Capítulo 5

LA última vez que doña Ana habló con su hijo, señora, fue la noche anterior a que el helicóptero del Irízar rescatara el cuerpo del hielo antártico. Cuando me lo contó el viernes en el bar donde nos habíamos encontrado a la vuelta de El Federal debo haber puesto cara de desconcierto o de pena. No esperaba oír tal desvarío. Sí, simplezas de una mujer mayor, de pueblo, pero no una expresión de locura como la que acababa de escuchar. No fue un buen comienzo, se imagina. Sus palabras le quitaron todo el sentido que yo le había cargado al asunto, por supuesto, en lo que a mí me servía. Fue un golpe de desilusión, de esos que la dejan a una abatida, sin expectativas. Es posible que yo misma me hubiera visto en esa afirmación desequilibrada, como si de pronto la mujer me hubiera mostrado que el sostén de mi entusiasmo era una locura hecha de hielo que tarde o temprano se derretiría en algo sin sustancia, apenas un poco de agua en el piso. No dije nada, hubo un instante en que las dos nos quedamos calladas, hasta que la mujer se vio inclinada a justificarse. Me provocó algo de alivio, dijo que para ella la aparición de su muchacho por la puerta de la cocina el 1º de enero de 2007 no fue algo extraordinario. Mucho menos lo tomó como un aviso de que al otro día aparecería su cuerpo. Estaba convencida de que ambas apariciones no habían tenido nada que ver entre sí. Doña Ana, así se llama esta mujer increíble, señora, me dijo que desde que su hijo se había ido a la guerra ella siguió hablando con él casi todas las noches. Dos o tres preguntas conversadas al pasar, las mismas que cualquier madre le haría antes de dormir a un muchacho de veinte años, que vive ausente, recluido en sus cosas. “¿Comiste algo?” “Abrigate, que después te resfriás.” Cosas así. A veces mirando sus fotos y otras mirándolo directamente a él. Después buscó despreocuparme. Me aclaró que el hecho de que su hijo estuviera desaparecido desde hacía tanto no la volvía una demente por verlo y hablarle, solo se siguió la corriente en un recuerdo que se le fue de las manos. Después de todo, agregó, una no dejaba de ser madre por haber perdido a su hijo, ¿no, señorita? Ahí no la pude mirar, señora. Desvié la vista y tomé un sorbo de vino. Más o menos a la misma hora del día anterior, había imaginado a Tomás diciéndome que quería vivir conmigo. No era la primera vez que tenía esa visión mientras comía con mi hijo. Como respuesta siempre me imaginaba asegurándole que estaba mejor con la abuela, me veía revolviéndole los pelos y dándole un beso con gesto despreocupado. Pero solo actuaba así en mi cabeza. En la realidad, ese pensamiento me lanzaba a un estado de alerta, como al temor por un peligro inminente, que me obligaba a levantarme como un resorte, alzar a Tomás y salir disparada hacia la soledad de mi departamento, mientras pensaba lo que siempre pienso: que falta menos para que se derrumbe toda la fantasía que ahora puedo sostener.

El mozo nos trajo la comida en medio del pozo de silencio que se había producido entre nosotras. Doña Ana se había callado esperando que yo entendiera su justificación y yo me había hundido en el recuerdo de la comida con Tomás. Estábamos en el restaurante desde hacía unos veinte minutos. Pasó a buscarme por el diario como habíamos quedado el día anterior. Se anunció con los porteros, me llamaron y bajé enseguida. La mujer me esperaba casi exactamente en el mismo lugar donde la vi la primera vez, una semana atrás, aunque ahora la noté afirmada, parecía incluso más joven. Después me contó que mi decisión la había llenado de ilusiones y que si no fuera porque no quería quedar como una vieja exagerada, me diría que le había devuelto las ganas de vivir al aceptar buscar a su nieto. Desde que el cuerpo de su hijo volvió, ella lo había recuperado en un sentido pero perdido en otro. Su aparición la había liberado de la incertidumbre pero a cambio la dejó sola. Es que mientras estuvo desaparecido no hubo un solo día en que... Ahí fue cuando me contó sobre los encuentros cotidianos que me hicieron zozobrar. Pero al cabo de un rato de comer juntas me convencí de que esa mujer estaba lejos de la locura. De todas formas, para ese momento ella no me importaba más allá de su papel justificador de mi propia búsqueda, que no tenía que ver con su nieto sino conmigo. Aun así debía seguir con la farsa que en la práctica suponía apenas una mentira (y no lo digo para que no me considere mal sino para que entienda de dónde vengo). Que si me dejaba hacer con el cuaderno lo que yo quisiera, me dedicaría a buscar a su nieto y muy posiblemente lo encontraría. Casi no tuve que mencionarlo. El entusiasmo de doña Ana le ahuyentaba cualquier duda. Simplemente empezó a contarme sobre su hijo. Ese mediodía se extendió hasta entrada la tarde.