Capítulo 17

EL policía joven se quedó mirando la ruta, dudando entre subirse a la zanelita y hacer unos kilómetros para buscar al Taraloco o darse por vencido, total no era su problema como decía el oficial, olvidarse del asunto y si volvía por el barrio, ya vería. Estaba cansado de la guardia, cuarenta y ocho horas de oír radio, leer revistas viejas, algunos llamados por ruidos molestos y poco más; pero era una mañana bastante clara, sin viento y no le costaba nada recorrer unos cuantos kilómetros para mirar un poco; ahí nomás de donde estaba parado, antes de que empezara la ruta abierta, había algunos puentes y dos o tres casas abandonadas donde un muchacho loco y asustado podía hacer su covacha. Siempre era mejor no quedarse con la duda; él se conocía: perder algo, que algo hubiera estado allí y de golpe ya no lo hacía sentirse nervioso, muy inquieto, así fuera una pavada, un casete, un libro, cualquier cosa. Desde chico, un par de medias perdido podía ocuparle días enteros la cabeza, la sensación horrible de que el orden de su vida se había puesto patas para arriba sin explicación. En el fondo no le interesaba recuperar sus medias, sino saber qué había ocurrido. Pero este caso era distinto, podía acomodar su cabeza para no inquietarse tanto. No era que el Taraloco desapareció por arte de magia del hogar de ayuda donde lo había dejado, como ocurría muchas veces con algunas cosas. El muchacho había decidido irse caminando por la ruta, eso lo sabía. Pero aun así, el policía joven estaba intranquilo. Capaz lo inquietaba la pena que ese muchacho le había causado, el miedo que vio en sus ojos claros; o simplemente era su necesidad de ayudarlo, después de todo, para ayudar él se había hecho policía. Como sea, no se imaginaba que las dudas sobre la suerte del Taraloco fueran a atormentarlo demasiado. Lo lógico era olvidarse del asunto, no andar detrás de un linyera, había hecho lo que pudo y de allí en más no era parte de su historia. El policía joven subió a la motito, pateó dos veces el arranque y dejó la ruta a sus espaldas con una convicción que se fue desvaneciendo. En la puerta de su casa había vuelto a cambiar de opinión; se dijo que al día siguiente estaba de franco y entonces podría dar una vueltita por la ruta, los puentes y las casas abandonadas, aunque más como un paseo que como una obligación.

Entró pensando en eso, pero el olor a comida caliente y la idea de conversar un rato con Jorgelina antes de dormir su siesta le limpiaron la cabeza. Hablaron del bebé que estaba por llegar, de que Jorgelina había trabajado demasiado en la casa y de que le dolía la espalda; él le dijo que tenía que cuidarse, mi amor, estaba de siete meses y medio, sí, replicó ella, y todavía no tenían nombre por esa superstición tonta de no querer saber el sexo, ¿a quién le importaba saber el nombre si seguro le iban a inventar un apodo? Él siempre le decía lo mismo y ella lo aceptaba protestando. Después se acostaron, hicieron el amor con cuidado por la panza, se besaron, ella se levantó para ir al local de ropa, ya eran casi las tres de la tarde, y al cabo de nada el policía joven se vio sumergido en un sueño. Estaba a la intemperie, muy mareado, bajo un cielo profundo, repleto de estrellas mil veces más brillantes que las que jamás había visto; brillantes y heladas, porque de solo mirarlas sentía mucho frío y mucha soledad, como si fuera la única persona en ese vacío ondulante y de hielo, y en el sueño pensaba que así debían sentirse las cosas cuando se perdían, hablaba con él mismo, como los locos, se daba una explicación sobre lo que pasaba con las cosas perdidas, decía que se sentían solas, como en pozos oscuros y tenían frío, y en el sueño esas palabras eran la verdad más grande del mundo y confirmaban que su deber en la vida era volver cada cosa a su lugar.

Jorgelina regresó a la noche. Él se duchaba ya despejado de todo, pero ahora era ella la que estaba muy cansada, así que la saludó, hablaron dos minutos de cómo le había ido en el local; algo se había vendido, pero el patrón seguía protestando y no sabía hasta cuándo podía mantenerla empleada con la economía enloquecida como estaba; él le dijo que no se preocupara, le sirvió un buen plato de carne con papas, la acompañó hasta la cama y se quedó mirando su cara que se había vuelto redonda, pero estaba linda como nunca. En dos minutos, Jorgelina se durmió y él de nuevo estuvo solo, esperando a que le volviera el sueño que había dejado en la siesta, aunque estaba seguro de que pasaría la noche en vela, como siempre después de la guardia larga y una tarde en la cama. A la hora de volver al trabajo estaría cansadísimo. Fue a la sala, miró una película tomando mate y apagó después de que el cura de siempre dio las buenas noches y la pantalla estalló en concierto de ruidos e interferencias. El silencio repentino le hizo recordar el sueño del cielo helado y las cosas perdidas; no pasó un segundo hasta que volvió a pensar en el Taraloco y se vio invadido por una sensación de incomodidad que le recorrió el cuerpo como las miles de interferencias habían ocupado de pronto la pantalla. ¿Hasta qué punto su deber no era, sobre todo, ayudar a personas como esa, hacer lo posible para sacarlas de la calle? El oficial, se dijo, era un tipo al que no le importaba nada, pero a él sí le importaban las cosas y las personas, no podía evitarlo, cada cosa en su lugar y la calle no era lugar para nadie.

Las horas de esa noche avanzaron y el policía joven imaginó y volvió a imaginar que a la mañana siguiente agarraba la motito, hacía unos kilómetros por la ruta y, tirado debajo de algunos de los techos de las casas a medio destruir o en el recoveco de los puentes, encontraba dormido al Taraloco. Imaginó que el muchacho lo reconocía, le hablaba y, al cabo de un tiempo, él podía encontrar a la familia que desde hacía tiempo lo daba por perdido o muerto y que en esa acción volvía a poner las cosas en su sitio. No quería ni pensarlo pero había relatos horribles en esos tiempos y él tenía una idea de cómo un muchacho de esa edad podría haber terminado viviendo como un animal, incapaz siquiera de hablar de sí mismo, loco y haciendo referencia a militares. Había sospechado casi de inmediato una historia que le daba escalofríos; el oficial también podría haber imaginado lo mismo y por eso estaba tan interesado en sacarse al Taraloco de encima; nadie quería algo así en su comisaría, era una papa caliente. Como sea, el Taraloco existía y estaba perdido de sí mismo, pero desaparecido para alguien; nadie vivía en este mundo completamente solo, así que el peso de la responsabilidad se le multiplicaba por dos. Esa madrugada, a medida que pensaba estas cosas, al policía joven se le fue acelerando la ansiedad, hasta que cerca de las cinco de la mañana se puso el uniforme, se abrigó hasta las orejas, agarró una linterna y se fue en la moto, convencido de que la decisión de salir en plena noche era lo más acertado porque le daba chances de encontrar al Taraloco dormido, que siempre era más fácil que si estaba moviéndose de un lado al otro. Las calles del centro y el bulevar de acceso donde estaba el hogar de ayuda se veían desiertos, una ciudad sin gente, tomada por una fina bruma que le empañaba el casco y formaba halos brillantes alrededor del alumbrado sobre las veredas. Ya en la ruta, sumergido en la oscuridad, el faro de su zanelita apenas mostraba un círculo breve y titubeante de asfalto húmedo; el policía joven conducía sobre una superficie inestable y resbaladiza. De tanto en tanto, además, lo sorprendía una ráfaga que lo hacía tambalear un poco, así que concentraba su atención en mantener firmes sus manos y brazos sobre el manubrio. Pero su cabeza seguía dándole vueltas a escenas en las que encontraba al Taraloco, o a una familia que lo buscaba, en las que asistía aliviado a la unión de todos, escenas en las que ponía cada cosa en su lugar. Siguió imaginando este tipo de cosas hasta que pensó en dónde metería al muchacho cuando lo encontrase. Del hogar se volvería a escapar y sabía que no lo iba a llevar a su casa y menos a la comisaría; pensar en esto le hizo zozobrar un poco el ánimo y por eso habrá aflojado los brazos, sin atender a la ráfaga que lo golpeó más fuerte que las anteriores ni a la mano derecha que ahora se le escapaba apenas uno o dos centímetros del manubrio. Lo siguiente que vio fue la cara redonda de Jorgelina, más linda que nunca, pero también más triste que nunca. Imaginó que la salida a buscar al Taraloco había sido otra parte del sueño de las cosas perdidas, que su mujer había llegado del trabajo, que seguramente lloraba porque la habían echado con esta economía enloquecida; pensó en eso, pero tuvo que dejar de hacerlo porque una puntada en la base del cráneo y una opresión insoportable en la pierna lo dejó en blanco. Después oyó a Jorgelina con la voz quebrada; que se quedara tranquilo, que todo iba a estar bien, y alguien le sostuvo los párpados para cegarlo con una luz blanca y filosa, mientras Jorgelina hablaba llorando, ¿qué hacía a esa hora en la ruta, mi amor?, podría haberse matado... Dios mío... que si no lo hubiesen visto a tiempo... Dios mío... Hernán, ¡mirá cómo quedaste!

El policía joven se recuperó del accidente después de semanas internado por el golpazo en la cabeza y la columna, dos meses de yeso para reparar el fémur que se le había partido en dos como una madera, y de convertirse en el maltrecho padre de una nena a la que llamaron Milagros porque Jorgelina pensó que él se había salvado por milagro de la estupidez que había hecho, salir con esa noche para buscar a un linyera era jugarse la vida por nada. Su mujer estaba algo cambiada por el nacimiento de la beba y lo maltrataba más de la cuenta, aunque no todo el tiempo, porque lo conocía y a veces entendía que para él había sido inevitable tratar de acomodar las cosas perdidas.

Los primeros meses de vida de Milagros coincidieron con su larga licencia médica, pero ninguno volvió a hablar del accidente ni del linyera, aunque no era raro que en las madrugadas en las que Jorgelina estaba rendida o sacada de quicio y el policía joven se hacía cargo de dormir a la beba, se distrajera pensando en qué habría sido de la vida del Taraloco; por momentos se convencía de que no había vuelto por el barrio porque suponía que el oficial se lo hubiera comentado alguna de las veces que lo fue a visitar, cuando él todavía estaba en cama con la pierna en alto, el corsé ortopédico en el cuello y los raspones de la espalda pegándoseles a las sábanas. Aunque luego, con Milagros ya en brazos, sentado en el sillón de la salita del televisor, imaginaba justo lo contrario, que en verdad el Taraloco sí había regresado a una de sus madrigueras en los fondos del barrio y que el oficial lo había sacado de allí y tirado lejos de ellos para que los vecinos dejaran de llamarlo en medio de la noche. El Taraloco no habría opuesto la menor resistencia, lo sabía; habría aceptado la orden de bajarse del patrullero cerca de algún pueblo y caminado en el sentido en que le dijera el oficial, capaz hablando con su capitán imaginario.

No había manera de saberlo en ese momento, porque el oficial no se lo contaría, mientras él estuviera allí, en su casa, atrapado entre su pierna todavía en veremos, el andamiaje de metal y correas que le mantenía la columna derecha y su pequeña hija de sueño cambiado y llanto demasiado agudo para la paciencia de Jorgelina.