Capítulo 6
EL conscripto Del Valle se llamaba Juan Cruz. Fue lo primero que me dijo doña Ana, mientras ponía dos fotos sobre la mesa del bar. En la primera, Juan Cruz estaba vestido de marinero, por lo menos desde los hombros a la cabeza. La foto no me adelantó nada, salvo que el muchacho no tenía rasgos que lo rescataran de la imagen del marinerito que uno tiene impresa por repetición. El gesto infantil, los ojos mirando hacia algún punto apenas arriba y a la derecha, el gorro, parte de ese cuello ridículo que tienen los uniformes. Son todos iguales en esas fotos. El último tiempo vi muchas en muestrarios de caídos, señora, y hay que detenerse en cada rostro para no ver en todas las fotos la misma cara. Tienen la uniformidad de las cruces blancas en los cementerios militares. La primera vez que vi a Juan Cruz del Valle me pareció solo una muestra perfecta del estándar del conscripto muerto en Malvinas; apenas un fragmento de la abstracción que hasta entonces había sido la guerra para mí: una obligación sentimental nacida en algún punto de mi sentido de lo políticamente correcto y del vago recuerdo de la mañana del 2 de abril, cuando mi padre nos levantó para ir al colegio y nos enteramos en una atmósfera densa de gravedad y euforia de que la Argentina había invadido las Islas. No me pareció un buen comienzo que su foto me remitiera a una generalización. En esa época (me parece lejana y apenas pasaron unas semanas) yo me veía a mí misma como una generalización y, en consecuencia, sabía que no se puede sacar nada bueno de una generalización. Una mujer abandonada más, una pobre mina más, una turra más, una madre irresponsable más, una periodista más, un muerto en Malvinas más. Todo lo mismo, no hay nada que decir acerca de una generalización salvo que son repetitivas y hastían, incluso cuando se trata de cruces blancas en cementerios militares. Si uno se detiene delante de esos campos de cruces ve un sinfín de héroes pero ningún acto heroico; apenas el denominador común de la muerte en la guerra. Son héroes por generalización, no le sirven a nadie, más bien molestan como una deuda de la que no se recuerda el origen. Pero sin duda no todo lo que allí hay enterrado es lo mismo. Bajo cada cruz hay una historia, la mayoría serán historias sin actos heroicos ni grandes humillaciones, muertos normales, que perdieron la vida en un campo de batalla remoto y helado, pero al mismo tiempo son muertes rodeadas de incertidumbre porque fueron unificadas bajo una palabra que terminó vaciada de contenido. ¿Qué clase de héroe era Juan Cruz? Ese fue el título del artículo en el que pensaba mientras doña Ana me contaba que su hijo había nacido cuando ella y su finado marido eran grandes y ya habían perdido las esperanzas de ser padres. Yo la escuchaba, señora, pero mi atención se hundía con el peso de mi tesis sobre el “heroísmo de marketing” (como se me ocurrió llamarlo en ese momento), el heroísmo como primera víctima de la guerra, sobre la liviandad con que los muertos se convierten en héroes. Me imaginaba que el artículo comenzaba con la historia de doña Ana, la aparición del cadáver de su hijo y las notas que se publicaron en los diarios durante ese mes de enero en que no había noticias. Diría que era un mal ejemplo para todos generalizar sobre el heroísmo. La mayoría de nuestros llamados héroes no habían elegido estar allí. Ni siquiera teníamos en claro si habían caído mirando hacia adelante, corriendo de sus trincheras porque venían los ingleses, extendiendo la mano desde una balsa o empujando a un compañero al agua.
Doña Ana había llegado con hambre y tras sacar las fotos de su cartera pidió una milanesa, ¿la compartimos?, ya estaba vieja para comerla sola, ¿algunas papas fritas también?, le dije que sí a todo, casi sin oírla, mientras de reojo miraba las fotos. Estaba la de marinero y la otra en la que Juan Cruz era un chico, como de la edad de Tomás, abrazado a una pelota. De fondo había un potrero y a la derecha de la foto de colores gastados asomaba la piernita flaca de otro pibe, oscurecida de barro en la rodilla, medias caídas y unos botines viejos, de tela. Juan Cruz sonreía también con la cara sucia, el pelo revuelto y los ojos apretados por el sol que le daba de frente. Para esa época cada chico de cualquier edad me recordaba a Tomás y, en consecuencia, a Joaquín, mi soledad, mi rencor y mi reacción contra el frío. Ocurrió lo mismo con esa foto y al cabo de unos instantes de mirarla ya estaba armando en mi cabeza mi futuro artículo sobre los falsos héroes argentinos de los que Juan Cruz sería el eje, una buena nota en la que volcar el resentimiento que por un lado me ahogaba y por el otro me había hecho conocida como una periodista insidiosa, implacable, temible, etcétera, etcétera.
Doña Ana hablaba, ausente de cualquier batalla que se diera en mi ánimo porque de la cara para afuera yo era capaz de sostener el gesto, incluso, si estaba lastimando frente a su propia madre la memoria de un hijo muerto, otra virtud del buen periodismo. Como me había dicho, a Juan Cruz lo buscaron con Francisco durante años, cerca de veinte. Para ella no había sido demasiado problema porque se había casado muy jovencita, como se usaba antes en los pueblos, no como ahora, ¿sabe?, y cuando vino el bebé ella no había llegado a los cuarenta, pero Pancho ya era grande y alcanzó a disfrutarlo unos pocos años, dijo, y me señaló la foto de Juan Cruz con la pelota; la había sacado Pancho, un domingo en el potrero de al lado de la casa, en la canchita que les había armado a los chicos del barrio. A él y a Juan Cruz les encantaba el fútbol, jorobaban con el fútbol, dale que dale, Pancho había jugado de verdad en un club de Bahía Blanca y soñaba con verlo a Juan Cruz entrar en una cancha llena de gente, igual que todos los padres, me imaginaba, que vivían otra vida por los ojos de sus hijos, ¿no?, y yo me quedé callada porque no se me ocurrió nada para decir, atrapada por ese blanco que de vez en cuando me cubre la conciencia de determinados temas, señora. Doña Ana notó mi silencio y se habrá sentido un poco incómoda porque de pronto me estaba explicando qué hacía una foto de Juan Cruz de chico en la mesa y por qué me contaba sobre el pobre Pancho. Es que los dos de tan parecidos eran iguales, como si ella no hubiera tenido nada que ver, así que su nieto seguro que era igualito a Juan Cruz, capaz yo me topaba con alguna foto de un chico y ella pensaba que entonces podría reconocerlo si antes lo había visto, porque los Del Valle se calcaban. Otra vez me quedé en silencio y doña Ana siguió: ¿usted se estará preguntando por qué le hablo también de Pancho? Dije que sí, señora, por decir algo, y ella, si el pobre Pancho estuvo veinte años esperando que Juan Cruz naciera y luego le duró tan poco, ahora le parecía justo que la acompañara cuando buscara a su nieto. Además, en algo debería servir que yo supiera que Juan Cruz había tenido un padre o por lo menos no le parecía que molestaba y ella se sentiría mejor que dejándolo a Pancho al margen. Le pedí que no se preocupara, que cuanto yo más supiera sobre la vida de Juan Cruz, y eso incluía también a su padre, por supuesto, sería mejor, pero lo cierto es que estar hablando de padres e hijos me pesaba mucho y ese peso me caía sobre los hombros en forma de aburrimiento, al punto que en dos oportunidades estuve por decirle a doña Ana que se olvidara de todo, que me había arrepentido y que diera a su nieto por perdido o que esperara a que él se contactara con ella o, incluso, si alguna vez no se había preguntado por qué ya no lo había hecho, era probable que simplemente el muchacho estuviera bien con su vida actual sin necesidad de nuevos parientes. Pero no le dije nada y doña Ana se mostró aliviada de que mi interés involucrara también a su difunto marido, porque hablar de él, además, le hacía bien, y mirando la mesa que oscilaba por una de las patas más corta que las otras dijo que a Pancho le gustaba mucho trabajar con madera, era pescador, en realidad, de toda la vida, pero en los ratos libres hacía muebles, unos muebles duros, pesados, para siempre, que después regalaba o vendía por chauchas a sus compañeros de trabajo o a los vecinos. La cama donde Juan Cruz durmió la última noche antes de irse para hacer la conscripción a Puerto Belgrano la había hecho casi veinte años antes de que el bebé naciera, cuando estaban seguros de que vendría de las primeras noches de esposos, una búsqueda que había valido la pena en todo sentido, ¿sabe? Doña Ana me lanzó una sonrisa cómplice, fuera de tiempo y se tomó una pausa para comer un poco. Aproveché para levantarme, ir al baño y llamar a Arrechea, que había estado insistiendo a mi celular casi desde que habíamos llegado al bar. Me atendió en un grito, que dónde carajo me había metido, que se había armado un requilombo con una nota mía, estaba toda mal, que fuera de una vez porque el director volaba y si no llegaba iba a terminar volando yo, le dije que tenía para un rato, pero no me dejó inventar nada porque me cortó, ¡que fuera ya!