Capítulo 11
—¿ME decís qué hago, entonces, Arrechea?
—Vas a laburar mañana, andá avisando en la redacción que te salió un viaje o algo, y te vas de vacaciones. Eso sí, no desaparezcas para mí.
—Me voy a enroscar pensando y me voy a volver loca.
—Me llamás todas las veces que quieras y nos vemos. Diva, es lo mejor que desaparezcas, no va a ser tan grave. ¡La pucha, te bancás una mafia y te da pánico un poco de tiempo libre!
¿A quién no le da pánico el tiempo muerto de los domingos, señora? ¿A usted no, que tal vez un poco de melancolía, pero que pánico es una palabra muy fuerte? En mi caso, cualquier tiempo muerto me asusta. Es por culpa de Tomás, ¿sabe? ¿Que culpar a un niño es otra cosa muy dura, mujer? Puede ser pero así lo sentí siempre, pobrecito, no puedo evitarlo. Cuando no tengo nada que hacer y sé que él está allí, disponible para que yo lo vea, haciendo seguramente nada, sin estar en el colegio ni en inglés ni en rugby ni acompañando a su abuela en sus caminatas, Tomás es mi peor pensamiento, el que más me aterroriza, el que me provoca plegarme hasta desaparecer. Claro que no lo odio, pero sí lo responsabilizo, ¿qué quiere que le haga? Sé que es una criatura, que se lleva la peor parte, que hacerlo responsable de mi malestar es una locura, pero pienso que si no estuviera... como sea, en ese estado soy capaz a agarrarme de cualquier cosa, excepto los jueves cuando tengo que hundirme porque es el menor de los males. Igual, aquel domingo era distinto a todos por doña Ana, así que cuando se fue me encontré sumergida de golpe. En un instante pasé a estar en el fondo del fin de semana, a punto de comenzar a dar manotazos, con el pecho acelerado por la falta de aire, mirando para todos lados con el convencimiento de una muerte inminente. Ya le digo, en ese estado soy capaz de hacer cualquier cosa para sacar la cabeza afuera, incluso pedirle a Arrechea que venga a mi departamento a rescatarme.
—Que quede claro, Diva, en tus vacaciones forzosas yo no voy a poder venir como ahora a verte cada vez que te sentís sola o se te cante, lo sabés. Nosotros dos no hacemos eso de pegotearnos, ¿no es cierto? Me podés llamar, podemos conversar, vernos de tanto en tanto, pero hasta ahí... si nos pasamos de la raya todo termina pudriéndose mal, ya lo vivimos, ¿no?
—No te preocupés, Arrechea, que no te voy a estar encima. Hoy es la última. Además, ahora que lo pienso, sí tengo un lugar adonde ir, un lugar adonde ir y algo para hacer.
Lo dije, señora, porque me sentí demasiado indigente mendigando un poco de compañía, pero no era mi intención ir más allá. En ese momento, le soy sincera, ya no sabía para qué quería el diario de Juan Cruz. En un inicio, me había dado tibieza y no quise soltarlo, póngale que fue un mecanismo de defensa de jueves, que chocaron los planetas entre mi soledad, mi culpa y ese cuaderno que me acompañó en el instante en que lo necesitaba. ¿O me va a decir que muchos amores no nacen de la casualidad y la necesidad? No, no creo que uno se enamore de lo que conoce, mire, yo me enamoré de Joaquín a la media hora de conocerlo porque cayó justo. ¿Que cómo es eso? Cayó justo cuando decidí que no iba a volver nunca más a mi ciudad, que ya no tenía ciudad a dónde volver, en realidad. Cinco años estudiando afuera habían arrasado con mi vida allí, pero eso no interesa, el punto es que él era ayudante en la cátedra de Publicidad en mi facultad y yo estaba por recibirme de periodista, a orillas de una nueva vida pero bastante sola, y literalmente nos chocamos en un pasillo, tomamos un café y nos enamoramos, un minuto antes no nos hubiéramos cruzado, un año antes no nos hubiéramos querido, casualidad y necesidad, de eso se trata el amor, señora. No me mire con tanta lástima, no es tan grave lo que digo... como sea, con el diario de Juan Cruz ocurrió así, pero luego llegó doña Ana, también en un momento justo y el viaje a Mar Calmo, lo mismo; si se quiere, toda la historia.
—Un libro o una serie de notas quiero hacer, Arrechea. Un tema que tengo en la cabeza hace tiempo. Por eso, en realidad este tema de los gordos me puede venir bien. Porque ahora que lo pienso sí tengo que viajar unos días.
Y así, señora, seguí insistiendo, fingiendo, como le dije, porque me sentía demasiado desprovista de vida, una indigente, y en ese fingir todo fue ocurriendo de verdad, aunque nadando en un mar de dudas.
—Listo, al fin abrió, venga rápido, señorita Figueroa, métase adentro que se va a enfriar, vamos, vamos, enciendo las hornallas y la cocina se calienta enseguida, el comedor tiene un calefactor que anda bien, mire, ve, ese es el sillón de Juan Cruz y ese el mar que parece meterse por la ventana, como ahora, ve que nadie mentía, el mar golpea y parece que entra, pero no se preocupe, señorita, la casa es vieja pero aguanta, y la ventana está bien cerrada, toda esa espuma blanca se queda afuera para que usted la mire y la oiga, porque de noche el mar parece que hablara, cuando una está a punto de dormirse es un murmullo de fondo que a mí me gusta mucho, ojalá a usted no la moleste, deme, deme su bolso que lo acomodo en el cuarto de Juan Cruz mientras espero que se caliente el agua para el mate cocido, ¿cerré bien la puerta?, ¿con llave, no?, hace frío todavía, ¿no es cierto?, ya va a pasar, no se preocupe, mire el mar, señorita, allá, muy lejos navegaba Juan Cruz y yo acá, y quién sabe si no habré estado mirándolo en ese momento, fue a la tarde, dicen, seguro que estaría mirando porque en aquella época siempre miraba para allá, sabía que por ahí andaban, esa ventana da justo al sur, ¿sabe?, así que ese mar que golpea la casa, el viento que hace silbar la ventana es el mismo que habrá visto y sentido Juan Cruz, ¿no le parece? Yo creo que sí, bah, él me lo decía cuando volvía para conversar conmigo y también lo escribió en el diario, se acuerda, señorita Figueroa, usted lo leyó, si pudiera pararme bien alto vería mi casa, yo también creía que si miraba tal vez pudiera volver a verlo, pero esta casa tampoco está tan alta, señorita, apenas lo suficiente para que el mar no entre por la ventana, ¿preparo algo calentito ahora o prefiere bañarse primero?
—Encima desde hace tiempo a esa mujer se le metió en la cabeza que no solo nosotros desde la Municipalidad, sino todo el pueblo le oculta dónde está ese supuesto nieto. Ya le habrá contado. Yo la entiendo, está sola, sufrió mucho, es vieja, pero andar por ahí molestando y acusando a todo el mundo, qué quiere que le diga, ya cansó. ¿A usted no le dijo nada, señorita?
—Poco, por arriba, que tiene un nieto, pero que no sabe dónde vive. Hablamos más de Juan Cruz... que es lo que a mí me interesa, intendente.
—Llámeme Julio, señorita. Ya va a empezar, créame. Sabe qué pienso, que todo el asunto del nieto es otro invento como cuando quería convencer al pueblo de que su hijo estaba vivo y la visitaba a la noche en su casa. En ese momento dio tanta pena que nadie me ayudó para que se fuera de la casucha, incluso dijeron de mí varias mentiras, así que dejé el asunto. Pero si me hubieran hecho caso, ahora la vieja estaría mucho mejor, en un lugar como la gente. Encerrarse en esa casa de la playa la volvió loca.
—Pobre mujer, ¿no? Además, alguien sabría algo si fuera cierto, me imagino, en un pueblo chico...
—¿Si fuera cierto, qué?
—Lo del nieto, digo, Julio. Alguien tendría alguna idea.
—Mire, acá la gente es siempre la misma, hace veinte años, cuarenta años y ahora, y si nadie abrió la boca cuando la vieja preguntó casa por casa será porque nadie sabe nada. Eso a ella no le entra.
—Pero si la madre fuera de otro lugar...
—Igual alguien sabría. Esto es un pueblo chico, acá no hay vida privada, señorita, somos transparentes, vemos todo de los otros, créame. Yo me juego la intendencia a que ese nieto no existe, que es otro invento, pero, bueno, no es el tema que le interesa...
—Tiene razón, el tema es Juan Cruz, hábleme de Mar Calmo y Juan Cruz, intendente, digo Julio.
—Prefiero darme una ducha, doña Ana. Estoy helada.
—Ya mismo le preparo el baño. Venga, ve, esa es la cama de Juan Cruz, la misma que le hizo Pancho hace más de sesenta años. La madera, la pinto todos los años y aguanta, incluso acá, al lado del mar. El cuarto está como lo dejó Juan Cruz para irse a hacer la conscripción. Yo no toqué nada, ¿para qué? Lo limpio, eso sí, cada día. Vaya, mientras se baña yo le pego una barrida, le hago la cama y después comemos algo calentito, ¿le parece?
—Sabés qué, Arrechea, mañana mismo empiezo las vacaciones. Que en el diario digan lo que quieran, vos bancame y listo. Cualquier cosa me llamás. Yo voy a estar de viaje.
—¿Podemos despedirnos otra vez, entonces, Diva? Una despedida cortita y bajo. Dale, que mañana empieza una semana larga.
—Hacé lo que quieras...