La seducción espiritual
EL MITO DEL PARAÍSO ya pone de manifiesto algunos enigmas de la conducta humana que siguen estando presentes en la raíz de nuestros actos. ¿Por qué, teniendo a su alcance cuanto necesita para ser feliz, el hombre opta por la trasgresión? Freud creyó ver aquí el germen de la neurosis, ese misterioso impulso que lleva a muchos a despreciar lo positivo que pueda haber en sus vidas para alentar la negatividad y el sufrimiento.
Otro rasgo revelador de la psicología humana que esconde el mito del Génesis y precede, incluso, a la trasgresión, es la seducción. La seducción quizá constituya el primer gesto civilizado del hombre, al tratar de rendir la voluntad de otros sin recurrir al uso de la violencia. El hecho de que ambos conceptos —la trasgresión y la seducción— aparezcan reflejados en la más arcaica mitología muestra claramente que forman parte de la entraña misma de la condición humana.
¿Qué pretende la seducción? Rendir, dominar, influir, adquirir y ejercer poder. Desde que el mundo es mundo, el fuerte ha tratado siempre de someter al débil por diversos medios: la violencia, la guerra, el engaño, la traición o la tiranía. La seducción ha sido el artero recurso de los más débiles físicamente para adueñarse de la voluntad de otros. Se trata de un arma que usa los resortes psicológicos para debilitar las defensas del otro y llevarle a aceptar los supuestos que convienen. Quizá por su endeble condición física quienes primero utilizaron el arma de la seducción fueron las mujeres, pero pronto la descubrieron los mercaderes y, más tarde, los políticos y los predicadores.
Curiosamente, la misma sociedad que castiga con severidad el uso de la violencia en cualquiera de sus formas, considera lícito el ejercicio de la seducción, con lo que ésta se convierte en el método más eficaz para ejercer el dominio sobre otros. Si algo da poder a un hombre es el conocimiento de los mecanismos psicológicos que controlan las emociones. Toda seducción se reduce a una mera manipulación emocional, por eso el lenguaje de la razón está siempre ausente en el discurso de los políticos y en las soflamas de los predicadores, donde es más fácil encontrar referencias al miedo como única alternativa a sus fórmulas de felicidad.
Las figuras más carismáticas de la historia han sido grandes manipuladores que utilizaron el poder de sus palabras y gestos para conmover los sentimientos de los débiles y dibujar en sus mentes una realidad inventada que sólo podía sostenerse con el soporte de la fe. Así, sobre el negro telón de fondo del miedo, se construyeron imperios y religiones. Morris West, el celebrado autor australiano, relata un hipotético encuentro entre el Papa y Mao Tse Tung, en el que éste, cuando es instado por aquél a respetar los derechos humanos, le responde con descamado cinismo: «Su Santidad tiene que controlar a mil millones de católicos, por eso necesita el infierno. Del mismo modo, yo he de controlar a mil quinientos millones de chinos, por eso necesito los campos de concentración».
Hoy se habla mucho de sectas y gurús que, en efecto, son grandes manipuladores, pero no conviene olvidar que la seducción está presente en todos los estratos de la sociedad. La emplean los publicistas para vender sus productos, los políticos en el ejercicio de la democracia —que consiste, precisamente, en seducir a los votantes—, y las grandes religiones alentando el proselitismo, una de las formas más agresivas de seducción de que se tiene noticia.
Les contaré una anécdota que ilustra a las mil maravillas la sorprendente credulidad de la mente humana que permite que la seducción sea un fenómeno tan extendido. Durante una conferencia en Nueva York, a principios de los años setenta, un conocido gurú presentó a un personaje estrambótico, barbado y semidesnudo, que se sentaba a su lado, como un monje renunciante que había pasado los últimos treinta años en silencio absoluto en una cueva de los Himalayas. Acababa de llegar a Occidente con la misión de inspirar a los buscadores sinceros y, aun sin decir una sola palabra, su sola presencia bastaría para iluminar los corazones de aquellos que estuvieran preparados. ¿Quién no lo estaba? A partir de ese momento, el interés de la audiencia se centró en espiar la imperturbable quietud del enigmático personaje que permanecía en actitud meditativa. Al cabo, tras observar la reacción de los presentes, ávidos, sin duda, de cosas genuinas, el gurú habló unos instantes al oído del místico, quien, por toda respuesta, hizo un solemne gesto de asentimiento. Le había preguntado si estaría dispuesto a contestar, aunque fuera telegráficamente y por escrito, a tres preguntas de los presentes. Cientos de manos se alzaron en busca del privilegio, pero sólo tres pudieron formular las preguntas que les parecieron más trascendentales. Las respuestas fueron breves y crípticas. Recuerdo una: «¿Ha visto ustedes a Dios?», a la que respondió el silente: «Quien sabe no pregunta». Bastó para maravillar a la audiencia que se prestó en masa para acudir a una meditación que se celebraría a la mañana siguiente, a las cuatro en punto de la madrugada, en un lugar al otro lado de la ciudad. Nadie podría moverse, ni salir, ni rascarse, ni estornudar hasta tres horas después. La perspectiva de una noche en vela y un tormento de tres horas de inmovilidad absoluta no arredraron a nadie. Por el contrarío, podían observarse rostros iluminados por el fanatismo y lágrimas de emoción. Fue el momento elegido por el astuto gurú para arrancarle la barba al supuesto místico y revelar que, en realidad, se trataba de uno de sus estudiantes disfrazado y que todo había sido un montaje para evidenciar lo fácil que resulta manipular la mente de los crédulos.
Son muchos los que utilizan recursos semejantes para impresionar el subconsciente de los débiles y hacerles creer que se trata de milagros, con lo que, subliminalmente, se atribuyen poderes sobrenaturales. Los hay que, hábiles prestidigitadores, materializan relojes o producen cenizas sagradas. Otros, como el infame Tilak, pretenden emitir una luz transformadora que influye positivamente sobre todos aquellos que la experimentan. En ninguna religión faltan los portentos divinos. En el fondo, todos persiguen lo mismo: ejercer un dominio absoluto sobre sus seguidores, lo que, de una u otra forma, siempre termina siendo un lucrativo negocio.
Hay que distinguir, no obstante, la seducción genuina de aquellos que, a su vez seducidos y llevados del entusiasmo del converso, se creen las ideas que predican, de la seducción perversa y calculada de quienes manipulan deliberadamente las emociones de los ingenuos para sacar un provecho. Los primeros son fanáticos, los segundos simples manipuladores.
Todos en la vida somos, a veces, víctimas, a veces, verdugos, seductores y seducidos. Pase, porque tal es la condición humana, pero que nadie confunda la búsqueda espiritual con caer en las garras de una fe o, lo que sería peor, de un falso profeta. Después de todo, no estamos tan indefensos: nos queda el discernimiento para distinguir la paja del grano, la apariencia de la realidad, al charlatán carismático del sabio bienintencionado. Claro que eso implica ejercitar la razón en detrimento del corazón.