El ego
¿QUIÉN SOY YO? Esta simple pregunta encierra el fundamento de toda pesquisa filosófica. Es la premisa sin cuyo desentrañamiento ningún conocimiento puede ser completo. Yo canto, yo bailo, yo salto, yo pienso, yo siento, yo ignoro…, pero ¿quién es este yo que nos limita, diferencia, confía, circunscribe, individualiza e identifica?
La simpleza cartesiana del pienso, luego existo no nos aclara absolutamente nada. La ciencia ha tratado de describir el ego geográfico o yo corporal en términos de sensaciones nerviosas procedentes del lóbulo parietal derecho, relacionadas con las regiones profundas del tálamo y el diencéfalo. Roger Godel, que ha estudiado largamente nuestra representación corporal, hace una definición hiperbólica de la conciencia individual, reduciéndola a «una excrecencia mórbida del conjunto de engramas somáticos que gobierna despóticamente todos los acontecimientos de los que el ser humano es protagonista». En otras palabras, además de no saber nada sobre la conciencia, los neurólogos están convencidos de que los centros nerviosos relacionados con el tacto ejercen un poder soberano sobre ella.
Parece como si el ego viviera asomado a los ojos del individuo y sólo fuera capaz de percibir todo lo que le es ajeno. Los ojos no pueden verse a sí mismos. Así, los hombres llevamos una larga existencia contemplando el paisaje desde la ventana del yo, estudiando, escudriñando, analizando cada árbol, cada accidente, cada cambio climatológico, pero desconociendo por completo los recovecos de nuestra propia casa, de nuestro propio ser.
¿Y si el ego no existiera? ¿Y si todo fuera una falsa percepción, una mera referencia? Los sabios del antiguo oriente que aseguraban haber experimentado esa fantástica transformación de la conciencia individual en conciencia cósmica coincidían en afirmar que «el ego se debe a una errónea identificación del sí mismo, que no es sino el reflejo de la conciencia universal en cada uno de nosotros, con el cuerpo físico». Esta tesis sostiene que la ignorancia —¿el pecado original?— hace que el hombre se identifique con sus atributos temporales —el cuerpo, el hombre, la personalidad, la función— y olvide su esencia inmanente.
Ese principio de autoarrogancia sería responsable de maya, la ilusión que vivimos como realidad y que nos lleva a pensar que somos lo que representamos en cada momento de nuestra vida: cristiano, judío, español, arquitecto, camarero, profesor, sacerdote, padre, hermano, homosexual, negro…, y el largo etcétera de etiquetas superpuestas que constituyen la idea que tenemos de nosotros mismos. Tal condición, sin embargo, es pasajera e impermanente; es un evento, una circunstancia, un punto de paso, nada.
Para empeorar la cuestión, el ego tiene un carácter expansivo que quiere abarcar no sólo el yo, sino también lo mío, y así surge otra misteriosa fuerza que da cohesión a las células sociales: la pareja, la familia, el clan, el pueblo, la mancomunidad, la nación, el partido, la secta, la religión…, con lo que los conflictos personales de unos egos con otros se transforman prontamente en enfrentamientos colectivos entre grupos.
En el proceso de la evolución parece básica la unidad que integra, organiza, cohesiona y da sentido global a las partes. En los procesos biológicos vemos que la célula, por ejemplo, está al servicio del órgano; y éste, al servicio del cuerpo. Son unidades que funcionan autónomamente al servicio de una causa mayor. No es así en el caso humano, donde esa unidad —el ego— que integra y organiza los procesos biológicos, psíquicos y sociales de cada individuo, vive mucho más preocupada de sí misma que del desarrollo, crecimiento y evolución de esa otra unidad superior —la humanidad— de la que forma parte.
No hay nada inconexo en el universo. Todas las formas se integran en sistemas superiores, desde el aparente caos de las partículas microscópicas que, sin embargo, acatan la disciplina del átomo, hasta el asombroso orden de las inmensas galaxias. Podría decirse que sólo hay una conciencia que todo lo invade, del mismo modo que sólo hay un sol que se refleja en la infinidad de estanques, charcos y espejos por oda la faz de la tierra. El mismo ser, la misma vida, la misma inteligencia parece brillar desigualmente por doquier, según sea la superficie que lo refleja. La ignorancia consistiría en identificarse con el reflejo del charco. La sabiduría, en comprender la unidad última de todas las cosas. Lo que llamamos evolución quizá no sea más que el tránsito de un nivel de conciencia a otro.
Así como la célula fecundada se divide multiplicándose para acabar, en una inexplicable paradoja, formando una unidad, las sucesivas diferenciaciones que multiplican las formas de la creación acaban integrándose en sistemas mayores que, a su vez, se integran en otros, y en otros, hasta conformar una inconmensurable unidad cósmica que aloja en su seno el tiempo, el espacio y la mente individual. El ego diferenciador es algo tan transitorio como las gotas de agua que salpican las olas. Durante un breve instante tienen características propias: forma, tamaño, peso… pero enseguida se funden y confunden en su esencia, que es el océano.
El ego es generador de deseos. El esfuerzo por satisfacerlos es el motor de la peripecia humana. Sin nuestros afanes egoístas, sin la fuerza motriz de luchar por esa pequeña satisfacción que producen los deseos colmados, la humanidad no sería más que un sueño utópico. La ignorancia, como se ve, no es más que una forma de sabiduría que hace del ego un instrumento imprescindible en nuestro estado de evolución. En la identificación con el cuerpo y con la personalidad se esconden nada menos que el instinto de supervivencia, el ansia de felicidad y, en suma, todos los secretos mecanismos que hacen de la vida un lugar abierto a la esperanza. Pero conviene distinguir muy bien entre el ego, ese concepto inaprensible, gaseoso, transparente, acaso sólo un ectoplasma o un celofán inexistente, que tiene, sin embargo, en nuestras vidas la presencia y solidez de una roca, y el egoísmo, esa otra actitud primaria e insolidaria que empuja al hombre a buscar sólo la ventaja personal en detrimento del bien común. Lo primero puede ser una malformación congénita, pero lo segundo es una preocupante y grave enfermedad degenerativa de la sociedad.