Capítulo 10

EL colectivo entró a Mar Calmo por un camino sinuoso de polvo y eucaliptos y nos dejó en la Terminal, que a esa altura del año estaba desierta, un largo pasillo de nada, un kiosco cerrado, una confitería vacía, ni gente ni mozos, nada, nosotras dos, señora, y un perro que levantó un poco la cabeza, bostezó y volvió a dormirse. Durante el invierno todo se apaga en esas playas de la provincia de Buenos Aires. Es algo que aquí en Europa no ocurre, pero en la Argentina, créame, hay ciudades armadas para existir dos meses al año o incluso menos, otra expresión de nuestra desmesura, señora, imagínese, pasan de multitudinarias y estridentes, de centros de atención casi total, a pequeños pueblos fantasmas a orillas de la vida en un ciclo de marea humana que se retira en unas pocas horas, como una interminable caravana de autos, y vuelve diez meses después. Mientras tanto, señora, todo lo que brillaba, gritaba, bailaba, comía, cantaba, gastaba, queda allí como ecos en los pliegues de un escenario gigante, desierto, persianas bajas, puertas cerradas, silencio, y la gente del lugar no puede hacer otra cosa que apagarse, se les nota en los ojos, sin nada para ver, pierden luz y quedan suspendidos, mirando siempre a ningún lado, hasta el próximo verano. Se lo cuento, señora, porque apenas pisamos Mar Calmo doña Ana cambió y esa fue la única explicación que pude darme en ese momento. ¿Que en qué sentido cambió esa pobre mujer? Perdió ímpetu, le agarró cansancio, como si Mar Calmo la hubiera ahogado en un pozo de desesperanza. Le pregunté si se sentía mal y me dijo que el micro la mareaba, que cuando tomáramos aire caminando hasta su casa se le pasaría, pero fue una verdad a medias.

—¿Y qué te dijo el dire, Diva?

—¡Es increíble!, van a tratar de negociar con esos gordos hijos de puta. Le dije lo que me parecía y como respuesta me dio la oportunidad de no estar acá, ¿por qué no se toma unas buenas vacaciones, Celina, hasta que pase todo? Se las debemos, dijo. Hace dos años que no sale a ningún lado. Le contesté que no quería vacaciones, que me dejara arreglar la metida de pata y que no negociara nada, pero insistió con sacarme del medio, Arrechea.

—Te dije cómo venía la mano...

—¿Y vos no dijiste nada, no opinaste?

—Fue mi idea, Diva.

—¿¡Cómo tu idea!? ¿¡De qué hablás!? ¿¡Me cagaste!?

—Al contrario, Diva, ¿qué decís? No quiero que te comas el garrón de estar acá cuando haya que negociar. Esos gordos son tan turros que, si piden algo, encima van a querer que lo hagas vos. Mejor que no estés en la mira, andá, descansá y si todo sale mal, cuando volvés estás cero kilómetro para la pelea.

—¿Y si piden mi cabeza? Puede pasar...

—Eso no se negocia, ¡capaz el culito, pero nunca la cabeza!

—¡No me jodas, Arrechea!

—Diva, yo te cuido, te tengo al tanto y de paso ganamos tiempo, quién sabe en este mes nos topamos con algo y el viento se nos pone a favor.

—Un fin de semana con usted y voy a engordar diez kilos, doña Ana. Pero ya que insiste, en el diario Juan Cruz escribió que extrañaba las tortas fritas, porque las del buque parecían chicle, así que deben ser ricas. Espere que lo busco, siéntese en el sillón un rato, deje de hacer cosas en mi casa, mire, acá está, el 20 de abril de 1982.

...es muy gaucho el capitán Barba, así le decimos (sin que lo sepa, claro), la mayoría por acá es gente gaucha, pero este más que todos, habla con nosotros como si nos cuidara, se sienta a comer tortas fritas, ¡cómo extraño las de allá!, las de acá son de chicle, nos juega al truco, organiza torneos, nos pregunta en qué pensamos en el sollado, antes de dormir, si tenemos familia, novia, él tiene tres hijos, el más grande un poco más chico que nosotros y la última, una bebita que le nació el 6 de abril, diez días antes de zarpar para el Sur, o Teatro de Operaciones como dicen acá (me causa gracia, un teatro es otra cosa ¿o no?, a quién se le ocurre), casi ni la vio entre los nervios y los preparativos en el buque, corrió del hospital al buque y del buque al hospital como un loco, nos contó riéndose porque nunca le preocupa nada al capitán Barba, siempre se ríe, te toca el pelo, te invita a pelear, te carga, te dan ganas de contarle tus cosas, sabés, a la hijita dice que la va a ver a la vuelta, y eso al Tucumano lo pone de buen humor, le saca el susto, aunque el mareo le sigue, está flaco el negrito, si lo vieras, y mirá que acá lo que sobra es gente y morfi, hay para tirar, cargaron no sé cuántos miles de kilos de carne, pero al Tucu no le pasa ni una torta frita, aunque la verdad que son difíciles de pasar para cualquiera...

—Señorita Figueroa, ¿le puedo hacer una pregunta? Capaz la pongo en un compromiso...

—Dígame, claro.

—Usted leyó el diario...

—Sí, varias veces, no es demasiado largo.

—¿Le dio la sensación de que Juan Cruz sufrió mucho? A mí siempre me pareció que no y eso me ayudó, pero quizás fue egoísmo mío para pasarla mejor, no sé. Yo siempre me hice la idea de que fue el mismo chico feliz, despreocupado y bueno hasta el final, hasta que se quedó dormido. El diario no dice otra cosa, ¿no, señorita? ¿O lo dice y yo no lo vi? Se lo pregunto porque desde que decidí que quedarme encerrada jugando a hablar con él no me ayudaba, cada vez que la estoy pasando a gusto me agarra culpa y, entonces, tengo que convencerme por lo menos de que Juan Cruz se murió sin sufrir. Porque es distinto, créame. No hay una sola manera de perder un hijo.

—Todo fue muy de golpe, nadie esperaba el ataque, doña Ana; y, luego, en el mar se habrá ido durmiendo, como dice usted. No creo que haya sufrido, tal vez sí se fue con malas imágenes en la cabeza o quizás las tapó pensando en usted, en su novia, en su futuro bebé. Mejor pensar que no sufrió. Igual, tiene razón. No hay una sola manera de perder un hijo.

Ya era la tarde del domingo en Buenos Aires, señora, y el día se había pasado rápido, entre el almuerzo, el mate cocido, las tortas fritas y las conversaciones simples con doña Ana, rápido pero con una cadencia de siesta agradable, una sucesión de rutinas domésticas que yo había olvidado, porque ya sabe, señora, cómo son las cosas en las ciudades grandes, aquí, allá, es lo mismo. Pero aquel primer fin de semana que pasamos juntas, doña Ana había conseguido meter sus tiempos, sus olores, sus ritmos a mi departamento y, créame, me hizo sentir bien. Incluso, cuando me preguntó sobre mi pérdida no me sentí incómoda. Que cuando yo quisiera le contara, señorita, dijo, había un cuarto de chico armado, lo había visto a la noche, cuando yo dormía y ella había ido al baño, pero faltaban fotos, ropa sucia, juguetes desordenados, que la entendiera, no tenía nada que contarle si no me parecía, señorita, pero quería que yo supiera que ella no solo pensaba en sí misma.

—No lo perdí, doña Ana, lo dejé ir, le solté la mano para que no se hundiera conmigo —dije y dejé que el tema se retirara como una ola sobre nuestra tarde y nosotras nos quedamos allí pisando la espuma, sabiendo que había ocurrido algo pero que no era el momento de zambullirnos y nada más.

—Mejor hablamos de mi hijo otro día, se lo prometo.

—¿Ve? Ahí tiene otra razón para venir a Mar Calmo.

Salimos de la terminal y caminamos contra un viento helado y húmedo, primero por un tramo de ruta, luego varias cuadras por un bulevar de negocios cerrados, carteles caídos y vidrieras sucias, hasta trepar una calle con una pendiente desproporcionada; después nos fuimos acercando al mar, incluso más allá de la costanera. Allí, casi sobre la playa, del otro lado de la última línea de construcciones turísticas, estaba su casa, elevada sobre pilotes. Para alcanzar la puerta había que atravesar varios metros de arena arremolinada junto a las gotas invisibles de agua que humedecían todo, y luego trepar una escalera de cinco escalones muy altos, incluso para mí. Sí, una casa de pescadores, como usted dice, señora, de las miles que hay en los pueblos españoles, una casa de pescadores pero habitada por una mujer sola desde hacía más de veinticinco años.

—Que da pena y está sola es cierto, intendente, pero no creo que desvaríe, ¿por qué lo dice?

—Estuvo encerrada en esa casucha que está para tirar no sé durante cuántos años, señorita Figueroa, es lógico que la pobre esté confundida. Nosotros, yo personalmente, desde la Municipalidad quise llevarla a un lugar mejor, más en el pueblo, menos inclemente, y tirar ese adefesio que, encima, quedó en el medio de todo, del progreso, pero no hubo forma, hasta amenazaba con dejarse morir, meterse al mar y ahogarse si la desalojábamos por su bien. Créame, esa mujer desvaría, hablaba sola y encima ahora... ¿qué pasa, Belén? No, andá para la escuela que por acá no necesitamos nada más. Belén limpia también la escuela, ¿sabe?, y cocina para los chicos que se quedan al comedor.

—Me decía que encima ahora...

Durante todo el camino, señora, doña Ana no había abierto la boca y yo no podía pensar que era por el mareo del viaje ni por la caminata. Había algo más en la pesadez de su andar que me incomodaba, me hacía sentir insegura y desconcertada. Subimos esos escalones altísimos ayudándonos con una baranda de caño oxidado y ella comenzó a buscar en su cartera las llaves con un movimiento algo frenético, con un apuro ansioso. Sobre nosotras todo era frío, viento, arena, el peor lugar del mundo para una mujer sola, había que estar loca para vivir allí, pensé, primero como si no significara nada, pero al cabo de unos segundos aquel pensamiento golpeó mi convicción sobre el viaje, la búsqueda, doña Ana, el nieto, en fin volvió a hacerme dudar sobre todo el asunto. ¿Qué había en la cabeza de alguien que vivía en un lugar tan hostil, tan al margen de todo? En ese momento, justo antes de entrar a la casa, rodeada de viento helado y arena, le confieso, señora, que me pregunté si todos estos años de soledad y tristeza no le habían horadado la razón a esa mujer que seguía sin encontrar sus llaves cada vez más alterada, como si de pronto la estuviera ganando un acceso de miedo y descontrol. Me pregunté eso, señora, y también si yo, desde mi propia soledad, no había podido verlo antes. Incluso me imaginé como una posibilidad que el diario de su hijo también fuera un invento, otra versión de un diálogo de fantasía, bajo las mismas reglas. Ella hablaba con Juan Cruz, sabiendo, según dijo, que él no estaba allí, pero eso no la hacía estar menos fuera de la realidad porque de hecho durante años se encerró a convivir con el recuerdo de su hijo. Me imaginé que quizás el diario fuera lo mismo, otra forma de convivir con Juan Cruz, seguir conociéndolo, que su muerte no fuera un punto final. Pensar en él como alguien que aún puede darle cosas, ilusiones. No, señora, no es que pensé todo esto en la puerta, rodeada del viento y el frío, mis dudas me siguieron durante mis primeras horas en Mar Calmo, siguieron conmigo cuando hablé con el intendente, en su despacho, y así fueron y volvieron periódicamente como la marea, durante bastante más tiempo.

—Gracias por todo, doña Ana, ya estoy mejor. Mañana en el diario voy a empezar a hacer algunas llamadas.

—Fue un placer cuidarla, señorita Figueroa. ¿Usted me llama? Y no se olvide de Mar Calmo, capaz el viaje le sirve. La puerta de mi casa está abierta siempre.

Nos despedimos, señora, ella en la vereda y yo en el palier. Doña Ana se fue caminando hacia la pieza de pensión que había alquilado y yo subí al ascensor que me alcanzó al sexto piso, mientras me ahogaba en el final del domingo.