La palabra

EN LAS RELACIONES entre los hombres, según voy descubriendo, se concede cada día menor valor al significado directo de las palabras. Ya casi nadie da importancia a lo que otro dice, presumiendo que éste expresa lo que le conviene, antes que la verdad. En el lenguaje actual parece obligado hacer varias lecturas de cualquier afirmación para inferir su significado oculto, dando por sentado que lo dicho ha de incluir alguna forma de mentira, desde la falsedad manifiesta al solapado eufemismo, sin olvidar el halago o la provocación. En esta química del verbo las frases carecen de significado en sí mismas, o, mejor dicho, debe despreciarse su significado literal en beneficio del mensaje implícito o subliminal que, frecuentemente, no es otro que provocar un determinado efecto en la mente del oyente. Dicho con todas las palabras, a la antigua, se trata de manipular en vez de transmitir.

Hay indicios suficientes para sospechar que nos encontramos ante una nueva forma de comunicación en la que las palabras dejan de ser el vehículo que expresa los razonamientos, las emociones o los deseos, para convertirse en armas cargadas de intención que, convenientemente seleccionadas y combinadas, pueden producir reacciones predecibles. Así las cosas, no es ocioso pensar que nos hallamos en el umbral de una revolución moral en la que conceptos como verdad o mentira quedan, de pronto, al margen del camino, obviados, sin servir siquiera de punto de referencia. Lo que impera es lo práctico, el logro, conseguir que las personas y los acontecimientos se produzcan en consonancia con la estrategia planeada. Tal es la medida del éxito.

Este pragmatismo desvergonzado, tan del gusto de los políticos, ha logrado imponer el cinismo en la calle sin mejorar ni un ápice las relaciones entre los hombres. Bien al contrario, la sociedad padece una creciente incomunicación que lleva a muchos individuos a aislarse cada vez más en sus desordenados interiores. Si se considera que la expresión humana responde al juego íntimo y secreto de las ambiciones, resulta fácil comprender que actitudes como el cinismo sean la consecuencia de un afán materialista desmedido, ante el que las formulaciones morales que pretenden elevar la calidad del hombre carecen de todo valor.

La sociedad actual se encuentra ante una gran encrucijada. ¿Cuál es el camino, el progreso material, el bienestar a cualquier precio, o, por el contrario, es el hombre quien importa? La respuesta para muchos es obvia, pero precisa del coraje de la consecuencia. Hay demasiadas personas que puerilmente, desean ambas cosas a la vez y se resisten a la grandeza de la renuncia. No es esta actitud nueva en la historia —ya Jesús advirtió que nadie puede servir a dos señores al mismo tiempo—, pero parece ser la causa de la hipocresía y el cinismo, los dos extremos entre los que oscila rítmicamente el péndulo de la expresión humana. ¿No valdría la pena renunciar a la euforia arrogante del cinismo y a la cobarde untuosidad de la hipocresía para establecerse en la noble transparencia de la verdad? Tal vez ésta sea la auténtica revolución interior que la sociedad precisa.