El aura

SI SE HA DE CREER a cuantos afirman percibir el color del aura de las personas con la misma nitidez que los tonos de la camisa, habrá que convenir que son muchos los superdotados. A uno se lo han visto, el aura, con tan repetida frecuencia que ya ha perdido la cuenta de todas las ocasiones y circunstancias en que eso tuvo lugar. Si la memoria no me es infiel, ha habido quien en medio de una meditación ha visto una potente luz blanca, aureola de santidad, alrededor de mi cabeza. Otros han percibido en el transcurso de una conferencia suaves emanaciones de azul eléctrico que oscilaban con la intensidad de mi discurso. No ha faltado tampoco la mirada pérfida que supo captar mis peores vibraciones difundiéndose malignamente en ondas de un rojo abrasivo. Comencé a perder interés cuando mis efluvios psíquicos ya abarcaban todo el espectro del arco iris. Y cuando creí percibir, con tanta nitidez, al menos, como con la que eran vistos los colores de mi aura, el estado mental de los ocasionales videntes.

¿Cómo explicar que el aura no se ve como sí fuera un objeto? ¿Cómo hacer comprender que el tercer ojo es una metáfora para expresar un entendimiento, y no un instrumento para captar energías invisibles? ¿Cómo, en el buen nombre del Señor, convencer a tantos entusiastas aficionados a la videncia de que los colores con que se dice distinguir las auras son sensaciones psíquicas, pinceladas del pensamiento, impresiones mentales, pero jamás halos iridiscentes de captación instrumental?

En la antigua tradición oriental se tiene por cierto que el progreso espiritual lleva, más pronto o más tarde, al despertar del tercer ojo, una facultad de ver lo invisible. Muchas horas de meditación, disciplina mental, austeridad y profundo discernimiento permiten al adepto percibir aspectos de la realidad que pasan desapercibidos para el común de los mortales. No hay nada milagroso en el fenómeno. Sólo es un refinamiento de la percepción. Es muy frecuente que un aspirante que ha purificado su mente en el crisol de la austeridad, que no está cegado por el deseo, que no busca ventajas personales y ha aquietado la agitación de sus pasiones, pueda darse cuenta, más allá de las palabras, de los motivos ocultos que las propician y pueda percibir la vibración psíquica, ese aura misterioso que desprenden nuestros pensamientos.

Conocer es un proceso que tiene lugar a través de los sentidos. Éstos traducen la información a un código de impulsos que la mente coteja con experiencias anteriores almacenadas en la base de datos del subconsciente. Cuanto más ricas y variadas hayan sido las vivencias de una persona, más capacitados estarán sus mecanismos mentales para interpretar las nuevas informaciones que le envían los sentidos. La diferencia entre el lerdo y el espabilado, entre el necio y el avispado es básicamente el sistema de referencias con que ambos contrastan las nuevas sensaciones.

La persona espiritual (no nos referimos para nada a los meapilas, beatos, gregarios o débiles que refugian su miedo en una religión), acostumbrada a la sutileza de las profundidades, a la lectura subliminal de los hechos, a considerar las causas últimas de las cosas, antes que sus efectos, disfruta de un amplio registro de matices que le permiten analizar más allá de las apariencias y lograr resultantes de mayor calado que las mentes mundanas, cuyas claves son más simples, gruesas e inmediatas. Ya se sabe: sí un ladrón se encuentra con un sabio sólo se fijará en su bolsillo.

Siendo así las cosas, habría que añadir que una persona es una enciclopedia que brinda información con cada gesto, con cada expresión, con cada movimiento, con cada palabra, con cada tic. A la postre, toda reacción no es más que la somatización de un pensamiento. Y en toda mente hay siempre pensamientos, emociones y deseos predominantes que constituyen la urdimbre, trama e infraestructura de eso que llamamos personalidad. Existe un lenguaje no verbal que transmite riquísimos matices, pero hay que saber interpretarlo. En eso consiste ver el aura. En desenmascarar el pensamiento, en captar su emisión prístina y primaria, en detectar las emociones subyacentes, en sintonizar con la longitud de onda particular de cada individuo y percibirlo tal como es, piensa y siente, y no como pretende ser percibido.

Lo de los colores tiene que ver con la asociación de cada idea a un color determinado. Los días de la semana, los signos del zodíaco, los amigos o los países los pensamos siempre en el mismo color. Del mismo modo, la onda, la vibración, el efluvio, el aura si se quiere, de cada persona se percibe asociada a un color. La agresividad, el egoísmo y la violencia suelen ser de un rojo intenso, mientras la pureza, la paz o el amor son de un blanco radiante. Se trata de una apreciación subjetiva pero bastante generalizada.

Así, el aura y su color deben entenderse mejor como una perspicacia del perceptor que como una emanación real del cuerpo inconsútil, o astral, que supuestamente anida en algún lugar recóndito del propio cuerpo físico. Ver con el tercer ojo es hacerlo a la manera de Don Juan, el nagual de Castañeda.

Al mismo tiempo, merecen un respeto las percepciones, seguramente tan sinceras como voluntaristas, de aquellas gentes que aseguran ver halos luminosos alrededor de las figuras. Pueden ser un efecto óptico debido a la intensa fijación de su mirada sobre los contornos del cuerpo, o puede tratarse de visiones semejantes a las que se producían en el tiempo de Asklepios, a las habidas en el Teatro de la Mente de Moody, o a las que se relatan en el prado de El Escorial. Después de todo, aunque es verdad que existe una realidad compartida, aquella que todos tenemos por cierta, no es menos verdad que hay muchas otras realidades individuales, subjetivas e intrapersonales que sólo se diferencian de la realidad universal compartida en que, mientras ésta es verdad para todos, aquélla sólo lo es para unos pocos. Aquí podríamos incluir el mundo de los sueños, que pertenece a cada persona, y esas visiones áureas que, en cierta manera, bien podrían ser una prolongación de las fantasías oníricas.

Los estudiantes serios y avezados de yoga saben muy bien que uno de los primeros efectos que se obtienen con la práctica prolongada de la meditación es la lectura del pensamiento. Cuando, con la mente profundamente centrada, se observa a una persona, por encima de sus características físicas se percibe un talante, una forma de ser, un estado de ánimo, una especie de radiografía del alma que dibuja una imagen extraordinariamente nítida de las emociones, propósitos, ambiciones y temores del sujeto en cuestión. Ya entonces puede decirse que el yogui ha comenzado a desprenderse del velo opaco, de la catarata cegadora que impedía la visión de su tercer ojo. Y que está en condiciones de ver el aura de otros.