Capítulo 21
—GUSTAVO Behrendt, Juan Carlos Bollo, Pedro Castro, Hugo Galliano, Néstor Gorosito, Luciano Guadagnini, Hugo Llanos, Miguel Paz, Enrique Pereyra, Isaías Quilahueque, Héctor Ragni, Oscar Rupp, Pedro Vendramin, Alejandro Vergara y Carlos Zubizarreta. ¿Conoce alguno de estos nombres?
—No.
—Son los bahienses que murieron en el mar, durante la guerra, la mayoría en el Belgrano. Acá tiene la lista para que la publique porque nadie la recuerda; y como esta lista, hay muchas, una por cada ciudad, con apellidos igual de desconocidos. Por eso hicimos el monumento, así como lo ve, gigantografías, se llaman. Fotos tan grandes como el olvido.
—Ya hablé con el veterano, doña Ana. Me invitan a una inauguración en el sudoeste de la provincia. Un monumento a los caídos por los veinticinco años de la guerra. El hombre me dijo que va a haber mucha gente del Crucero y que es un buen lugar para averiguar, que a él lo había llamado un compañero contándole de mí. De paso me pidió que publicara algo del acto en El Federal. Parecía un tipo serio, doña Ana. No tan alterado como el otro. No sé, me dio buena impresión.
—Pero tiene que viajar, señorita... es demasiado lejos, mucho trabajo ¿no?
—Ese es el tema.
—Me imagino, pero no se preocupe, ya va a haber alguna otra cosa que pueda hacer acá, más cerca... ¿Quiere algo más, un poco de mate cocido, algo?
—El tema no es ir, sino que tendría que irme hoy mismo, dentro de un rato, y dejarla sola, doña Ana. El acto empieza esta noche y dura hasta mañana al mediodía. Hoy hacen una vigilia y mañana los discursos y el resto de las actividades protocolares. El tipo me dijo que el mejor momento para conversar es durante la noche porque los recuerdos llegan con mucha fuerza.
—¡Entonces sí va a ir!
—Si a usted no le molesta quedarse sola...
—¡Qué me va a molestar, gracias, Celina!
Me pregunta, señora, para qué quedarse despiertos toda la noche pensando en el horror que vivieron. ¿Qué necesidad de pensar y pensar en vez de dejar la guerra atrás, como se hace en la vida con otros tantos malos recuerdos? Lo mismo me pregunté yo durante las primeras dos horas de acampar en medio de una plaza, al costado de una calle por donde pasaban cientos de autos que ni nos notaban. Los veteranos, mientras tanto, organizaban las cosas, cebaban mate, comían empanadas y sándwiches que habían llevado para compartir, un poco de vino, me hablaban de lo que les había costado conseguir los fondos para construir cada una de las veinte estructuras para las fotos de casi un metro de lado, y poco más. Nadie parecía recordar a ningún Tucumano y si conocían a Juan Cruz del Valle era por los diarios, porque tampoco lo recordaban del Crucero. En el buque habían sido más de mil personas y muy pocos días juntos. Las primeras horas, señora, casi lamenté haber corrido hasta Retiro para subir al colectivo y viajar setecientos kilómetros.
—¿Señorita Figueroa? ¿Usted es la señorita Figueroa?
—Sí. Soy yo.
—Gracias por venir, soy Rodolfo, habló conmigo por teléfono. ¿Cómo estuvo el viaje? ¿Trajo bolso? ¿No? Entonces vamos yendo para el parque, tengo el auto por ahí. Otra vez gracias por venir. Tal vez encuentre lo que busca.
La verdad, señora, estuve bastante decepcionada durante las primeras horas en el campamento. Además, la noche era helada, con un cielo brillante, pero con un aire frío que hacía difícil hasta mover la boca para hablar. Pero luego la ciudad que nos rodeaba empezó a apagarse, el tráfico casi desapareció, llegó el silencio y los hombres empezaron a juntarse en una ronda, sentados en banquitos de camping, alrededor de una hornalla a garrafa que servía para calentar una pava y muy poco a nosotros. Todos vestían camperones verdes con capuchas y la mayoría se había puesto mitones. Yo estaba junto al veterano que me había buscado en la terminal, en un punto sin privilegios de aquella reunión. Había tres mates que pasaban de mano en mano y se hablaba poco. A la mañana llegarían familiares de los caídos, las autoridades municipales, alguien del gobierno provincial, oficiales de Puerto Belgrano y otros veteranos retirados. Ellos, los que hacían la vigilia, eran todos colimbas o suboficiales que no habían logrado seguir en la Armada ni en la vida por los dolores de la guerra, ¿sabe, señorita?, me contaban. Algunos no habían podido dormir durante años, otros cayeron en la bebida, varios sufrieron ataques de pánico, muchos quedaron con temblores, sobre todo en las manos, como si el frío de las balsas se les hubiera pegado para siempre; la mayoría, me dijo Rodolfo, sufría de soledad. Es que había mil maneras de traer la guerra a casa pero muy pocas de que otros la dejaran entrar, me dijo; tarde o temprano muchos se habían ido alejando de todo; la guerra era para siempre y ellos tenían que enfrentarse con eso cada día de sus vidas. El resto de los hombres asentía con la cabeza. Sí, señora, claro que pensé que en todas las guerras había soldados que pudieron continuar adelante con sus vidas, pero no dije nada, ¡cómo iba a hacerlo!, ellos vivían su naufragio como podían, eran los marginales, los que habían sido desechados, los ocultados, pobres chicos como Juan Cruz o el Tucumano, que veinticinco años después seguían a la deriva, rodeados de cadáveres quemados, de hielo y horror. Después, señora, hice circular la foto de Juan Cruz. Ya me habían dicho que nadie lo recordaba del buque, sino de las noticias, pero quizá si lo veían una vez más algo les caía en la memoria. Imaginaba que con suerte su rostro los remitiría a algún recuerdo compartido, a alguna otra cara, otro nombre, una asociación entre esa carita y otra cosa que me pudiera ayudar. Además, era algo que no podía dejar de hacer aun cuando el rostro de Juan Cruz hubiera estado en los diarios y en la televisión del país todo aquel enero sin noticias, unos meses antes. La foto fue girando en la ronda como otro mate. Cada uno le prestó una atención respetuosa y luego negó con la cabeza en un gesto lamentado hasta que Juan Cruz volvió a mí. Miré la imagen, joven, un chico, como alguna vez habían sido esos rostros endurecidos, quebrados, que me rodeaban lamentando no poder ayudarme. Después hubo silencio, señora, y entonces me vi obligada a preguntarles por ellos, por sus propias experiencias, por sus momentos íntimos de guerra que cambiaron el curso de sus vidas, pero me ocurrió que en cada historia que me contaban lo veía a Juan Cruz, en realidad, ni siquiera a él, sino que mi protagonista de esos relatos de dolor era doña Ana, tan lejos, en Mar Calmo, mirando por la ventana, sin alcanzar a su hijo que ahora estaba en una guardia, cansado de no hacer nada, enojado porque tenían que relevarlo a las cuatro menos cuarto y ya faltaba un minuto para las cuatro de la tarde y tenía sueño y solo pensaba en tirarse en el sollado, que de pronto estalló en un infierno de fuego, de fuego y gritos que doña Ana no podía ver ni oír porque ni la vista ni el oído le llegaban tan lejos por más que se esforzara desde la ventana de Mar Calmo, porque sabía que allá, justo al frente de su casa que da al sur, estaba Juan Cruz, a quien tampoco podía ver trepando por la cubierta del buque escorado, tratando de llegar a una balsa que encima no se quedaba quieta entre olas como montañas y un viento helado de cien kilómetros, su hijo aturdido por los dos estruendos, el primero que mató a casi todos los muertos, el segundo que se llevó quince metros de la proa como si el buque fuera de manteca, y Juan Cruz, confundido porque de pronto la vida ocurría como en una película muda, una película de gente tirada, de cuerpos quemados, de chicos que se apretujan desconcertados, lejos de doña Ana que a las cuatro de la tarde del 2 de mayo de 1982 hacía rato que se había levantado de la siesta y sentado en el sillón como todos los días, sin presentimientos de nada, solo para mirar hacia el sur, sin oír ni ver a Juan Cruz aterrado por esa cara derretida, créame, señorita, literalmente derretida por el fuego, que aún así le grita al muchacho y a todos los muchachos, coraje marineros, los putos ingleses nos dieron, ¡evacuen en calma!, y que antes de desplomarse putea a esa yegua de la Thatcher, ¡la puta que la parió, vieja de mierda, viva la Patria!, si pudiera ver doña Ana no tendría los puños apretados que tiene ahora en el sillón de Mar Calmo, habría estirado los brazos y abierto las manos, mientras Juan Cruz cae a una balsa atrapada al destino del Crucero por un cabo que no se suelta y que doña Ana trataría de cortar con sus dedos desnudos, pero ella no ve ni oye ni puede alcanzar esa soga que mantiene a su hijo atado al Crucero que tiene los minutos contados por los dos torpedos mortales, hasta que otros brazos arrastran a Juan Cruz a un gomón y a otra balsa que flota como un corcho en un lavarropas, así nos veíamos todos, señorita, corchos en lavarropas, una balsa donde seguro Juan Cruz se habrá sentido muy solo, porque entraban veintidós y allí solo había tres hombres y doña Ana estaba demasiado lejos para darle calor, estaba en la ventana de Mar Calmo, señora, mirando sin poder ver, oyendo sin poder oír, mientras el Crucero se hundía tres mil metros y el griterío tras el ataque daba lugar a un himno argentino casi gritado y la balsa de Juan Cruz era arrastrada lejos de las otras, con demasiado espacio vacío para escapar del frío implacable.
—La vigilia se hizo larga, doña Ana, pero no eterna. No se preocupe. ¿Usted anda bien?
—Perdóneme, Celina, todo este esfuerzo es por mí...
—Y por mí, doña Ana, déjese de pavadas. En un rato empiezan los actos, hasta ahora no pude averiguar mucho, pero me dicen que va a venir más gente del Crucero y de la Armada, ¿quién sabe?
—Algo va a aparecer, Celina, estoy segura.
—La llamo más tarde, doña Ana, cuando haya terminado todo.
—Discúlpeme, señorita, me dicen que usted es periodista, que está buscando a alguien...
—Sí, pero no tuve mucha suerte, ¿usted es...?
—Soy el capitán Molina, bueno era el capitán Molina, ahora estoy retirado y viejo, pero acá todos somos lo que éramos hace más de veinte años, ¿no? Además, entre usted y yo, me encanta presentarme como el capitán Molina...
—Fue un lindo acto, buenos discursos, emotivos... ¿Usted estuvo en el hundimiento?
—No, en otro buque, bastante lejos del Belgrano y de las Islas, demasiado lejos de la guerra, pero esa es otra historia. El punto es que capaz tenga algún dato que pueda ayudarla, o capaz no, no quiero que se ilusione.
—Cualquier cosa es mejor que la nada que tengo, capitán.
—Hace veinte años es posible que el marinero tucumano que busca haya vivido escondido en mi casa. Es una historia larga y tal vez, como le digo, no tenga nada que ver con su tema, pero si quiere llamo a mi mujer, le digo que prepare algo, total igual va a cocinar porque está mi nieto, y se la cuento en casa, almorzando. Ella también lo conoció y además hay otra persona que la puede ayudar si hablamos del mismo muchacho. Acá ya no queda nada que usted pueda hacer.
—En eso tiene razón. Nadie se acuerda de nadie. Como si se hubieran conocido más tarde.
—En la guerra, señorita, se vive girando en torno de uno. Es instinto de supervivencia, miedo. Se habla de uno mismo y se escucha poco. No es raro que nadie recuerde a sus compañeros, salvo con los que estuvo muy cerca.
—A esos busco. A los que estaban muy cerca de Juan Cruz del Valle.
—Deme sus cosas, que la llevo a mi casa. Quizás le sirva a usted y quizás a mí también.
¿Cómo no iba a ir, señora? Podía tener algún dato y a eso había viajado. ¿Temor a qué? ¿A un desconocido, mujer? El capitán Molina era un hombre mayor que inspiraba confianza, cómo decirle, una mezcla entre un actor de cine entrado en años y alguien que arrastraba un poco de cansancio permanente. No había motivos para no ir. La mayoría de los marineros que habían pasado la noche conmigo lo saludaron, aunque durante el acto siempre estuvo del lado del público. Además, yo no tenía otra cosa que hacer y el primer colectivo a Buenos Aires salía a la siete de la tarde. Fue una buena decisión subirme al auto, pero no me quiero adelantar. Es importante que usted sepa paso a paso cómo llegué hasta aquí a pedirle lo que voy a pedirle más tarde y ese viaje hasta la casa de Molina fue un punto de inflexión más en esta historia que le estoy contando. A los pocos minutos de arrancar, mientras atravesábamos las calles internas de un enorme parque de eucaliptos, justo al girar una rotonda adornada con una estatua ecuestre del general San Martín sonó mi celular y yo atendí sin mirar, por reflejo. Era una voz de mujer. Mencionó mi nombre, dije sí, y me pidió que esperara, que iba a pasar el teléfono. Oí lo que me anunciaron sin abrir la boca. Cuando corté, el capitán Molina me preguntó si estaba todo bien, porque yo tenía cara de haber recibido una mala noticia. Lo miré sin responderle. No podía pensar más que en doña Ana, no podía recordar de quién había sido la idea de que la anciana saliera de Mar Calmo, ¿de ella, en medio del ataque de pánico por la muerte de Arévalo o mía? Tampoco podía decirme que había sido una buena decisión. Tal vez, doña Ana salvó su vida al irse conmigo o tal vez abrió la puerta para perder lo poco que le quedaba. No había manera de saberlo. Molina me volvió a preguntar si estaba bien, porque de pronto me había puesto pálida. Le dije que un poco cansada por la noche casi en vela que había pasado y me mantuve en silencio hasta su casa.