Capítulo 12
LA primera noche que pasé en Mar Calmo, señora, no tuve un segundo de paz. Recién cuando descubrí un poco de claridad en el horizonte negro del océano pude pegar un ojo; fue apenas una línea violácea que se dibujó bastante antes de que saliera el sol y que puso fin a varias horas de una tormenta de pensamientos, recuerdos, imaginaciones, dudas y dolores que me zarandeó como el oleaje que golpeaba contra la base de la casa, justo debajo de donde había decidido acomodarme. Sí, doña Ana había insistido en que durmiera en el cuarto de Juan Cruz, pero no pude ni siquiera pensarlo. Imagínese, un lugar donde todo está como hace más de veinticinco años, limpio, pero tan detenido en el tiempo, tan repleto de ausencia que el aire se vuelve espeso. Sobre el cuarto de Juan Cruz escribí la primera nota de ese viaje (en realidad de toda esta historia) mientras doña Ana se duchaba para comer. Espere que le leo de la libreta: “Tengo la sensación de que en el cuarto de Juan Cruz del Valle en Mar Calmo me voy a convertir en otro fantasma del pasado que doña Ana mantiene en presente desde sus años”. Puse años, señora, pero quise poner senilidad, o algo que me recordara que la pobre mujer vivía una realidad de confusiones. Lo escribí y guardé la libreta en mi cartera porque al mismo tiempo sentía culpa y pena, una sensación de que estaba siendo injusta con esa mujer que confiaba en mí y me cuidaba como si estuviera en deuda conmigo.
—Siéntese que ya traigo la comida, señorita Celina. Mire, pruebe a ver si le gusta, es un guiso de pescado, puede estar un poco salado porque hace mucho que no lo hacía, ¿sabe? En realidad, casi todo hace mucho que no lo hago. Es gatuzo, usted lo deja en sal gruesa para que aguante y después un poco de agua hirviendo, fideos, salsa y los pedazos del pescado.
Capaz el pescado también tuvo que ver en mi mala noche. Comí mucho porque estaba rico y hacía frío. Yo comía y doña Ana me contaba que nunca había podido hacer que Juan Cruz comiera pescado, que ellos vivían del pescado, pero Juan Cruz prefería la carne de vaca, las milanesas, las empanadas, igual que Pancho, calcados, como me había dicho. Los guisos los hacía para vender a los vecinos y, en temporada, a los turistas. Ella cocinaba y Juan Cruz los repartía en bicicleta; después de la guerra siguió cocinando, pero solo para un restaurante de comida casera, pasaban por su casa a buscar las ollas, cada tarde y le pagaban muy bien, tanto que podía ahorrar la pensión enterita, aunque ella nunca fue de gastar. Eso sí, en invierno, durante mucho tiempo iban los amigos de Juan Cruz a charlar y los invitaba a comer, a veces se quedaban de a cinco, pero con los años se fueron yendo por oleadas del pueblo o de su vista; cada tanto, alguno desaparecía, se había ido a Bahía Blanca, le decían, o a otro lado a trabajar, porque el pueblo se estaba muriendo, y doña Ana ya no volvía a verlo más y entonces dejó de poner voluntad para que la visitaran, vivía esas ausencias con mucha pena; prefirió quedarse sola a esperar las visitas de Juan Cruz, con sus charlas de pasada que nunca le faltarían mientras tuviera recuerdos. ¿Se da cuenta, señora, qué corto y rápido es el camino a la soledad y el encierro? Basta tener demasiados buenos recuerdos. Son una trampa, ¿no le parece? ¿No? ¿Usted los tiene en cantidad y vive como todo el mundo? Está bien, en mi caso, vivo a mil para no recordar, quizás ahí esté mi confusión. Como sea, esa casa estaba tan habitada de recuerdos que era difícil hablar o pensar en otra cosa que no fuera el pasado.
—Tiene razón, lo del nieto me cansa, señorita. A todos, ¿no? Hablemos de Juan Cruz. Para esta intendencia y para el pueblo, fue una pérdida, era un gran muchacho. Acá somos una familia de la que me siento el padre, así lo sufrimos. La gente lo quería y al principio acompañó a la madre, iban a su casa a conversar con ella, se quedaban a comer, la oían, qué sé yo, lo que hace la buena gente con las personas que sufren, porque acá somos buena gente, no se confunda por lo que puedan decirle, pero la vida siguió, como en todos lados, y ella no. Se quedó encerrada con sus desvaríos. No se puede culpar a nadie por abandonarla, todos tenían sus propios problemas. Usted sabe lo que pasamos todos en este país. Para nosotros las híper no fueron tanto como la convertibilidad. Este pueblo casi se hunde con todos adentro con el uno a uno, los viajes al exterior y todo ese circo; nos iba tapando el agua y cada quien trataba de salvarse como podía, la mayoría abandonando el barco, otros (como yo, le aclaro) peleamos desde aquí mismo, donde me ve sentado, porque mientras todos rajaban yo capitaneaba el caos, señorita. Cuando los radicales se fueron como ratas, yo estaba en La Plata muy cómodo, con mi mujer y mi hijo, y me podría haber quedado allá, pero no, me hice cargo del vendaval, a mí nadie me gritó después que se vayan todos, sabe, ni uno se paró delante de la comuna, pero después tuve que aguantarme que esa mujer perdiera la cabeza y hablara pestes por ahí, ¿puede creerlo?, ¿puede? Discúlpeme, usted no tiene nada que ver con esto, ni Juan Cruz. Me exalté. Soy grande y tengo este carácter, ¿qué quiere que le haga? Pero... bueno, como sea, le digo que en Mar Calmo siempre nos acordamos de Juan Cruz. En la escuela, cada 2 de abril y en los aniversarios del hundimiento. Usted sabe cómo fue en otros lados, ni los miraron a los muchachos. Dígame en qué lugar hay dos fotos de un caído como acá, y en los edificios más importantes. Más bien las bajan, como en Mar del Plata, usted habrá leído. Juan Cruz siempre fue nuestro hijo, el del pueblo, se lo digo yo, como un padre. Por eso molesta tanto cuando la madre acusa a todo el mundo de querer engañarla. A veces sería preferible, por el recuerdo de Juan Cruz, que esa mujer se callara la boca.
—¿Me pasás con Arrechea, Galíndez, que lo llamo al móvil y lo tiene apagado?
—Si lo tiene apagado es porque no puede antender, Diva. Está en la dirección, con tu amigo, el pelado de los campos. ¡Qué cagada te mandaste! ¿Es cierto que estás de vacaciones o te rajaron?
—Dale, vivo, decile que me llame a mi celular que no estoy en Buenos Aires. Necesito hablar rápido.
Y del pasado que hablamos durante la comida con doña Ana, señora, fue del mío. No sé cómo ocurrió, pero la primera noche en Mar Calmo hablé casi todo el tiempo de mí. De mí, de Joaquín, de Tomás, de mis padres. Doña Ana me oyó casi en silencio, con una atención reconcentrada de comprensión que me invitaba a seguir hablando hasta que no tuve mucho más que decir y las dos nos quedamos un instante calladas, mientras el mar golpeaba la casa. Después, doña Ana me armó la cama en la sala, me dio un beso, estaba muy cansada, me dijo que todo iba a estar bien y se fue a dormir. Me acosté rodeada de un aire marino cubierto de una bruma de recuerdos y así me interné en una noche de insomnio golpeada por pensamientos y entresueños que llegaban como olas.
—Mamá, mamá, soy yo, Celina.
—¿Te conozco?
—Soy yo, mamá.
—Perdoname, querida, estoy un poco confundida...
—Celina, tu hija.
—Mi hija es chiquita, una nena... yo me acuerdo, rubia, linda.
—No importa, mamá, dormí tranquila, te quiero...
—Mami.
—Limpiate, Tomás, así tu abuela no te reta.
—Mami.
—¿Lo pasaste bien, gordito?
—Mami.
—Ya me tengo que ir y vos tenés que subir a bañarte...
—Mami.
—Dame un beso más.
—Dame uno más...
—Hasta el jueves...
—Mami.
—Ya no reconoce a nadie, pero no sufre.
—Mamá...
—Vive en su mundo.
—Hace frío... mi amor... cuidalo.
—Cómo te vas a ir así. Te volviste loco.
—Es por un tiempo, hasta que me acomode y venga a buscarlos. Acá no tengo nada que hacer.
—Pero..., yo, el bebé...
—No llores, cuidá a Tomás, mi mamá te va a ayudar.
—Mamá, me tengo que volver a Buenos Aires a trabajar, dormí bien.
—Mi hija es chiquita, ¿alguien la puede llamar? Tiene que comer.
—Mamá...
—Pobre capitán, ya se durmió... te extra... y si le ponemos Martín... como el cap...
—Señorita Celina, ayúdeme, señorita Celina, ayúdeme, ayúdeme, por favor, ayúdeme, hace frío...
—¿Juan Cruz? ¿Qué hacés acá?
—Visito a mi mamá...
—¡Pero estás muerto!
—Sí, allá lejos, de la ventana, miles de kilómetros, pero qué tiene que ver.
—A veces puede tener algunos regresos, como flashes, pero cada vez menos y duran muy poco. Lo lamento, pero le repito que no sufre. La vida sigue...
—Te volviste loco, Joaquín, ¡pará! Algo te va a salir en Buenos Aires.
—Estoy harto, Celina, me siento un inútil...
—Qué cagada te mandaste Diva.
—No puede ser...
—Mi nieto, quiero que encuentre a mi nieto.
—Cuando le cuente a mi mamá no lo va a poder creer, ¡la vieja, abuela!, después le decimos a los tuyos, todo va a estar bien, nosotros estamos lejos de la guerra...
—¿Señorita Figueroa?
—¿Sí?
—Lamentablemente, su madre...
—Entiendo, ¿apareció mi padre?
—Tenemos un teléfono, pero nunca contestan.
—¿Alguna vez estuvo sola, señorita Figueroa?
—Todos estuvimos solos...
Al poco tiempo de estar en Mar Calmo, señora, me di cuenta de que casi nada era como parecía y esa mañana que había creído ver tormentosa, cuando el horizonte aclarado me hizo dormir se convirtió en un mediodía de sol abierto, de cielo celeste. Sí, no se ría, me desperté al mediodía como una chavala que salió de fiesta, pero apenas había dormido unas cuantas horas.
—No se preocupe, señorita Celina, es difícil dormir al lado del mar. La gente cree que es como oír un murmullo, pero cuando todo está callado las olas parecen explotarle a una arriba, ¿no? En las habitaciones se duerme mejor, no se sienten tanto las olas.
—Tiene razón, son como frases, parece que hablan, ¿no? Igual me da un poco de vergüenza salir de la cama a esta hora.
—No se preocupe, todavía tiene tiempo de dar una vuelta por ahí. Mar Calmo es chiquito en invierno. Todo está cerca. Además, es un día lindo para caminar, señorita.
Le dije que sí pero la verdad, señora, no tenía la menor idea de qué sentido tenía salir a caminar. Doña Ana parecía creer que encontraría a su nieto en alguna de las esquinas de Mar Calmo. La veía ansiosa, casi agitada, una mezcla de entusiasmo y nervios que me puso incómoda. La noche anterior esa mujer me había dado la seguridad para hablar de mí, señora, lo que no hago nunca, pero ahora otra vez había cambiado hacia un estado que me provocaba desconfianza, la sospecha de ser parte de su desvarío. Me dio un poco de comida, milanesas con tortilla que había cocinado mientras yo dormía, y enseguida me explicó el camino para llegar al centro, la plaza, el banco, la comisaría, la Municipalidad, como si me mandara a buscar algo que se había dejado olvidado la mañana anterior. No le dije nada y salí, en parte por su pedido y en parte para alejarme un poco de su ansiedad y estar sola un rato, secarme de mi confusa noche de recuerdos y pesadillas que seguía pegada a mi cabeza, como la espuma de una ola a la arena.
—Si quiere, la llevo a dar una vuelta por el pueblo. Se están haciendo muchas obras, un barrio privado y hay un proyecto de un hotel importante. Es lo que nos falta para despegar del todo, sabe. Un hotel de cinco estrellas, con pileta, con vista al mar o, mejor, pegado al mar, aunque tengamos que dar una concesión especial a los capitales. Usted sabe cómo son, en la Argentina hay que regalarles algo para que inviertan, pero, después, todo eso vuelve ¿no? Yo soy de los que creen que las cosas mientras se hagan hay que hacerlas, sin tanto prurito, sin tanto agarrársela con papel de seda, como decimos en política. La obra es lo que queda para la gente, para nuestro pueblo, es lo que no entienden los opositores, nuestros queridos radicales de Mar Calmo, que tuvieron que correr cuando se les vino el agua. Capaz una buena nota en un diario nacional nos daría una mano. ¿Le parece? Me acompaña en la recorrida y de paso le presento a mi hijo. Es concejal y va a llegar lejos en política. Belén, dale las cosas a la señorita periodista que nos vamos.
—Me parece bien, Julio, así conozco el pueblo de Juan Cruz para mi nota. Vamos. Gracias, Belén.