguna mujer, a la larga siempre se le mandaban a mudar, no les aguantaba la histeria, ellas no reculaban porque a él le gustaban con carácter y las cosas siempre terminaban pasando a mayores. Después, la conversación sobre Jorgelina y las mujeres se fue acabando y las cosas siguieron acomodándose. El oficial le pidió que hiciera un mate, el policía joven puso la pava y los dos se sentaron en sus escritorios a esperar que sonara el teléfono o que se hiciera la hora de hacer la recorrida por el barrio. Fue durante ese bache cuando le volvió la curiosidad sobre el Taraloco. Ya aquietado en su rutina, primero reflexionó un poco sobre lo que le había tocado pasar, sobre si en el fondo el oficial tendría razón y el brote y el cambio de carácter de Jorgelina había sido culpa de su propia debilidad, de que no supo ponerla de entrada en su lugar, aunque en verdad jugaba a su favor que se había sumado el accidente al nacimiento y, entonces, en ese momento no estaba en condiciones de ponerse los pantalones así como así. Se dijo que igual ahora tanto no importaba, pero no pudo dejar de estremecerse un poco por el temor de que todo volviera a ocurrir y tras ese temor volvió a pensar en el Taraloco, porque se imaginó huyendo por ahí en busca de paz si su mujer se desquiciaba de nuevo. No dijo ni preguntó nada porque no quería que el oficial lo tratara mal. Se imaginaba la respuesta: bastantes huevadas ya había hecho por ese mugriento, que hasta casi se mataba, ¿qué le importaba tanto, pibe? Que se dejara de joder, o algo parecido. Pero él lo pensaba al revés. Si casi había dejado la vida por tratar de buscarlo, tenía derecho a indagar sobre qué había ocurrido en su ausencia, si había vuelto, si el oficial lo había agarrado del fondillo y tirado en algún otro lugar, si los vecinos siguieron quejándose, cualquier cosa que le diera un poco de información para ponerle, aunque sea, un punto final a una historia ajena que casi terminaba con la suya. Pero siguió sin preguntar nada, cebando mate en silencio y cerca del mediodía el oficial le pidió que lo acompañara en la ronda, que de paso buscaban unas empanadas que le habían prometido para el almuerzo. El policía joven lo miró y el oficial le guiñó el ojo, demasiadas mujeres solas, pibe, mucho marido de viaje había en ese barrio y, bueno, todo era parte del trabajo, atención completa, pibe, que aprendiera a ser un buen servidor público. Subieron a la patrulla, el oficial al volante y él, al lado, con la ventanilla baja. Hacía varios meses que no recorría el barrio de parques enormes, cuidados, de casas grandes, árboles florecidos y chicos jugando a la pelota o andando en bicicleta por la calle. Si uno no hacía grandes macanas, era el lugar ideal para pasar varios años trabajando, le había dicho el oficial el primer día que lo asignaron allí gracias a su buena presencia y su trato cordial. El oficial también sabía relacionarse con los vecinos del lugar, le tenían confianza y él los trataba como si todos fueran sus jefes, pero al parecer en su ausencia había ido un poco más allá. Detuvo el patrullero delante de una casa grande, de ladrillos pintados de blanco y techo azul, le dijo al pibe que esperara un ratito, se acomodó la gorra, atravesó el jardín del frente, varios metros de un césped verde oscuro, impecable, tocó el timbre y al cabo de unos instantes desapareció detrás de una puerta que se abrió y se cerró en un suspiro. El policía joven quedó en el patrullero. Un poco más allá, cruzando la calle, estaba la casa de donde habían sacado por última vez al Taraloco. El sol le daba casi de frente y en unos pocos minutos ya estaba adormecido, entresoñando que veía venir al linyera rodeado por varios perros y dos o tres chicos en bicicleta que le andaban alrededor como moscas que él ignoraba, porque lo único que le importaba a los linyeras era encontrar eso que perdieron, se lo había dicho su padre y él estaba convencido de que era así. Después de todo, él mismo había sido un linyera en su propia casa, tratando de encontrar la tranquilidad que se le esfumó de las manos los meses anteriores y hubiera salido corriendo a buscarla afuera, ¿qué duda le cabía? ¿Y el Taraloco, qué buscaría el Taraloco? La puerta del patrullero y la voz exaltada del oficial lo arrancaron de su somnolencia y rompieron la lógica adormecida de sus pensamientos por lo que mientras oía al oficial decir que ya estaba, carne joven y empanadas de carne, todo lo que un hombre podía querer, él siguió con la imagen del Taraloco en la cabeza y ya no pudo contener la pregunta. La respuesta del oficial lo dejó mudo. El piojoso estaba preso, casi había matado a golpes a un pobre canita en Punta Alta. Se había enterado porque el pibe fajado con una piedra en la cabeza era hijo de un comisario amigo y hablando con él se dieron cuenta de que el guacho que le había pegado al pibe era el mismo hijo de puta que andaba por ahí. Que se fijara de la que se habían salvado. Si se la hubiera agarrado con alguien del barrio, vaya a saber dónde estarían ellos dos ahora. A esos hay que sacárselos rápido de encima, se lo había dicho, pibe, pero bueno, habían zafado y él ahora estaba de buen humor, atendido y con empanadas recién hechas para antes de la siesta, porque ahora que el pibe había vuelto todo estaba normal y la siesta era lo que más había extrañado de su licencia. El policía joven supo que ya ni siquiera podría mostrar curiosidad por temor a que el oficial la confundiera con preocupación por alguien que no valía la pena; había golpeado no solo a un policía sino al hijo de un amigo policía, la peor escoria imaginable, pibe, nunca podía haber nada bueno detrás de un vago como ese. Le dijo a su jefe que tenía razón, bajó del patrullero y se puso a preparar otro mate para acompañar las empanadas, enojado consigo mismo porque en la realidad que él había imaginado el Taraloco no era así y, entonces, si se había equivocado tanto quería decir que él era un idiota, alguien incapaz de ver detrás de las caras, un sensible sin futuro, un policía que confundió a un loco violento con un pobre chico y que ni siquiera puede poner a su mujer en caja. Le dieron ganas de tirar el mate al carajo y tomarse un vaso de vino.