Capítulo 15

AL principio, le decían el Tarado o el Loco, después la costumbre unió los dos apodos: el Taraloco ese, un tipo flaco, peludo, con botas y una bolsa al hombro, agresivo, malo, solitario, aunque nunca había hecho nada, salvo asustar sin querer a varios chicos, no a todos, porque algunos se le acercaban para oírlo hablar solo. Vivía en la calle, y a la noche se escondía a dormir en los fondos de los patios, como una sombra, en un barrio acomodado de Bahía Blanca. La gente sabía de su paso por los jardines más que nada porque a la mañana encontraban el sitio donde había estado, su madriguera, pero casi nadie lo veía. Se escabullía entre un jardín y el otro atravesando los cercos con una velocidad de roedor sin llevarse nada, excepto la basura, que revolvía durante la noche. Algunos llegaron a dejarle comida preparada a la vista para que no les tirara las bolsas de residuos, pero jamás se la llevaba. Es más, en esos casos seguía de largo, así que muchas familias terminaron usando las viandas, casi siempre un sándwich envuelto en papel madera, para alejarlo de sus casas o de sus residuos, una especie de repelente para el Taraloco. Parecía confiar sólo en los chicos y en perros que al principio le habían ladrado (largas noches de un ladrido contagiado a lo largo y ancho del barrio, que nadie entendía hasta que comenzaron a relacionarlo con el tipo que daba vueltas de día), luego temido y más tarde acompañado o ignorado, como algo común durante las noches, al punto de que la gente empezó a creer por el silencio de sus perros que el loco-tarado ese finalmente pasaba las noches en otro lado y que la basura revuelta era ahora obra de animales callejeros comunes. Todo esto comenzó para mediados de 1984, casas sin alarma, chicos afuera hasta tarde, puertas abiertas, y fue recién a fines de ese año cuando la policía lo detuvo por primera vez, de día, por ningún delito. Caminaba de mañana por una calle del barrio, bolsa al hombro, rodeado de dos o tres perros, cuando se lo llevó el patrullero. El Taraloco se subió y lo primero que hizo fue llamar capitán al suboficial que manejaba. Buen día, jefe, y siguió hablando solo hasta la delegación, ¿todo bien en cubierta?, sin novedad, jefe, vaya a descansar entonces, gracias mi capitán, un diálogo en voz alta entre el Taraloco y alguien imaginario que les causó gracia y lástima a los dos policías, hasta que uno le preguntó al Taraloco primero su nombre y, ante el silencio, si tenía algún documento. Se quedó callado y sólo volvió a abrir la boca a la mañana siguiente, cuando lo bañaron y lo soltaran con la panza llena lo más lejos posible del barrio, casi en la ruta, dando varias vueltas antes con el patrullero para desorientarlo como a un perro, porque los vecinos los tenían hartos con las llamadas. El Taraloco bajó y gritó algo que ninguno de los dos policías entendió, un grito de auxilio, de dolor, que al oficial le provocó acelerar para dejarlo atrás rápidamente. Desde ese momento pasó casi un mes hasta que volvió a sonar el teléfono en la delegación policial. La voz de una mujer asustada, había alguien afuera, una sombra y su marido no estaba, ¿podían venir, por favor? Los policías lo encontraron en el fondo de un jardín, debajo de un arbusto, comiendo restos de fruta. Lo iluminaron con las linternas y el Taraloco se abrazó a sí mismo como si le hubiera dado un golpe de viento helado. El más joven pensó que era apenas un muchacho avejentado y que tenía los ojos como el agua, raro contra esa piel oscura y el pelo negro. El otro, que ya lo conocía de la vez anterior, lo trató con rudeza, vamos, vamos, arriba, pero cuando fue a levantarlo del brazo el Taraloco se paró como un resorte, volvió a ponerse firme y a llamarlo capitán, sin novedades, dijo, está bien marinero vaya a descansar, gracias capitán, conversó solo y se dejó llevar al patrullero. La segunda vez estuvo apenas unas horas en la delegación policial porque el policía joven convenció al oficial principal de llamar a Acción Social de la Municipalidad, era un pobre pibe, asustado, no le hacía mal a nadie, estaba loco nada más, ahí no lo iban a tener y si no lo ayudaban volvería a molestar en el barrio; el otro policía opinó que lo mejor era subirlo al patrullero, tirarlo en otra ciudad bien lejos y que se arreglaran allá, pero el policía joven había visto algo en los ojos del Taraloco que lo conmovió, mejor llamaban a la Municipalidad y que se hicieran cargo, capaz lo estaban buscando y se terminaban mandando un cagadón, bueno pibe, pero él no llamaba, no hacía los papeles, ni nada, ¿sí? A la mañana siguiente, después de dejar el turno, el policía joven llevó al Taraloco en su Zanella 50 hasta el Hospital Municipal. El pobre se le agarró a la cintura como si fuera a un tronco en el agua. Le habían dicho que empezara por ahí, por el hospital, que una vez que un médico diera el visto bueno, la gente de Acción Social lo ubicaría en algún lugar de contención, aunque era imposible retenerlo contra su voluntad, así que en cualquier momento podía volver a la calle, igual era mejor que abandonarlo a su suerte. Pero la guardia estaba repleta y nadie se hizo cargo de la custodia, que esperara acá sentadito, sin moverse, le había dicho una enfermera al Taraloco, como si le fuera a hacer caso. El policía joven decidió quedarse a esperar con él. Fueron más de tres horas que el Taraloco estuvo en silencio o a lo sumo hablando solo, de a ratitos, con la vista fija en el piso, sin contestar a ninguna de las preguntas que le hizo el policía. Parecía no acordarse ni cómo se llamaba ni cuántos años tenía, mucho menos de dónde había llegado o si tenía familia, pero al mismo tiempo el policía no podía verlo como a un idiota, más bien como a alguien perdido en sus pensamientos; le daba la sensación de que cuando hablaba solo estaba soñando despierto. Truco, decía de pronto, vamos, cabo, no se me va a achicar, quiero soldado, quiero, quiero, sin novedades, sin novedades, pibito, vos jugás conmigo... o incoherencias por el estilo. ¿Serían recuerdos, imaginación? El policía joven estaba intrigado y esperaba que los médicos pudieran sacarle algo. Cuando les llegó el turno, entraron juntos porque lo pidió la doctora de guardia, el policía pensó que era inofensivo, pero no dijo nada para poder estar cuando lo revisaran, por si decía algo que satisficiera su curiosidad. La médica le pidió al Taraloco que se sacara la ropa y fue como si hubiera hablado Dios. Se bajó los pantalones, se deshizo del saco mugriento y el suéter raído, medias, botas y se puso firme en calzoncillos y remera, pecho afuera, brazos a los costados, mirada al frente. La médica sonrió, lo llamó soldado y le pidió que se recostara. El Taraloco respondió a la orden como un resorte y quedó en la camilla boca arriba, muy quieto, mirando el techo; la médica le tocó y le miró las manos, las muñecas, luego los pies y tobillos, le palpó ambos lados del cuello y el interior de las piernas y mientras lo hacía, el policía se puso muy incómodo porque notó que el Taraloco estaba teniendo una erección, pero la médica la ignoró y siguió adelante. Al cabo de unos minutos de examinarlo, le preguntó si le dolía algo, si tomaba mucho, si a veces no podía respirar bien y por último si tenía algún nombre. A cada pregunta el loco se había mantenido ausente, haciendo gestos con la cabeza que la médica interpretaba como negativas y que al policía lo volvían a poner nervioso porque, como sea, no abrir la boca era una descortesía con la doctora, una mujer que lo estaba tratando muy bien. Pero cuando le preguntó sobre el nombre, el Taraloco murmuró algo que sonó a respuesta. Entonces, la médica le replicó con tono firme: ¡más alto, soldado!, y el loco casi gritó: ¡marinero Asco!, o algo así. Y qué hace por acá, marinero, volvió a preguntar la doctora, pero esta vez el Taraloco no dijo nada, por el contrario quedó suspendido, como si lo hubieran desconectado, la mirada clarísima perdida en algún sitio que no estaba en aquel consultorio, y el policía quedó igual, callado, expectante, ansioso porque se imaginó que el Taraloco trataba de acordarse de algo que se le había hundido en la memoria y que saldría a flote en cualquier momento. Pero al cabo de unos instantes fue la médica la que habló para decir que de salud estaba bien y que le iba a firmar el apto para que algún asistente social se lo llevara y al policía le pareció que la doctora se había apresurado, que si hubiera esperado un ratito más en silencio capaz el Taraloco habría dicho algo que le saciara la curiosidad y un poco, pensó más tarde, que le sacara a él la pena que le causaba ese muchacho perdido, casi un perro más en un barrio al que asustaba por caminar y tratar de protegerse del frío de la noche y, seguro, también del miedo. Porque cuando lo iluminó con la linterna él había visto que los ojos claros del loco tenían la expresión de los cachorros acorralados, esa mezcla de temor y pena, súplica más bien, esa mezcla de temor y súplica, eso vio en los ojos, ni mala leche ni maldad, alguien asustado que pide un poco de ayuda, pero aun así el oficial principal no le prestó atención al otro día cuando él opinó que tendrían que averiguar un poco, que tal vez daban con algún familiar del Taraloco. Pibe, le había dicho, ya hicimos de más, no hinches las pelotas, si vuelve lo tiramos en otra ciudad y que se arreglen. Esa noche el policía joven casi no pudo dormir; sabía que el muchacho no duraría nada en el hogar al que lo llevaron dos asistentes sociales muy jovencitas que lo trataron como a un idiota. Se escaparía a pesar de estar alimentado y calentito porque todos los linyeras con los que había hablado en su corta carrera como policía eran iguales: deambulaban porque buscaban algo, eran buscadores, algunos no sabían ni de qué, pero había algo que les faltaba y tenían que encontrarlo. ¿Qué buscaría el Taraloco? Si lo supiera, el policía joven pensó que sabría dónde encontrar su historia. Pasaron dos días enteros de guardia, y recién la tercera mañana tuvo un rato para ir hasta el hogar. No le comentó al oficial principal para que no lo insultara, se puso la ropa de civil, subió a su motito y cayó a visitar al Taraloco. El hogar era una casona que se levantaba o se caía, pensó, entre dos baldíos con canchitas de fútbol, justo enfrente de la avenida que cinco o seis cuadras más allá se convertía en uno de los accesos a la ciudad y luego en la ruta 3, camino al norte. Llegó cerca de las nueve o nueve y media, tocó la puerta varias veces hasta que oyó movimiento, como alguien que se acercaba de a poco por un pasillo que le hizo recordar el andar lento, inestable del Taraloco cuando caminaba por las calles del barrio, rodeado de perros, buscando vaya uno a saber qué. Lo atendió una mujer gorda, con el pelo canoso, la piel oscura y un repasador en la mano, una vieja con pinta de india. Antes de que el policía joven pudiera abrir la boca, la mujer le dijo que solo se atendía en la Municipalidad, que allá le iban a dar lo que necesitaba, que ella solo limpiaba, cocinaba y nada más. El policía joven pensó en lo que dos noches de guardia podían hacer con su aspecto y le dijo que él no necesitaba nada, solamente quería saber de una persona que habían traído hacía tres días, un muchacho joven, algo loco, con pinta de linyera, si podía verlo. No puede, le contestó la mujer y entonces él se identificó como policía, como el policía que lo había sacado de la calle, llevado al hospital y entregado a Acción Social, pero la mujer ni se inmutó, así fuera Alfonsín en carne y hueso no lo podía ver porque el linyera ese, cuándo no, había durado un suspiro en esa casa, ni la comida le había comido, cuando terminó de acomodarle la cama ya no estaba, eso no era una cárcel para obligarlo, que no la mirara así, el tipo abrió la puerta, agarró para afuera y la dejó con la comida en la olla y la cama tendida al cuete. El policía dio las gracias y dijo que ya volvería a verlo porque seguro iba al barrio donde él trabajaba, la anciana dudó porque el muchacho agarró para la ruta y cuando agarraban para allá capaz ni paraban hasta otra ciudad, a muchos no los había visto nunca más, cuándo no.