Los estados de conciencia
SIEMPRE ME HA INTRIGADO la metáfora del Génesis sobre la Creación: le ocupó al Señor seis días justos, y al séptimo descansó. Se trata, sin duda, de una narración simbólica. Si un día es lo que tarda la Tierra en girar sobre sí misma respecto del Sol, malamente se puede contabilizar en jornadas el parto del universo antes de que fueran creados la Tierra o el Sol. Aunque todavía se encuentran creacionistas resabiados que esgrimen el argumento de que los días bíblicos representa, en realidad, períodos de tiempo indeterminados (¡como si el tiempo hubiera preexistido a la Creación!), lo más lógico es pensar que, antes que tratarse de una simple metáfora temporal, el intrigante relato encierre claves distintas de las que interpretan quienes se sirven sólo de la fe para establecer criterios simplistas, en contra, muchas veces, de toda razón.
Más atractivos y plausibles parecen los argumentos que entienden las etapas de la Creación como una gradación que lleva a las cosas a evolucionar de lo sutil a lo denso, de lo simple a lo complejo. Así, la aparición del cielo, la luz, las aguas, la tierra y, finalmente, de las criaturas y el hombre es contemplada como un proceso de formación y paulatina densificación de los elementos (espacio, fuego, agua, tierra), que se inicia antes del big bang y culmina con la aparición de la inteligencia, único momento en que todo lo anterior adquiere sentido, puesto que ya se sabe que las cosas sólo existen en la medida en que son percibidas y sin un observador inteligente ningún universo tendría razón de ser ni función alguna.
En mi modesto criterio, éste es el momento cumbre de la Creación. No es que sostenga que ésta se hizo en función del hombre, como los clérigos fanáticos y romos que condenaron a Galileo, sino que contiene en sí misma el germen de toda inteligencia y que ésta aflora por primera vez en esa criatura extraña que llamamos hombre, y en la que conviven, en abierta contradicción, el conocimiento y la ignorancia, el bien y el mal, el sentimiento y la razón, la grandeza y la miseria.
El fenómeno más singular de cuantos existen es, sin duda, la conciencia humana, esa incomprensible capacidad de crear mundos y abolirlos desde la eterna presencia del yo, siempre indestructible. Pareciera como si los planetas y las leyes universales no tuvieran otra misión que la de servir de estímulo a la exploración del hombre en su eterna búsqueda de las esencias. No es de extrañar, por tanto, que haya quien piense que la realidad es inventada, carece de existencia propia y sólo representa una proyección mental. Por eso cambia cuando cambian los estados de conciencia.
La cosmología hindú, tan admirable por su hondura filosófica y su anticipada precisión científica, ya establece que la vida del hombre tiene lugar en tres estados diferentes de conciencia: la vigilia, los sueños y el sueño profundo, cuyas realidades no son intercambiables. Si tenemos en cuenta que real es sólo aquello que permanece en todas las circunstancias, habremos de concluir que los distintos estados de conciencia nos dan cuenta solamente de realidades relativas, ya que todas ellas se desvanecen en el estado siguiente. En la vigilia, las cosas parecen más reales porque nuestro estado de conciencia es muy físico y pasamos mucho tiempo en él. Sin embargo, las vivencias oníricas que nos cautivan cada noche crean otro universo en el que el soporte físico resulta obsoleto. Vivimos los sueños como experiencias liberadoras, al margen de las estrictas leyes que imperan en el plano físico. El sueño profundo, al fin, nos sume en un estado indiferenciado que se caracteriza por la ausencia de dolor, angustia y dualidad: no hay vida fuera de la inmanencia.
Aunque los yoguis hablan de un cuarto estado: el samadhi, o estado de superconciencia, que se produce con la disolución del yo, podríamos hablar también de toros estados, como la muerte, en los que la conciencia sintoniza supuestamente con nuevos universos intangibles poblados por seres etéreos. Morir sería, entonces, un verbo aplicable sólo al cuerpo, puesto que la conciencia se sumergiría en un estado suprafísico cuya realidad y experiencias han tratado de describir simbólicamente todas las religiones con mitos como el del infierno, el paraíso, las praderas eternas, el juicio final, etc.
Siendo la vida una incuestionable sucesión de realidades cambiantes, hay que preguntarse por qué la mente humana se aferra a la más grosera de todas para considerarla como la única verdadera. Me parece que es un problema de identificación. El hombre se identifica con su papel hasta el punto de olvidar su esencia, esa parte inmutable alrededor de la que giran fugaces las distintas realidades. ¿No es algo semejante lo que le ocurre al espectador de una película interesante? En el cine, uno puede sufrir y gozar con intensidad los avatares del protagonista con el que se identifica, hasta el punto de olvidar el hecho de que se encuentra sentado con sus amigos en una sala oscura. Del mismo modo, nuestra inmersión en el personaje que representamos en la vigilia y sus innumerables avatares nos lleva a olvidar la naturaleza última de nuestro ser y a caer atrapados por la ilusión de ese estado de conciencia.
Para el sabio —ya lo he escrito antes en las páginas de este libro, pero conviene repetirlo porque se trata de la esencia de la sabiduría—, la vida es como un sueño mágico o una inconmensurable representación teatral en la que el universo infinito presta su decorado de esferas y estrellas. El escenario es un pequeño planeta azul sobre el que se mueven seis mil millones de actores, todos convencidos de ser protagonistas de la creación y empeñados en convencer de ello también a los otros. El hombre común vive su papel a fondo, encendido unas veces por la pasión, aplanado otras por la melancolía y distraído las más en cosillas de poco más o menos. A veces riendo, a veces llorando. Impulsado, de pronto, por la brisa del entusiasmo o varado en la calma chicha del desencanto. Todo le afecta. Para él todo es real porque lo vive como tal.
Ese entender que las cosas no son como parecen, que todo es un fuego de artificio, un juego fantástico creado por la mente y condenado a desvanecerse cuando la conciencia mude su sintonía, le permite al sabio hacer del drama comedia y, así, no abrasarse con el ardor de la pasión ni abatirse cuando menguan las luces de la esperanza y el mundo se cubre de sombras ominosas.
Creo que éste es el mayor secreto de la sabiduría humana: nada hay que temer. Como ya intuyera Calderón de la Barca, la vida es sólo un sueño y los sueños, sueños son…