Capítulo 29

...AQUEL fue todo un momento, Meche, pensé que ibas a echarme a patadas de tu departamento, que te habías hartado de mi historia, que no confiabas en una palabra de lo que te contaba; después de todo era la posibilidad más lógica, que me cerraras la puerta en la cara sin darme una sola respuesta; pero eres tan buena persona, Meche, lo fuiste hace más de veinte años y volviste a serlo ahora y tu arranque contra mí fue una mezcla de verdades que era necesario decirme para liberar la tensión, que habías manejado tan bien durante esas dos o tres largas horas, y un poco de pánico porque viste la posibilidad de perder aquello que más quieres, como me lo aseguraste y yo lo sé. Pero de golpe te callaste, respiraste hondo y me pediste perdón, que no habías querido ser bruta, ni descortés, ni meterte en lo que no te importaba, que tú no podías saber nada de mí, que al fin de cuentas yo estaba haciendo algo que tenía que hacerse porque era injusto que nunca nadie, a lo largo de una vida, preguntara por el pobrecito de Iñaki. Te dije: no se preocupe, señora, y ahí, como prenda de paz me ofreciste un poco de vino y me pediste que dejara de tratarte de señora, que tu nombre era Mercedes, que te decían Meche, que señora te hacía sentir vieja y que no era un buen momento para que te sintieras una anciana indefensa. No entendí esto último, pero me quedé callada. Entonces, nos acomodamos mejor en tu sillón, yo sentí que habíamos pasado una tormenta y tuve la sensación de que estabas a punto de decirme algo importante, pero de golpe se oyó la llave, tú te levantaste y una imagen viviente de Juan Cruz cruzó por la puerta, un muchacho con actitud de niño, de la mano de tu compañera Pilar. Apenas te lo mencioné, porque no me pareció justo contigo en ese momento, pero Iñaki es una foto de Juan Cruz. Son casi idénticos. Tu muchacho es algo mayor que la última imagen que existe de su padre y aun así son dos gotas de agua, incluso la mirada distante de Iñaki lo pone en la misma expresión que una de las fotos que me dio doña Ana, la del marinero, con los ojos como ausentes, más allá de todo, atentos a lo que hay de invisible para el resto de nosotros. Después, sí hablamos y me enteraste de que Iñaki sufría de autismo en un grado suficiente para hacerlo indefenso y más querible, que cuidarlo había sido un trabajo de tiempo completo para ti durante todos estos años, pero que no te arrepentías de uno solo de esos esfuerzos; que cuando tu madre murió pensaste que no ibas a conseguirlo sola, pero que ambos salieron a flote porque no podías darte el lujo de dejarte vencer, eras la única persona en el mundo que tenía Iñaki y en esa tormenta te diste cuenta de que eras mucho más fuerte de lo que pensabas y también aceptaste que Pilar te amaba a ti, que te ayudaba, pero que convivía con tu chaval a partir de ti; no todas las mujeres pueden ser madres, aseguraste, y eso no las hace malas, sino distintas; y entonces dijiste aquello que me hizo confundir, que a pesar de tus ataques de un rato antes mi llegada a la vida de ustedes tal vez era la respuesta a tus plegarias, una forma extraña de recibir aquello que venías pidiendo en silencio, por las noches, sin que nadie lo supiera, ni siquiera Pilar; poder seguir cuidando de Iñaki, poder seguir cuidando a Iñaki, repetiste, y yo no entendí, aunque vi que tus ojos se humedecieron y supe que algo no estaba bien. Dudaste, creo que al ponerlo en palabras se te hacía más real, y al cabo de ese silencio que me desconcertó me contaste que estabas enferma, el mismo tipo de cáncer que tu madre, en las mamas, justo como empezó lo de ella, que todavía no sabías demasiado, que no habías dicho nada pero que te sentías aterrada, no por ti, sino por Iñaki, que pasara lo peor y él se quedara solo, que no podías ni imaginarlo y que entonces aparecí yo, como una opción, como una costa en el horizonte dijiste, creo, de tanto que yo te había hablado de Juan Cruz, de las balsas, del mar, de quedar a la deriva. Después te tranquilizaste un poco, seguimos conversando y llegó nuestro propio pacto de protección y en eso estoy, aquí, sentada frente a la computadora para contarte qué ha pasado desde que aterricé en Buenos Aires. El hecho es que luego de los días que pasamos los cuatro en Madrid y de nuestra despedida en Barajas, con Iñaki no queriéndome soltar la mano y Pilar abrazándome finalmente (¿se le pasaron los celos a la pobre?, ¿entendió que a mí me gustan los hombres, un hombre?), me di cuenta de que tenía todas las respuestas que había venido a buscar pero que no estaba segura de qué decirle a doña Ana. Había encontrado a su nieto, pero me había comprometido sin que ella lo supiera a una espera que de golpe se me ocurrió demasiado larga. Doña Ana, como te dije allá, es una mujer con un corazón como el tuyo, Meche, pero igual tenía dudas; me preocupaban las fotos, Iñaki es idéntico a su hijo Juan Cruz y doña Ana no deja de ser una mujer grande y vaya uno a saber si el parecido no la afectaría o si pensaría lo mismo que yo cuando ustedes me dejaron en Barajas, que sin darnos cuenta nos pudimos haber metido en una horrible carrera de postas contra el tiempo. En tu piso no lo dijimos, a mí no se me pasó por la cabeza, quizá tú lo diste por sentado, pero era posible que doña Ana sí pensara en que no tiene edad para esperar demasiado y que tú, ciertamente, no has de querer apurar nada. ¿Quién puede culparlas a ambas? Volé de regreso llena de dudas y bastante angustiada porque sentía que me había vuelto protagonista de la historia que estaba investigando, me sentía alcanzada por sus consecuencias y los periodistas, Meche, como los médicos que tú ves a menudo, no estamos acostumbrados a temer por los efectos de lo que hacemos, salvo los legales, que son los menos dolorosos. Tú casi me lo gritaste en tu piso, me meto en todo lo que no tenga que ver conmigo y esta historia, no sé bien en qué momento, se había vuelto mi historia. No me podía bajar y olvidarme. Arrechea tuvo razón también en esto. Te dije que estabas hasta las manos, me dijo cuando lo llamé para contarle, antes de abordar, pero después le agarró un ataque de optimismo que en ese momento no entendí. Volvé que todo va a estar fenómeno, agregó y cortó el celular. Aterricé en Buenos Aires bastante confundida, sin tener en claro qué decirle ni qué hacer con doña Ana, que de pronto tenía un nieto pero no podía alcanzarlo porque vivía a miles de kilómetros, encerrado en sí mismo, como si fuera otra versión de su Juan Cruz aislado en la balsa, incapaz de llegar a nadie ni de que alguien llegara a él. Imaginé no decirle nada, ni siquiera sobre su casa hecha cenizas, mandarla de vuelta a Mar Calmo y olvidarme del asunto, pero lo imaginé como lo que no era posible, como la primera opción a descartar. Pensé en esto hasta que pasé la aduana y descubrí a Arrechea. Me había dicho que me volviera en remís, pero apenas crucé los controles y pisé tierra libre, ahí lo vi, agitando un brazo como si de verdad le importara reencontrarme. Apuré el paso entre el resto de los pasajeros, pero cuando llegué hasta él casi no me saludó. Tomó mi bolso y mientras salíamos me preguntó por las fotos de Iñaki, si las traía conmigo, había poco tiempo, que subiera al auto; no podía creer la suerte que teníamos, repetía, no podía creer la suerte que yo tenía, Diva. Pasamos el peaje del aeropuerto, subimos a la autopista y me dijo que sostuviera un segundo el volante, mientras él volvía a mirar las fotos que tú me diste; perfecto, dijo, ya estaba, con esto zafábamos seguro, Diva. Yo ya había hecho mi parte, y ahora le tocaba a él jugar la suya. Debés estar preguntándote lo mismo que yo, Meche, te habrás puesto igual de inquieta que yo mientras Arrechea aceleraba por la autopista para tirarme en mi departamento y seguir de largo a El Federal, con las fotos de Iñaki prestadas por un par de horas, no más que eso, Diva, después te las devuelvo y vos seguís en tu embrollo. ¿Qué vas a hacer, Arrechea?, le pregunté. Sacarnos del quilombo en que nos metiste, Diva. Te cuento otro día, me dijo, y siguió manejando con una media sonrisa y el pie a fondo sobre el acelerador, hasta que me dejó en casa. Las fotos volvieron esa misma tarde con un cadete, en un sobre remitido a mi nombre por lo que doña Ana no sospechó nada. Porque, Meche, te confieso algo, han pasado dos días desde que estoy de vuelta y todavía no he hablado con doña Ana, ella sigue pensando que me fui por un viaje de trabajo, que todavía no encontré una sola pista de su nieto y yo le sigo la corriente porque casi nunca hablamos de eso. La mayoría del tiempo hablamos de Tomás, y a veces de la televisión, de la vida de antes y la de ahora, de mi trabajo, de la comida, en fin, Meche, de las cosas de todos los días y te confieso que me siento a gusto y creo que ella también. Te escribo otro correo cuando tenga novedades. Un beso. Celina.