Capítulo 16
—¿CÓMO se encuentra a alguien que fue enterrado hace más de veinticinco años?
—No le entiendo.
—Eso es lo que me está preguntando, señorita.
—No. Está confundido. El marinero que yo busco capaz sobrevivió en el Belgrano.
—No importa si tiene cruz o no la tiene. Ni siquiera importa si perdió la vida o no. Lo único real es que está enterrado hace más de veinticinco años. Eso fue lo que pasó con todos nosotros, con los que volvieron en bolsas, los que desaparecieron y los que volvimos caminando. Nos enterraron. ¿Sabe qué es una asociación de veteranos? Un grupo de muertos vivientes que nos fuimos juntando de a poco, como en las películas esas de zombies.
—Deben tener una lista con apellidos, con orígenes, me imagino...
—Mire, usted busca a un chico tucumano, hubo cerca de ciento cincuenta en el buque y veintitrés desaparecidos. Hay más de cien que volvieron, así que capaz el pibe ande por ahí y lo encontramos, pero no le garantizo nada. Voy a mandar un mail a la gente de allá para que se ponga en campaña de encontrar a un sobreviviente tucumano amigo del conscripto Juan Cruz del Valle, el que apareció en la Antártida, el único famoso.
—Mire, señor, yo sé que es difícil que esté vivo, que la mujer que me pidió este favor hubiera tenido noticias de él...
—No se crea... puede ser cualquier cosa con un veterano... tal vez ni quiere que lo encuentren o no se acuerda o se suicidó... Yo la llamo. Ya le digo, es difícil vivir en el entierro.
Le aseguro, señora, que de no haber sido por ese papel, me hubiera ido a la mañana siguiente y de haberlo hecho no estaría acá y usted no tendría que aguantarse tanta lata, como dicen. Pero ocurrió que abrí la cartera y sí había un papel y a la mañana siguiente miré a doña Ana con otros ojos y le dije que habláramos de Juan Cruz, que se olvidara de la noche pasada, que nos concentráramos en ver la manera de llegar a su nieto. ¿Que por qué cambié tanto de opinión por un papelillo? ¿Por qué no pensé que la propia doña Ana lo había puesto allí? Era imposible, no tenía sentido, ella había hecho cientos de kilómetros para buscarme y pedirme las cosas cara a cara, esto lo vi muy claro; no tenía idea de cómo había llegado a mi cartera, pero sabía cómo no lo había hecho; doña Ana no había tenido nada que ver. Además, esa forma en que el papel estaba doblado, apretado, comprimido es la forma en que se entierran secretos en el fondo de nosotros; lo primero que pensé cuando lo vi fue el tiempo en que oculté mi cobardía con Tomás, las veces en que la negué, que fingí vivir con él, cuidarlo, correr a casa, hablar en el diario por teléfono con una niñera inventada, protestar por noches en vela que no existieron, por enfermedades que no cuidé, todas formas de doblar y doblar mi secreto sobre sí mismo como lo habían hecho con esa hoja; cada mentira, otro pliegue a la realidad con la ilusión de que se hiciera tan chiquitita que nadie la viera. Ese papel, lo supe enseguida, estaba doblado con miedo, con vergüenza o con ambos; son los sentimientos por los que la gente quiere desaparecer o hacer desaparecer. ¿Entonces, la Argentina estuvo llena de maricas o vergonzosos, me dice, con la cantidad de desaparecidos que vosotros tenéis? Como sea, señora. Desde que lo vi, ese papel me habló más allá de sus cinco palabras.
—Buen día, doña Ana, ¿durmió bien? Anoche cuando llegué de cenar en lo del intendente todavía estaba despierta. ¿Se acuerda?
—Le preparé café, señorita Celina.
—¿Usted desayuna conmigo?
—Tengo que lavar, señorita.
—¿Se siente bien?
—Sí, pero tengo que lavar. Usted desayune y después si quiere salga. Yo tengo que lavar.
—Doña Ana... venga siéntese... por favor.
—Tengo que lavar...
—Por favor, míreme, venga, siéntese.
—Es que usted... señorita...
—Yo le creo, doña Ana. Es cierto que anoche llegué confundida, con dudas, pero le aseguro que ahora tiene que estar tranquila porque le creo y vamos a hacer lo posible.
—Yo sé que usted no me cree, como casi todos.
—Tenía dudas, pero eso era antes. Ni usted está loca ni yo soy una mala persona. No, por favor, no llore.
—Discúlpeme, señorita Celina, es que pensé...
—Que yo era uno de ellos...
—Sí, algo así.
—¿Y quiénes son ellos, doña Ana?
—Los que dice Arévalo, los que se llevaron a mi nieto, los que se llevaron todo.
—¿Sabe qué creo? Que es mejor olvidarnos de ellos y buscar por otro lado. Hay que encontrar a alguien que haya estado con Juan Cruz en el Crucero, un amigo, alguien en quien haya confiado, necesitamos el nombre de la novia. Entre chicos tienen que haber hablado.
—El Tucumano, yo siempre pensé en el Tucumano, pero me dijeron que si no me vino a ver era porque estaba muerto.
—¿Quién se lo dijo?
—Todos, después de los actos, cuando en el diario de Juan Cruz leí que tenía un nieto, yo pensé en el amigo tucumano que tanto nombraba y pregunté qué hacer para encontrarlo y me dijeron que no me hiciera ilusiones, que había pasado mucho tiempo y qué sé yo qué más.
—¿Pero quién le dijo así?
—No me acuerdo bien. Todos los que me venían a saludar en el acto de la escuela. Todos a los que les pregunté. Me felicitaban por Juan Cruz, me abrazaban y cuando yo les decía que quería encontrar a mi nieto, porque en el diario decía que iba a tener un nieto, se callaban o me decían que no me hiciera ilusiones, que seguramente no existía, que habían pasado veinticinco años. Arévalo sí.
—¿Arévalo, qué?
—Él me decía que buscara, que le metiera, que ellos no podían quedarse también con mi nieto.
—¿Y por qué él estaba tan seguro?
—No sé, nunca me dijo nada. Solo que le metiera para adelante. Que ahora ellos no podían hacerme nada porque era la madre de un héroe y había salido en televisión. Él me dijo que la buscara a usted, que la había visto en un programa porque había encontrado a alguien, por él la fui a ver, señorita.
—Hagamos una cosa, doña Ana, voy a charlar con Arévalo, capaz a mí me diga algo; qué sospecha, qué imagina, un nombre. Quién sabe. ¿Usted cree que él tiene miedo?
—Miedo no, pero está solo y es grande...
—Viento, Arrechea, ese motor que oís es viento helado zumbando, no me estoy yendo en un boeing con un amante, es el viento de la costa bonaerense, ese que hace de estos lugares las playas más hijas de puta del mundo, como decís vos.
—¿Y qué carajo hacés en la playa en pleno invierno?, ¿te vas a suicidar como Alfonsina? Aguantá que nada está tan mal, excepto mi amigo que ya no sabe qué hacer.
—¿Me averiguaste algo de lo que te pedí?
—¿Qué?, no te escucho...
—Si me averiguaste...
—¿Del político ese? Ni en pedo, no tuve tiempo. ¿Cuándo volvés?
—No oigo nada con este huracán.
—¿Qué?
—Que con el viento no oigo nada, gritá Arrechea, si siempre gritás, gritame ahora si querés hablar...
—¿Pero en qué playa estás?
—Caminando por una calle en Mar Calmo, al sur, qué sé yo, en un balneario, Arrechea, son todos iguales, bancame, no cortes que ya llegué, al lugar, voy a ver a un... ¡Arévalo!, la puta madre, Arrechea, está muerto, me oís, Arrechea, este viejo está muerto...
—¿Qué decís, Diva? No te entendí nada.
—¡Que este viejo está muerto, Arrechea!
Arévalo estaba tirado en el suelo, señora, entre dos mesas cerca de la puerta, con los brazos abiertos, la nuca apoyada en un charco de sangre oscura y los ojos clavados en el techo. Lo vi porque la claridad que entró conmigo lo rescató antes de tropezarme con él. Salí espantada, pero afuera, entre el viento y mis nervios, Arrechea no me oía nada, así que volví al bar para poder hablarle. Me dijo que le extrañaba que me pusiera así por un muerto, que no era una pendeja de Información General, que llamara a la policía y, sobre todo, que si daba para una notita que la hiciera y la mandara, después largó una carcajada, que lo llamara cuando estuviera todo en orden. No, señora, nunca me quedó en claro si lo mataron o se murió solo; supongo que las dos cosas.
—¿Me dice que usted lo encontró, señorita?
—Ya le dije que sí, sargento.
—¿Y así nomás, como está el viejo, tirado, boca arriba, todo igualito?
—Sí, no voy a tocarlo; entré, lo vi, busqué el número de ustedes y los llamé.
—Pobre viejo, ¿no? Se murió nomás, después de tantos años...
—Parece que tiene un golpe fuerte en la cabeza, ¿no?
—Se ha golpeado con la mesa, era pesado el viejo Arévalo y la carne de los viejos se abre fácil, pobre. Anoche, capaz. Ahora viene el lío. ¿Sabe? Acá no tenemos cementerio ni ambulancia, así que lo tenemos, bah, lo tengo que llevar a treinta kilómetros para que lo entierren. Voy a ver si alguien me ayuda a meterlo al patrullero. Este viejo es pesado en serio.
—¿Pero no lo va a ver un médico, una autopsia, tiene un golpe...?
—Allá agarro al médico de la policía y que firme el certificado. No se preocupe. Pobre viejo, morirse después de tantos años. Igual, usted espere un ratito. Llamé al intendente para contarle lo que pasó y me dijo que le pidiera a usted que lo esperara. Yo, mientras, voy preparando el patrullero con bolsas, que se me va a manchar todo.
—Como forma de morirse no es mala, ¿no le parece, Celina?
—¿Qué está diciendo? ¿Buena muerte terminar tirado como un perro?
—No, en el lugar de uno, sin andar en hospitales ni dando trabajo a los demás. Así quiero morirme yo, sabe, un día en la Municipalidad, de bastante más viejo, entra alguien y me encuentra. Un paro cardíaco fulminante y listo. El momento del que sigue. La muerte de los viejos es otra forma de progreso y el progreso es la meta, ¿no cree? Igual, Arévalo era un pedazo de nuestra historia. Voy a mandar un proyecto al Concejo Deliberante para que declaren oficialmente el pesar por la muerte de este vecino de siempre. ¿Buen gesto, no?
—Me preocupa doña Ana, cuando le diga se va a poner muy mal. Se conocían de toda la vida, me parece...
—Siempre fueron muy unidos; hasta en los divagues eran unidos esos dos viejos. Pero bueno... ya está... Celina, ¿se viene esta noche a comer a casa? Elsa la pasó muy bien anoche, le gustaría repetir antes de que se vaya.
—Me iba a ir a Buenos Aires, pero me voy a quedar a la noche con doña Ana porque seguro que se va a sentir muy mal cuando se entere.
—Una pena. No le digo de bajar con usted ni que le mande mis respetos porque esa mujer no me tiene mucha simpatía, pero si necesita algo me llama.
Aquella, señora, fue una noche difícil para las dos. Doña Ana tomó la muerte de Arévalo mucho peor de lo que yo esperaba. Fue como si de pronto se hubiera debilitado hasta el límite. La sentía temblar, los labios, las manos, los ojos, no podía mantenerlos quietos, las piernas y los pies, todo se estremecía, vibraba, como a punto de romperse. Temí por su salud, pero lo peor, señora, fue cuando entendí que ella misma temía por su vida, que sufría un ataque de miedo, de pánico, la sensación de sentirse a un paso de su propia muerte, que la fue ahogando a medida que pasó el día y cayó el sol. Cada ruido de afuera, cada ola rompiendo sobre el silencio de la playa, un auto en la calle, sus propios pasos, todo empeoraba su terror y yo no tenía idea de cómo contenerla hasta que terminó por contagiarme. Al otro día, de madrugada, doña Ana cerró la casa y las dos volvimos a Buenos Aires en un remís que llamé para que viniera a buscarnos desde el pueblo a donde se habían llevado el cadáver de Arévalo.
—Lo mataron ellos, señorita Celina, lo mataron ellos, él siempre me decía que no lo iban a sacar vivo de ahí, lo mataron ellos, él siempre me decía que éramos lo único que quedaba en pie, lo mataron ellos, se da cuenta, señorita, no voy a ver nunca a mi nieto, me van a matar a mí también.
—Duérmase hasta Buenos Aires, doña Ana, son unas horas para que descanse. No le va a pasar nada. Duérmase que anoche no pegamos un ojo. Duérmase sin miedo que vamos a encontrar a su nieto.