Capítulo 13

AUNQUE había llegado la tarde anterior y pasado la noche, apenas salí de la casa de doña Ana, señora, me impresionó lo cerca que estaba del mar, casi en medio de la playa, sobre la línea de marea. Una construcción fuera de lugar y de tiempo, entrometida en el presente, una aparición de otra época. Crucé la arena y llegué a la costanera. No era gran cosa, pero había varios edificios modernos. Una sucesión de balcones, y entradas vidriadas que se extendía paralela al mar, excepto enfrente de la casa de doña Ana. Allí comenzaba o moría una calle ancha, de asfalto, a cuyos lados había chalets de veraneo y algunos negocios. Todo, edificios, chalets, comercios, avenida, estaba desierto, persianas bajas, puertas cerradas, arena sobre el asfalto, el abandono de invierno del que ya le hablé. Era el mediodía, había sol, pero el aire estaba muy frío y una brisa húmeda se me había metido por debajo del saco, en las botas, adentro de los bolsillos, en la nuca, así que no hice caso de las indicaciones de doña Ana, siga, señorita Celina, por la costanera hasta la calle principal, doble a la izquierda, camine un poco y se va a topar con el centro, y tomé por la calle que se internaba en el pueblo para salirme de la línea del mar. Le juro, señora, que no me crucé un alma, ni una persona, ni un auto, ni siquiera un perro, como el que nos había recibido en la terminal la tarde anterior. Caminaba por un escenario abandonado. No me imaginaba cómo alguien podía acostumbrarse a semejante soledad ni las dimensiones que esa soledad habría tomado para doña Ana cuando Juan Cruz no volvió de la guerra; pero, a la vez, mientras caminaba con la brisa marina cortándome la espalda, me convencía de que era imposible que esa pobre mujer pudiera haberse mantenido en sus cabales, hundida de tristeza, en ese lugar. Tiene razón, la gente vive en sitios mucho peores sin perder la chaveta, incluso es feliz, tiene razón, pero le digo lo que pensé porque en esa duda navegué durante bastante tiempo, en esa duda y en la incertidumbre sobre si sería capaz de darle una respuesta al asunto en el que me había internado sin resistencia pero sin voluntad, como si me hubiera llevado la marea. Así, también, llegué al centro de Mar Calmo, no más de cuatro cuadras alrededor de una plaza seca, donde encontré un poco de vida, algunas mujeres cruzando con bolsas de almacén, un par de obreros reparando canteros, otros barriendo la arena que apenas volaba volvía a caer detrás de ellos, varios perros siguiendo a una perrita en celo, dos chicos de guardapolvo que se reían y casi nada más. Miré alrededor y descubrí la comisaría y la Municipalidad, como me había dicho doña Ana. Por defecto profesional, supongo, me dio la sensación de que había encontrado por dónde empezar, aunque en verdad no tenía idea de qué preguntar, ni siquiera si había algo para preguntar; como sea, el terreno de los funcionarios y los políticos me va bien, así que caminé a la Municipalidad, entré y pedí por el intendente a una mujer que tomaba mate con otra que ni me miró, en una oficina oscura que en la puerta decía Secretaría Privada. El señor intendente había salido y era difícil que volviera ese día, ¿quién lo buscaba?, Celina Figueroa, del diario El Federal, de Buenos Aires, me miró un instante, que esperara, y de pronto ya estaba en su despacho, que en segundos nomás me atendería, ¿un café, mate, galletitas, algo? No, gracias. Al cabo llegó el fulano, un tipo bastante mayor y bien puesto, el típico político simpático y a la vez prepotente que abunda por allá. Nos sentamos y tuvimos nuestra larga charla, señora.

—Me llamaste, Diva, ¿ya me extrañás? Quedate tranquila que conseguimos un poco de tiempo.

—Después me contás, Arrechea...

—¿Dónde estás, Diva, adentro de una turbina? No te oigo nada.

—Hay viento, Arrechea, no jodás, necesito un favor, que me averigues sobre un tipo...

—Te oigo muy mal, ¿qué decís?

—Me meto en algún lado y te llamo.

—Ve lo que le digo, yo no le miento a los periodistas, el pueblo despegó con mi gobierno, digo, con este gobierno. Mire, todos estos edificios se hicieron en los últimos diez años. Antes de 2001, un departamento de los antiguos, frente al mar y todo lo que quiera, valía 20.000 pesos o dólares, un terreno, 5.000, y no los quería nadie, ahora para comprar uno de esos semipisos nuevos hay que poner 150.000 verdes uno arriba del otro, ¿puede creerlo?, y le aseguro que se venden más rápido de lo que se levantan. Mire, ahí, en ese pinar, es el futuro barrio privado, capitales de afuera, millones y millones, pileta, canchas de tenis, chalets de lujo, en Mar Calmo ya no hay lugar para secos, señorita, ahora somos un balneario de primera. ¡Mire qué casas, todas nuevas, de arquitecto! Tiene material para una nota, ¿no? La industria del turismo, “La construcción de veraneo”, buen título ese, ¿no?, o algo así. Ahora nos falta un hotel como la gente. El turista que viene dos o tres días no tiene dónde meterse, pero estamos también en eso, hay interesados, una cadena internacional quiere hacerlo en la playa, primero hay que convencer a los concejales opositores para que voten la excepción, son puristas, tan puristas que nunca pueden hacer nada por una cosa o por la otra; yo, le digo la verdad, prefiero que el pueblo crezca a que crezcan los expedientes, que las cosas se hagan es lo importante, el resto, verso, si fuera por ellos ni costanera tendríamos... ¿Tiene tiempo? ¿Un ratito más?, así le presento a mi hijo Santiago, es concejal, se lo ganó solito, eh, trabajando con la gente, no se vaya a creer, y a la noche la invito a comer a mi casa, así conoce a mi señora, estamos juntos desde hace cuarenta años, ¿un récord, no? Es aquel muchacho, bah, muchacho, ya tiene casi veinticinco años, lo veo chico, pero yo a su edad casi era intendente. No se confunda, nunca estuve bien con los militares, pero el último año de la dictadura acá no quedó nadie y agarré la posta por pedido de los vecinos. ¿Qué quería? ¿Que les dijera que no? Fíjese que después gané las elecciones cómodo, me fui a La Plata sin que nadie me dijera nada y volví cuando la cosa se puso fea porque me llamaron, y acá estamos levantando el pueblo con gestión, gestión y, sobre todo, señorita, contactos, que es lo que se necesita para gobernar bien. Hay que tener contactos y viajar mucho a donde se toman las decisiones.

El bar, señora, estaba vacío. De hecho, parecía cerrado y si empujé la puerta en vez de buscar otro sitio donde tomar un café fue por una reacción contra el viento helado en que se había convertido la brisa del mediodía. Pero, como todo en Mar Calmo, lo que parecía una cosa era otra y la puerta se abrió a un espacio oscuro, con olor a leña, seis o siete mesas, una barra y una vitrina vidriada con botellas. Estaba congelada y me senté en la primera mesa, cerca de una salamandra, a esperar que alguien apareciera a atenderme. ¿Que por qué no volví a lo de doña Ana a comer si todo era tan deprimente, mujer? Son las costumbres, señora, en la Argentina son importantes porque todo gira demasiado rápido, su vida puede cambiar de la mañana a la noche, sabe, y eso nos convierte en seres rituales, aferrados a sistemas primitivos como la familia, los amigos, los domingos de asado, el fútbol, el mate, es nuestra manera de explicar el mundo que no entendemos por falta de constancia del entorno, que no dura ni diez años igual; en la Argentina todo explota y vuelve a surgir en períodos muy breves, y entonces sólo nos quedan los ritos. El día que explotó el país y la plaza era un caos de cacerolas, gritos, nervios, reclamos y más tarde violencia, muertos y terror, ¿usted cree que no hubo gente cumpliendo con su cafecito en los bares de la zona, discutiendo de política o de fútbol, hombres leyendo a la noche los diarios de la mañana, maridos hartos de sus esposas mimándose con sus amantes, mujeres que no querían volver a sus casas? Los bares que rodeaban el hundimiento estaban llenos, mesas y mesas de grupos y gente sola, como si nada pasara; los ritos cotidianos son nuestra realeza, nos dan continuidad en medio del caos. ¿Que en todos lados la gente se junta y toma café? Tiene razón; como sea, es una teoría de tantas que tengo para explicarme; para mí tomarme un café en un bar después de una entrevista es un rito, me ordena, me da seguridad, como un punto de apoyo. Había hecho una entrevista, extraña, sin saber bien para qué, con ese intendente, pero entrevista al fin, y ahora necesitaba mi bar, mi café, mi ratito, así estuviera en Mar Calmo, Buenos Aires o aquí, al otro lado del mundo.

—Ahora te oigo mejor, Diva, ¿dónde estás?

—¿Pasó algo con lo mío, Arrechea?

—Sí, ganamos tiempo. Era como yo decía, el pelado ni en pedo nos quiere cagar. Había visto nuestro error, nos iba a llamar para avisar, pero hasta ahí. Después le cayeron con todo. Tiene camiones y le iban a hacer la vida imposible si no nos apretaba.

—¿No es cómplice?

—Ni enterado estaba, el garca fue tu fuente. ¿Quién te vendió el pescado podrido, Diva?

—Ya te vas a enterar cuando lo agarre, pero igual te buscaba por otra cosa.

Era un papel doblado como diez veces sobre sí mismo, señora, tan doblado que podía ver el miedo de quien me lo había dejado en la cartera, uno, dos, tres, cuatro, cinco pliegues, como buscando reducirlo a nada, a algo tan chiquito, tan apretado que casi no existiera; y la única imagen que se me vino a la cabeza es que quien lo había dejado no solo tenía terror de que lo descubrieran sino que lo hizo en contra de su razón, movido por algún sentimiento que se le fue de las manos. Mire, acá lo tiene, lo guardé durante este tiempo, señora, porque en ocasiones fue la única señal de que no estaba navegando una historia sin sentido, lo único que mantenía a flote mi voluntad sobre el mar de dudas que muchas veces me provocó doña Ana.

—Perdón, señorita, no la había visto, nunca viene nadie a esta hora y yo, con los años, ni oigo la puerta.

—No hay problema, me estaba calentando un poco antes de pedir.

—No pida mucho, que casi no tenemos nada en esta época, señorita.

—¿Café puede ser?

—¿Grande?, ¿mediano?, ¿chico? Tamaños sí que hay.

—Entonces, quedamos así. La paso a buscar para comer en mi casa a las nueve. Usted, mi mujer, mi hijo y yo, así seguimos conversando de Mar Calmo, de Juan Cruz, si quiere, y me cuenta algunos chismes políticos de Buenos Aires. ¿La llevo hasta la casa de la playa? ¿No prefiere que le consiga un lugar mejor para estar? Buenas casas sobran ahora en Mar Calmo. No tiene que estar en esa pocilga. Me pide y le mando a abrir la que quiera, total en invierno son todas mías.

—No se preocupe, Julio. Yo me vuelvo caminando. De paso sigo conociendo el pueblo.

—Cualquier cosa, este es mi celular y este otro, el de mi hijo. Nos llama para lo que sea, ¿sí?

—Acá tiene su café, y le traje unas tostaditas para acompañar, por si tiene hambre.

—Gracias...

—Usted no es de acá...

—Tiene razón, soy de Buenos Aires.

—No me gustan los turistas, ¿sabe, señorita?

—A mí tampoco, pero, descuide, no estoy de turismo, señor.

—Yo nunca viví de los turistas, ¿sabe?, menos de los de ahora, no respetan nada, a mí déjeme como antes... Yo vivía del pescado, lancha, anzuelo, carnada y trabajo duro, de eso vivía, no de esta gente que tiró abajo el pueblo, a mí déjeme como antes, hace ochenta y seis años que vivo igual, cuando no pude pescar más me quedé acá atendiendo el bar, pero ya vinieron, qué quiere que le diga, lo quieren tirar abajo como a todo...

—Lo conoció a Pancho del Valle, seguro...

—Y al pibe y a doña Ana, pobre mujer, también. Cómo no los voy a conocer; pescábamos juntos con Pancho. Gente de acá de toda la vida. Antes la visitaba a doña Ana, pero ahora me cuesta caminar hasta allá y cruzar la arena, una lástima. Lo que ha sufrido, pobrecita, pero créame lo que le digo, de esa casa la van a sacar muerta, como a mí de acá, ya va a ver. No pueden venir y tirar todo abajo, ¡a mí qué me van a correr con la plata! Pero nadie se anima a decir nada. ¿Usted qué anda haciendo?, discúlpeme que le pregunte, no es por nada, yo hablo igual con todo el mundo, soy como doña Ana, no tengo miedo, pero para saber nomás.

—Soy periodista. Estoy escribiendo sobre los desaparecidos en la guerra.

—Juan Cruz, el pibe de Pancho, desapareció y apareció...

—Por eso estoy acá...

—Dejó un hijo... dicen... doña Ana dice y yo le creo, ¿por qué iba a mentir? Que loca ni loca, los locos son ellos que vendieron su vida a todos estos, pero a ella y a mí no nos van a sacar tan fácil por más que aprieten. El mar es más duro que todo y acá sigo, señorita, yo y doña Ana y hay otros, aunque no se vean mucho, ¿sabe?

—¿Y ellos quiénes son? Los que vienen, los que quieren tirar todo abajo, ¿quiénes son?

—Para mí son el mal, qué quiere que le diga...

—Señorita Celina...

—¿¡Qué hace levantada con este frío!?

—¿Usted es como ellos?

—¿Como quiénes, doña Ana?

—Como los que se llevaron a mi nieto.

—¿Quién se llevó a su nieto, doña Ana?

—Ellos, ellos...

—Duérmase, doña Ana, que es muy tarde. Vaya a la cama. Mire que esperarme despierta... son las dos de la mañana.

—Sí, sí...