Capítulo 25

—¿FUE usted? ¿Por qué?

—Porque nunca me animé a hablar.

—Tanto miedo...

—No me va a entender, pero por favor, búsquelo, dígame que está bien.

¿Sabe, señora, qué fue lo peor apenas llegamos con Arrechea a Mar Calmo? Darme cuenta de que la playa estaba mucho mejor sin la casa de doña Ana. Habían pasado tres días desde el incendio y casi no quedaban restos, apenas algunos palos quemados contra el médano y poco más. Habían limpiado todo y la vista era otra, más amplia y limpia, una hermosa playa de arena que se extendía sin interrupciones hacia un lado y hacia el otro, señora. Todo era mucho mejor sin la casa en el medio. ¿Le parece una metáfora? A mí sí y me incomodó.

—Diva, más te vale que en ese rancho haya alguien.

—No me tenés fe, Arrechea. Caminá con cuidado que estás grande, el barro es bravo y si te caés, la cadera, capaz.

—La cadera la vas a tener que mover vos para pagarme esto.

—Arrechea, vos me amás. Entendelo.

Tardamos, señora, casi dos horas en recorrer la huella a pie. Era como caminar sobre un jabón mugriento y derretido, los dos descalzos, los pies succionados a cada paso. Le aclaro, señora, que a Arrechea le hablé en broma, pero lo pensé en serio. Arrechea me ama. Aunque me insultara exactamente cada cinco pasos ese hombre tenía que amarme para no haber pegado la vuelta. Sin embargo, siguió conmigo hasta el rancho que me había indicado Molina y desde ese momento no me soltó hasta dejarme en Ezeiza, cuando tomé el avión para venir a verla a usted, señora. Me llevó en su auto sin que se lo pidiera, al igual que decidió no dejarme volver sola a Mar Calmo.

—Entendelo, Arrechea, vos me amás.

—Lo único que entiendo, Diva, es que todo esto se paga.

—“Hay una historia detrás de cada puerta.” Te acordás de que me jodías con eso cuando era la pendeja de Información General. Bueno, vamos a tocar una puerta, así que dale.

A mediados de los años noventa, señora, tocaron la puerta en la casa del capitán Molina. Él se había retirado de la Armada hacía un tiempo y se pasaba el día entre lecturas de diarios, un poco de golf y los centros de veteranos, a los que ayudaba desde lo moral, porque dinero no tenía y para esa época los grupos estaban encaminados, aunque siguieran desoídos como en ningún otro momento.

—Todos miraban al exterior, señorita. La guerra ya era casi de otro siglo.

—Primer Mundo, capitán. Creíamos vivir ahí en esos años.

—Creíamos, pero el hombre que en ese momento tocó el timbre de mi casa nada tenía de Primer Mundo. Se presentó como aquel policía joven que antes trabajaba acá en el barrio, en la delegación, ¿me acordaba de él? Le dije claro y lo hice pasar, pero no lo hubiera reconocido jamás; imposible relacionar a ese tipo desencajado y con olor a alcohol dentro de aquel otro muchacho entusiasta que me había venido a ver unos diez años atrás por el problema de un supuesto ex combatiente perdido. El hombre que estaba parado en el living ahora era poco menos que un pordiosero. Le pregunté qué necesitaba; me respondió que lo había encontrado. Me quedé callado y él repitió que lo había encontrado, de suerte, en realidad, porque no lo había encontrado sino que se habían encontrado en una ruta, caminando, hacía mucho que se habían encontrado, pero ahora que pasaban por acá, tal vez yo podía darles algo para ir tirando, un poco de comida, algún peso, una changuita; él sabía que yo era una buena persona, se acordaba bien y yo sabía, me dijo, que él también era bueno, por favor. Mi primera reacción fue sacarlo de la casa; le dije vení, lo llevé al patio, nos sentamos afuera y recién ahí le pedí a la mujer que trabajaba con nosotros que hiciera un sándwich y trajera algo para tomar. Él me interrumpió: si podían ser dos, por favor. Esperamos en silencio, el hombre me miraba de vez en cuando, aunque la mayoría del tiempo no levantaba la vista, se agarraba las manos casi negras de mugre para evitar que viera un temblor que no se detenía, creo. Después comió y entonces le pregunté qué le había pasado. No me contó mucho. Más bien yo me armé su historia con algunos datos que pesqué, porque su voz se hundió como si no quisiera oírse a sí mismo. Al parecer, su mujer lo dejó solo con su hija porque no aguantaba ser madre, o por otro hombre, no lo sabía. Al principio se alegró, el último tiempo la loca no paraba de gritar; pero enseguida tuvo que dejar la policía y meterse de sereno de una empresa. No tenía quién cuidara de la pobre Milagros. De sereno, en cambio, se la podía llevar con él a trabajar todas las noches. Era un trabajo solitario. Mientras ella dormía, él no tenía nada que hacer, entonces tomaba, sentado en un escritorio, aburrido, pero sobre todo inquieto, como si todo el tiempo estuviera a punto de pasarle algo. Una noche abrió la puerta y se fue disparado, sin darse vuelta, así nomás. Su padre lo decía siempre, se fue a buscar algo, pensaba él, porque loco no estaba, sino con ganas de buscar. Se dijo que alguien encontraría a la nena al otro día y como apenas tenía tres años ni se acordaría de él cuando creciera. El dueño de la empresa, un buen hombre, se haría cargo, o alguna otra persona, siempre iba a estar mejor que con su padre, que no podía tenerla de acá para allá porque ya había decidido irse y de eso no había marcha atrás. Yo, señorita, estaba medio espantado, le confieso, y a punto de sacarlo y cerrar con llave, pero entonces me dijo que en ese ir y venir por las rutas y los pueblos se cruzó al muchacho de los patios, abajo de un puente; los dos cayeron a dormir al mismo sitio y ¿sabía qué?, lo reconoció por los ojos verdes, le dijo vos sos el Taraloco, el marinerito, y ya no se separaron, aunque el Taraloco tardó mucho en hablarle de corrido; cuando lo hizo se enteró de que había estado en la guerra, en el Crucero Belgrano, que era tucumano y que buscaba a sus compañeros, pero que no los podía encontrar. El hombre me dijo, señorita, que el Taraloco vivía y se acordaba de todo aquello como si hubiera ocurrido ayer y que era imposible explicarle que habían pasado años, no lo entendía, no había manera. Yo le pregunté si sabía su nombre y me dijo que no, aunque si quería lo hacía pasar, estaba afuera, por ahí, esperando. Para esa época, señorita, había conocido cientos de historias de veteranos y apenas lo vi supe que decía la verdad. Vivía en el 82, recordaba cada tarea suya en el buque, a sus compañeros, a sus jefes, los horarios de guardia, las instrucciones de abandono en caso de ataque, las balsas, el frío, el orín y los vómitos para calentarse, el mareo, la llegada a Ushuaia; lo que tuviera que ver con la guerra eran fotos en su memoria, al punto de que no recordaba su nombre, sino el apodo que le habían puesto sus compañeros, el Tucu. Pero al mismo tiempo su vida se había apagado cuando pisó tierra después de veinticuatro horas entre el viento y las olas de diez metros. No podía decir adónde lo habían llevado, qué habían hecho con él, cómo había terminado en la calle, en este barrio; lo único que sabía era que había perdido a sus compañeros, que tenía que encontrarlos, sacarlos del agua, despertarlos. ¿Se da cuenta, señorita? El Taraloco, el Tucu, el loco del cementerio, quería encontrar a sus camaradas, estar con ellos, capaz para hacer lo que no pudo en el Crucero porque allí se le morían delante de él.

—Sacarlos a flote, desenterrarlos con sus propias manos...

—Como lo estaba haciendo cuando tuvo la mala suerte de cruzarse con aquel policía al que golpeó sin querer, con los músculos que se le escaparon por la tensión de la soledad.

—¿Vos estás segura, Diva, de que no nos van a sacar a tiros de acá o nos van a echar los perros? Mirá la tapera, está destruida, ¿y los ladridos? Nos van a comer.

—No creo, bueno, no sé. Por algo los alejaron tanto, ¿no?

—Volvamos, Diva, dale que acá nos matan y no nos encuentra nadie...

—Arrechea, no seas cagón.

Le digo, señora, que yo también sentía bastante inquietud. A medida que nos acercábamos al rancho por la huella y nos alejábamos del auto encajado tenía la sensación de ir quedando a la intemperie, a merced de la naturaleza, en medio de un mar de yuyo y barro, rodeados de horizonte y con la idea de que cualquier cosa podía pasar. Náufragos en la pampa. Molina me había dicho que el policía era un alcohólico que se dominaba y que el pobre Tucumano nunca pudo salir de la guerra, incluso tiempo después cuando Molina mismo le contó quién era y qué le había ocurrido. Aquel día en que lo conoció, el capitán consiguió que ambos aceptaran dormir en una pensión a cambio de llenarles sus bolsas de comida y de convencer al policía de que su compañero merecía una retribución con la que al menos podría comer todos los meses. Solo tenían que darle tiempo para averiguar quién era en realidad, porque en su momento el apellido con el que lo había buscado no existía. Molina no tardó mucho en entender su breve historia, señora. En la Armada estaba anotado con el nombre de Velazco, que era el verdadero y no Peñasco, y dado por desaparecido tras el hundimiento.

—Cuando lo sacaron del mar habrá estado en shock, señorita, y así llegó a Ushuaia, en silencio, aturdido, pensando en sus compañeros que de pronto ya no estaban con él. Lo internaron, o no, sin demasiadas averiguaciones y de allí se habrá escapado confundido, o tal vez llegó hasta Puerto Belgrano en avión y salió caminando sin más por la puerta principal. Vaya uno a saber. En todos los registros aparecía como desaparecido. Su madre aceptó la pérdida, ¿por qué no iba a hacerlo? Y al tiempo murió. Me lo dijo un vecino cuando fui a Tucumán a buscar su partida de nacimiento para tramitarle la pensión de veterano. El Taraloco era el conscripto Belisario Velazco y no el Nene Peñasco, un muchacho con ojitos verdes, en general solitario, al que le gustaba andar en bicicleta por su barrio y tener perros, varios perros de la calle, que lo acompañaban a todos lados, el pibe de los perros, le decían los vecinos y después lo llamaban el pobre pibe que se murió en la guerra. Esa noche, señorita, conseguí que se quedaran en la pensión, pero al día siguiente los pasé a ver y el ex policía me dijo que seguían viaje. Era imposible frenarlos en esa época, pero volvieron varias veces. En una le conté a Belisario su propia historia y lo llevé con algunos veteranos, pero no eran los que andaba buscando porque se ensimismó enseguida. En otra pasada le avisé de la pensión que tenía por haber ido a la guerra y le hablé sobre su madre y, hace unos tres o cuatro años, les ofrecí a los dos un lugar donde estar. Un amigo mío necesitaba un puestero porque le venían robando mucha hacienda. Era un lugar solitario, alejado de todo, apenas un rancho, a la sombra de algunos eucaliptos de cien años, ¿pero quién sabía?, capaz se sentían a gusto después de andar tanto a la intemperie. El ex policía aceptó enseguida, se ve que estaba cansado, Belisario lo siguió y, desde entonces, viven ahí, como navegantes solitarios, porque de lejos los árboles parecen velas y el ranchito, una embarcación desvencijada, ¿sabe?

—¿Y se los puede ir a ver?

—Claro, de eso se trata. Yo creo que Belisario estuvo cerca del muchacho que apareció en la Antártida. Eso me pareció cuando vio su foto en uno de los diarios que yo le llevo de vez en cuando con noticias de otros veteranos. Se puso muy ansioso con esa foto, la recortó enseguida, como si tuviera miedo de perderla. Después le llevé el resto de los diarios de esa época y se puso más contento todavía. Por eso creo que puede ayudarla, señorita.

—Ignoralos, Arrechea, no los mires.

—Nos van a comer, Diva, te lo digo. Tienen pinta de bravos.

—Seguí caminando que ahí me parece que hay alguien.

—Si no nos comen los perros, nos matan estos borrachos de un escopetazo, Diva.

—Seguí caminando que ya llegamos. No seas cagón. Buenas tardes, nos manda el capitán Molina, ¿usted es Belisario Velazco?