Oriente/Occidente
LA FILOSOFÍA ORIENTAL, contenida seminalmente en los Upanishads, niega la realidad objetiva del universo. Durante milenios la vida no ha sido para los orientales sino un tránsito de la ignorancia a la sabiduría, de la ilusión (maya) a la iluminación, de lo múltiple a lo uno, de la mutable temporalidad del cuerpo a la perenne mismidad del Ser. La cosmogonía hindú entiende que la evolución se origina en lo sutil, en un pensamiento de la mente cósmica que, fragmentado en infinitos reflejos individuales, da lugar a las formas del universo y al esfuerzo de éstas por reunificarse, lograr la unidad perdida, superar las limitaciones de la conciencia individual y retornar a la Esencia.
En este contexto, cada existencia es sólo una oportunidad para crecer. La evolución no puede tener lugar más que en el universo de las formas físicas. Así, el cuerpo, las piernas, los brazos, los ojos, etc., constituyen la materialización del afán de trasladarse, tocar, ver… Los deseos de la mente por poseer aquello que le falta son los auténticos motores de la peripecia humana. A través de la experiencia se adquiere el conocimiento, o mejor, se disipa la ignorancia que nos lleva a considerar como real lo que no es más que un juego ilusorio de la mente. Encontrar las claves que permitan trascender el pensamiento, desidentificarse de los avalares cotidianos y detener el flujo caleidoscópico de las formas cambiantes es la Realización, el objetivo último de toda existencia.
Por muy discutible que esto parezca, ha dado lugar al más consistente sistema de pensamiento que han, conocido los siglos. La filosofía Vedanta no ha necesitado mudar ni un ápice a lo largo de su larguísima existencia para cautivar a las más preclaras inteligencias de Oriente y Occidente, Citemos, para los amantes de los nombres, a Pitágoras, Platón, Nietzsche, Bergson, Spinoza, Berkeley… Este concepto trascendental de la existencia ha impregnado tradicionalmente el alma hindú, conformando la vida individual, familiar y social de la India.
En Occidente, el pensamiento siempre se ha escudado detrás de la religión. No existe tal cosa como un pensamiento occidental, a no ser que se considere así a las distintas interpretaciones del concepto judeocristiano de la existencia. Aún hoy, que las religiones han pasado a jugar un papel secundario en nuestra sociedad, es la ciencia la que ha tomado la responsabilidad de tratar de explicar la vida y el universo. Los filósofos van a remolque de los postulados científicos y no aportan prácticamente nada de interés. Como no podía ser de otro modo en un mundo cartesiano, materialista, mecanicista y cientificista, Occidente considera el universo como una realidad objetiva; al hombre, el producto de una evolución genética; el pensamiento, como una cualificada reacción electroquímica; la muerte, una inevitable finalización de la capacidad de un organismo de mantener su funcionamiento; y el progreso, como la única razón de ser de la humanidad.
Siendo para ellos la vida un sueño, un tránsito, un lugar de paso, los hindúes se han limitado siempre a sobrevivir, más ocupados en la trascendencia. Los occidentales, por el contrario, poco seguros de las promesas redentoras de la religión, hemos preferido aferramos al aquí y ahora, y acumular compulsivamente bienes y posesiones como si fuéramos a permanecer eternamente en este valle de lágrimas. De acuerdo con sus convicciones, el hindú no necesita más que un destello de eternidad, unas horas de meditación, una inmersión en el Ser, para, sentirse profundamente feliz. Carece de posesiones y de apegos, no le asusta la muerte —¿qué tiene que perder?— y ha aprendido a disfrutar de las cosas sencillas: los olores del campo, la luz del atardecer, la alegría de los niños. Es señor de su tiempo, desconoce la prisa y le basta con estar vivo. Su mayor bien es la sabiduría.
En el civilizado Occidente las cosas son muy distintas: nuestra vida es compleja, exigente, feroz. Necesitamos largos años de preparación para competir con garantías. Hemos de producir y consumir sin freno. Tememos la muerte, tanto como el fracaso, la enfermedad o el paro. La sociedad nos fuerza a coleccionar posesiones inútiles que, a menudo, deterioran nuestra calidad de vida. Vivimos inquietos, desasosegados, crispados. La especialización demanda entregar largas horas a la lectura y actualización de los conocimientos técnicos. ¿Pensar?, ¿meditar? ¿Es que no disponemos de especialistas que lo hagan por nosotros? Es imposible estar en todo. De espaldas a la naturaleza, respiramos aire acondicionado, nos intoxicamos con la televisión, ingerimos cualquier cosa, nos dejamos manipular por los medios de comunicación que fabrican realidades de conveniencia y no paramos de pagar facturas.
Comparados con los indios, somos mucho más ricos, más cultos, más viajados, mejor vestidos, mejor perfumados, pero también más neuróticos, angustiados, desvitalizados, deprimidos, estresados, superficiales, ignorantes, pretenciosos, vacíos y, posiblemente, infelices. Nosotros vivimos a tope una realidad externa, vertiginosa, momentánea, pero desvinculada de toda búsqueda espiritual. La ludia por la vida es cuanto tenemos y no estamos para más. En ese altar sacrificamos cada día la amistad, la pureza, la inocencia, la familia, la alegría y la dignidad en aras del progreso material, la promoción profesional, el éxito personal, el reconocimiento público y el fortalecimiento del ego. Ausente el buen juicio, cegados por la soberbia, programados para triunfar, avanzamos fanáticamente sobre los cadáveres de nuestros compañeros y amigos, hasta que un buen día nos sorprende la enfermedad, la vejez o la muerte. Y así, con la mirada vacía del bruto, detenemos nuestra alocada carrera a ninguna parte. ¿A quién importa el origen y el propósito de la vida? ¿Para qué la felicidad, sí ya tenemos nuestras pequeñas dosis de placer y bienestar?
En una precaria embarcación se encuentran dos hombres: el barquero y un erudito profesor que no sale de su asombro ante la ignorancia del gañán:
—¿Pero es cierto que no sabe usted leer, ni escribir, ni hacer cuentas?
—Así es, señor. Nunca pude ir a la escuela.
—¡Pero usted ha estado perdiendo el tiempo toda su vida!
Mientras así conversan, un viento huracanado comienza a agitar las olas. La embarcación no resiste y el barquero, que comprende la inminencia del naufragio, le pregunta a su pasajero:
—¿Sabe usted nadar, señor?
—No, —responde éste—, siempre estuve estudiando.
—¡Pues lo lamento, pero me temo que todo lo que ha aprendido no va a servirle para salvar la vida!
Supongo que desde la óptica del huevo, la patata debe tener una figura horrible. El chovinismo occidental, en su infinita arrogancia, tiende a juzgarlo todo desde la óptica miope de sus propios valores y referencias. Mal asunto para ver claro. En Oriente están los manaderos de la sabiduría que, en su histórico discurrir, bañaron y fecundaron la cultura egipcia, primero; el pensamiento griego, después; y, aún hoy, iluminan las tinieblas de nuestra tenebrosa cultura occidental. Creer que nuestro estilo de vida es superior y negarse a reconocer lo mucho y bueno que debemos a Oriente es sólo una muestra de ignorancia. Y ya se sabe que de todas las ignorancias, la peor es la ilustrada. O sea, la nuestra.