Capítulo 28
—DOÑA Ana, no se preocupe, ¿cómo no se va a quedar acá? Yo voy a volver en unos días. Es un viaje de trabajo.
—No puedo vivir en su casa, señorita.
—Sí puede, yo la invito.
—Tengo que volver a la mía.
—Quédese, por favor. No vale la pena irse ahora.
La idea de seguir ocultándole todo a doña Ana fue de Arrechea, señora. Cuando salíamos de Mar Calmo me dijo que si quería llegar al final de la búsqueda no le dijera nada, ni siquiera lo de su casa quemada, después no la iba a poder dejar sola; y tampoco era justo para usted, señora, que doña Ana supiera todo, si es que la encontraba, claro. Arrechea parecía tan conmovido como yo, y más ansioso. Lo miraba en el auto y pensaba que era increíble pero la historia que quedó al descubierto lo había golpeado más que a mí. Sos humano, los dos somos humanos, ¡mirá qué hallazgo!, pensaba, señora, mientras lo miraba manejar de vuelta a Buenos Aires, callado y pensativo, con los ojos fijos en la ruta. Para cuando dejamos el pueblo, ya habíamos leído su primera carta, señora, en la que usted le cuenta a Belén que salieron del país sin problemas en Migraciones, que por momentos tuvo miedo, pero que por suerte los papeles que había conseguido eran buenos y el niño pasó como hijo suyo. Escribió esa carta en el avión, me pareció, porque habló en presente, dice que están dejando los reflejos de Buenos Aire abajo y al niño no le importa, solo desea tomar su mamadera y mirar más allá de todo, sin fijar la atención en nada, escribió usted. ¿Iñaki? ¿Que para ese momento ya lo había llamado Iñaki? ¿Que ahora es un muchacho, un muchacho que se llama Iñaki? Lindo nombre, señora, pero fue usted la que no lo nombró en ninguna de las cartas a Belén, siempre lo llamó el niño o el chaval, imagino que para no lastimar a la pobrecita que se lo dio, porque al principio pensé que usted lo había comprado, una europea que llega a un país sudamericano a llevarse al hijo que no puede tener, pero enseguida me di cuenta de que la persona que escribía esas cartas no era capaz de eso. Hicimos algunas especulaciones con Arrechea, señora, y él se inventó que usted era parte de algún grupo de españoles bienintencionado de la Internacional Socialista, que en aquel momento vino a hacer un intercambio sobre reorganización democrática en la Argentina, o algo parecido; que le tocó trabajar con el alfonsinismo bonaerense en la Legislatura provincial y que estuvo el tiempo suficiente para conocer a Belén y darle una salida al drama repentino que sufrió esa chica cuando le devolvieron al bebé, y también a un drama que era suyo. Le confieso que Arrechea dijo que seguro usted era una típica lesbiana madrileña con ganas de ser madre sin usar a un hombre. Después pudo anotar al niño como propio o conseguirle un pasaporte falso gracias a los contactos políticos y a sus buenas intenciones, en una época de la historia de nuestro país, dijo Arrechea, en que las buenas intenciones eran sobrevaloradas al extremo. ¿Que le agrada ese Arrechea? ¿Que por poco la acierta, excepto que fue la chavala la que dio el primer paso? Fue hace mucho, señora, ya no es importante, ¿verdad?, ¿vale? Además, las cartas son la prueba de su buena voluntad.
—Señorita, señorita. Espere un segundo.
—Belén... volviste... tenemos que...
—Tome, agarre, capaz ayude...
—¿Qué es esto?
—Capaz ayude... pídale perdón a doña Ana, por favor...
—Pará, no te vayas, hablemos...
—Pídale perdón, señorita...
—Hablemos...
—No quiero saber nada, léalas usted, capaz la ayuden. Yo no sé nada. No le diga a don Julio que le di esto, ni él sabe que existen, por favor, no le diga nada...
—Belén... pará... no corras....
—Dejala, Diva, pobre tipa. Es una esclava de los hijos de puta de siempre. Vamos.
—Quiero hablar con el intendente. Con lo de esa Elsa no me alcanza, Arrechea. Ese turro tiene que saber algo más.
—Con ese voy a hablar yo más adelante. Tu respuesta debe estar en esa bolsa. Vamos al auto y vemos.
—Son cinco cartas cerradas. No entiendo.
—Leelas, Diva. Si no, no vas a entender nunca. Con razón te comés los garrones que te comés. Si te sirven algo en bandeja vos lo pedís hasta digerido. Leelas y te vas a enterar si tienen algo que valga la pena.
—Callate y oí, Arrechea: 15 de junio de 1984. Querida niña, hemos pasado Migraciones y salido del país con nervios, pero, al cabo, sin problemas. Abajo los reflejos de Buenos Aires van y vienen entre las nubes de humedad que tanto he sufrido estos meses. Tu niño, porque como te he dicho desde el inicio siempre será tuyo si lo quieres, está muy bien, aquí sentado, con su mamadera, sin fijar la atención en nada, mirando eso que está como en el aire, invisible para todos nosotros y que solo este chaval especial es capaz de ver. Aunque sé que es algo mayor, decidí que hoy cumple el primer año, su pequeño cuerpo no me desmiente, ¿vale?; nunca te he preguntado su fecha de nacimiento, así que lo festejo hoy, aquí, mientras el avión se acerca al mar oscuro donde pescaba su padre, como me has contado la otra noche, cuando nos despedimos y a ti se te caían las lágrimas por recordarlo a él, querida, el niño y yo nos vamos a internar sobre ese mar que tu Juan Cruz (¿me has dicho que ese era su nombre, verdad?) tanto amaba. Bueno, Belén, voy a atender al niño que ha comenzado a llorar y el pasaje mira. Cuando lleguemos a Madrid seguiré escribiéndote esta carta para enviártela cuanto antes, niña, porque imagino que no han de ser buenas horas estas para ti, pero ten siempre en cuenta que no has hecho nada sin retorno.
...
Ya estamos aquí, niña, hace un día. Tampoco hemos tenido problemas en Barajas, que así se llama el aeropuerto de esta ciudad. El niño casi no ha dormido y la gente me ha mirado mal todo el vuelo, pero que se den por culo, que es un ángel al que nadie comprende. Ya tiene su cuarto, ¿sabes?, fue lo primero que alisté apenas llegamos, eso y telefonearle a mi madre para decirle lo que habíamos hecho tú y yo, niña, nuestro “acuerdo de protección” y a ella le ha parecido tan bien que se ha emocionado, ya había perdido las esperanzas de tener un niño entre nosotras, conmigo pisando los cuarenta y sin expectativas de hombres. Niña, deseo que estés bien. No dejes de avisarme si necesitas algo, ¿quieres?, que desde aquí intentaré ayudarte. Espero tu respuesta. Escríbeme a la dirección que está en el sobre, que allí me encontrarás siempre.
—Y firma Meche.
—¿Y el remitente?
—Una dirección en Madrid, sin nombre, lo mismo que en las demás.
—¿Te animás a ir para allá, Diva?
—¿A Madrid? Claro. ¿Por qué tanto interés, Arrechea?
—El diario te banca todo, Diva. Yo te mando. Andá, tratá de encontrarlos y traé toda la historia. Y no me preguntés nada, a ver si me arrepiento.
—Se pueden haber mudado, Arrechea, cinco veces si querés, de ciudad, cualquier cosa pudo haber sido de ellos en veinticinco años.
—¿Vos no sos Celina Figueroa, la periodista que encontró al turro que nadie encontraba? Menos problema vas a tener con una mujer y un muchacho.
—No me cargues. Pobres mujeres, ¿no?
—¿Quiénes, Diva?
—Todas, Arrechea. Doña Ana, Belén, esta gallega... yo.
—Te ponés melodramática, leé las cartas, así estamos seguros de que no pasó nada raro antes de ir.
—Esto no nos va a garantizar nada Arrechea, todas las cartas juntas no abarcan ni dos años. Mirá. La última tiene fecha postal en mayo de 1986.
—Fijate qué dice, si no te jode hacer algún esfuerzo extra.
—No te aguanto, en serio. Escuchá: Querida niña, le he dado vueltas a tu silencio y solo imagino que te molestan mis contactos. Tal vez te provoque mucho dolor o quieras dar vuelta una página de tu vida, niña, y yo no te lo permita con estas cartas. Sé que no te ha ocurrido nada malo porque he telefoneado en una ocasión a la Legislatura de allí y me han dicho que sigues trabajando y con eso me ha bastado para saber que estabas bien, y si no he querido hablar contigo fue para no ponerte en una obligación que con tu silencio me indicas que te molesta. Así que he decidido que llegó la hora de liberarte hasta que nazca de ti querer saber de nosotros. Siempre estaré hallable para ti, niña, eso te lo aseguro. Si has leído el resto de las cartas, sabrás que en estos días un especialista norteamericano en cosas del cerebro, un neurólogo llegado de Nueva York, verá al niño, que sigue siendo un chaval especial, que tiende a vivir demasiado encerrado en su mundo y se demora en las cosas que ya debería hacer a su edad. A mí es un tema que me ha angustiado muchísimo en el último tiempo, ¿sabes?, pero mi madre, que me ha retado como a una pequeña, me ha dicho que nadie es perfecto, que el niño es un gran niño y que tengo que estar feliz y dar gracias a la Virgen de que ese ángel viva con nosotros. Ella tiene razón, ama al niño tanto como yo, lo ama como es (lo malcría más) y yo también lo amo como es, esto me lo hizo recordar mi madre con su reto... y además me ha hecho pensar en que tú también eres como eres y que debo respetarte en tu silencio, en tu aislamiento, tendrás tus motivos para callarme tu vida, que capaz cambien con el tiempo. Espero tus noticias, no dudes en escribirme, pero no esperes nuevas cartas, no habrá pasado nada malo, solo que no quiero continuar siendo un recuerdo molesto para ti. Meche.
Después, señora, leí las otras, ya de noche, con la luz de lectura del auto de Arrechea que nos devolvía a Buenos Aires en medio de una fina llovizna de invierno sobre una ruta humedecida que brillaba con los faros, como un camino de mar helado, y le confieso, señora, que sentí envidia de ustedes y pena por mí. Los veía a los tres aprendiendo a vivir juntos, señora, su madre, usted y el niño, alrededor de una mesa, en un paseo de domingo, en noches de fiebre, de dudas, en salas de espera, con risas, con preocupaciones, pero juntos. Su madre ha de ser una gran abuela, como lo hubiera sido doña Ana, como lo es Susana, pensé en ese momento, y me di cuenta de que la única que no era capaz de vivir, de sobrevivir, en nuestras historias era yo. El resto del viaje, señora, estuve callada, melancólica si prefiere, mirando de reojo a Arrechea que conducía también callado, pensando en algo. ¿Que su madre tampoco pudo sobrevivir, me dice, que falleció hace años por el puto cáncer? ¿Que esa noche Iñaki salió de su encierro y se puso a gritar porque su abuela estaba en su cama como siempre, pero no le sonreía ni le acariciaba la cabeza? ¿Que ese momento que vio sufrir a Iñaki por primera vez es el pasado que no puede dejar atrás, el que la atrapó, como hablábamos antes? Ha cambiado la expresión, señora, pero no tenga miedo, su muchacho no va a sufrir, créame lo que le vengo diciendo, será lo que usted decida sobre su hijo, es la única con derecho.
—¿Hoy trae a Tomás, señorita?
—¿Hoy?
—Sí, para despedirse. El jueves no va a estar.
—Tiene razón.
—Búsquelo, señorita. Yo preparo churros y buñuelos de manzana. Llame a la abuela, dígale que lo trae del colegio para acá.
Llegamos de Mar Calmo a Buenos Aires tarde, casi a la medianoche, señora. Arrechea me dejó en la puerta del departamento con un entusiasmo que seguía desorientándome. Me advirtió que no le dijera nada de nada a doña Ana, porque si no me iba a dar lástima dejarla sola. No podía entender que se hubiera comprometido tanto con esta historia. Me dijo, además, que él organizaba el viaje, que él me llamaba cuando tuviera todo listo, que preparara el bolso, y hasta me besó sin querer subir a meterse conmigo en la cama, ¿puede creerlo?, un beso en la boca, pero cariñoso, familiar, un lindo beso que me hizo sentir muy cerca de ese hombre. Doña Ana estaba mirando televisión; se sobresaltó un poco cuando abrí la puerta, como si la hubiera despertado, pero fue una reacción de soledad, porque la soledad de los ancianos es casi una larga somnolencia, ¿no le parece, señora? Nos saludamos, nos sentamos con un mate cocido y le conté que me iría unos días al exterior. De inmediato se quiso volver a Mar Calmo, a su casa, porque había estado demasiado tiempo afuera, todo sería una mugre de arena, los pisos, los baños, además, ya extrañaba y no quería seguir molestando en mi departamento como una intrusa, yo ya había hecho demasiado por ella. No podía dejarla ir, pero tampoco podía decirle que ya no tenía a dónde regresar, que su casa era playa, que todo lo que tenía en su vida eran cenizas que habrán volado mar adentro. Le dije que no se preocupara, que se quedara, que yo iba a volver en unos días, que era un viaje de trabajo, que estaba nuestra búsqueda. Insistió. Pero al cabo de unos minutos la convencí, le dije que era horrible volver y que nadie la esperara a una. ¿Que esa no fue una excusa, me dice? No, ¿no? Después me pidió que buscara a Tomás.
—Susana, me voy unos días de viaje, así que hoy paso a buscar a Tomás y lo traigo unas horas acá para despedirme.
—Tiene inglés y después fútbol, lo anoté en una escuelita.
—Dice que tiene fútbol, que lo anotó en una escuelita...
—Dígale que usted se va, Celina, que no importa si Tomás falta un día.
—No importa si falta hoy...
—Es que está muy entusiasmado, ¿sabés?
—Dice que está entusiasmado...
—Dígale que es solo un día, que venga ella también y tomamos todos juntos la leche con buñuelos y churros.
—Es un día nada más, Susana...
—...y que venga ella, Celina...
—Es un día, Susana, no le va a hacer nada. Te lo devuelvo a la noche temprano.
—Antes de las nueve, por favor, Celina.
—Invítela, Celina.
—Antes de las nueve, Susana.
Todo esto ocurrió anteayer, señora, porque Arrechea arregló todo y veinticuatro horas después de dejar a Tomás otra vez con su abuela yo estaba en Ezeiza, con este bolso y su voto de confianza para que trajera de vuelta lo que los dos necesitábamos. Así me dijo Arrechea, sin más explicaciones, pero así de hermético puede ser este hombre que casi me empujó a este viaje cuando un tiempo antes me insultaba por el mismo tema. Igual no pensé demasiado en sus necesidades, esperé, hice los trámites en la aerolínea y en la aduana y subí al avión. Me senté, más bien me enclavé en mi asiento mínimo de clase turista, junto a la ventanilla. En el del medio se encajó como pudo un hombre redondo y sonriente y junto a él un muchacho muy blanco, alemán o sueco, con auriculares, que sacaba su pierna hacia el pasillo y miraba el techo con cara de idiota. Pensé que iba a ser un largo vuelo, tomé dos tranquilizantes y cerré los ojos antes, incluso, de que el avión despegara. Pensé primero en lo que siempre piensa uno, señora, cuando está a punto de dormir incómodo, en si podrá adaptarse a la incomodidad. Pero enseguida mi cabeza cambió de dial hacia la charla que habíamos tenido con doña Ana, cuando volví al departamento después de llevar a Tomás. Una asociación que hice desde mi situación en el avión, supongo, porque en esa charla nosotras también hablamos sobre incomodidades. Así que mi último recuerdo antes de abrir los ojos en medio de la turbulencia que nos golpeó en el descenso final hacia Madrid fue aquella charla. Mientras nos preparábamos para cenar, ella me preguntó sobre Susana, si no me molestaba hablar del tema, querida, ¿por qué no la había querido invitar?, era la abuela y yo la madre y seguro que Tomás hubiera estado contento con las dos juntas; yo, señora, no supe responderle y le dije que Susana no hubiera querido venir de todas formas, pero ella dijo que no estaba tan convencida, que era cuestión de ir arrimándose, que una abuela iba a querer lo mejor para su nieto y que eso siempre iba a ser más fuerte, o eso le parecía a ella. Me quedé callada. ¿Que si yo estoy segura de que no hubiera aparecido, que si alguna vez la invité? Nunca, pero entre las dos no hay un asiento lleno de un hombre gordo y sonriente, sino una ausencia, alguien invisible que incomoda tanto como el gordo del avión. Yo creo que Susana me culpa por eso, aunque nunca me lo dijo y yo, en alguna medida, sé que ella me oculta algo, su forma de hablarme, de mirarme, su distancia, el miedo que le despierto, no sé. Además, es posible que también yo la haga culpable a ella, creo que lo presionaba demasiado a Joaquín, que su hijo era su revancha y Joaquín no aguantó desilusionarla o, simplemente, no la aguantó. No es algo que me quite el sueño, señora, excepto los jueves, es cierto; quiero decir, la incertidumbre sobre Joaquín, la razón de mi abandono es algo con lo que puedo vivir, pero no puedo soportar la incomodidad que me provoca Susana. La misma que yo le causo a ella. Creo que ya se lo comenté, ambas nos molestamos mucho. Se ha quedado pensativa, señora, y esa cara ya me da muestras de su fastidio. ¿Me dice que la única incomodidad que no se puede dejar de atender es la culpa, que es el asiento más angosto del mundo? ¿Culpa? ¿De qué podría yo sentir culpa si soy la víctima de un abandono? ¿Que cómo iba usted a saberlo, señora, me grita? No sé, usted habló de culpa. Yo no abandoné a Joaquín, señora, él se fue; ¿y por Tomás?, todavía es chico, no se da cuenta de nada; ¿qué culpa puedo tener yo de haberme quedado sola, señora? ¿Que no lo sabe? ¿Que usted no vivió nuestra pareja? ¿Que quizá me sienta culpable de no haber sabido retener a mi hombre? ¿Que quizá no quiera darle explicaciones a la mujer que me lo entregó para que yo, al cabo, lo perdiera? ¿Que busco personas perdidas y nunca me preocupé por reparar mi pérdida, me vuelve a gritar? ¿Y que ahora, encima, he caído a su casa, con toda la historia, buscando algo que ya no le pertenece a nadie, ni siquiera a usted, pero cuando se trata de mí no muevo un dedo? ¿Que debería pensar más en mi propia vida desperdiciada en lugar de meterme en la de los otros? ¿Que quién me ha dado tanto derecho? No entiendo, señora, por qué me grita ahora, si no vengo a obligarla a nada, no tiene de qué preocuparse, le aseguro, cálmese, que no tiene de qué preocuparse.