La salud

TRADICIONALMENTE la salud ha sido confiada a los médicos. Craso error. El ámbito natural de quienes curan es la enfermedad. Sólo el mal funcionamiento del organismo llena de contenido su misión. La salud les es ajena. Su trabajo comienza precisamente cuando ésta se ha perdido.

Pero ¿qué es la salud? Ardua cuestión. Durante mucho tiempo, el concepto cristiano del hombre (cuerpo y alma) consideraba la salud simplemente como la ausencia de enfermedad en el cuerpo. La subsiguiente exploración de las dimensiones intangibles de lo humano; emociones, intelecto, etc., dio lugar a una redefinición del concepto que vino a consolidarse como el correcto funcionamiento de los sistemas físico y psíquico del individuo, aunque todavía distinguiendo la salud física de la mental.

Recientemente, la ciencia se ha alejado definitivamente de la caduca dicotomía cristiana y comienza a formarse una noción del hombre infinitamente más global. Aunque con cierta aprensión, se va abriendo camino entre la conservadora clase médica la idea de que la vida humana es una compleja suma de sistemas interactivos, de los que el cuerpo sólo es el más denso y aparente. La mayoría de las enfermedades se originan en los niveles más sutiles. Lo que se consideraban males del cuerpo, se ven ahora como simples síntomas de más profundos desarreglos. La psicosomática se tiene ya por responsable del 80 por ciento de los trastornos que sufre el organismo, especialmente de los llamados degenerativos, y nuevos factores, como el entorno profesional y social, son estimados también como importantes para el mantenimiento de una perfecta salud.

La terapéutica occidental ha venido insistiendo en utilizar los ríos de sangre como vía de acceso a las regiones corporales que presentan síntomas de daño. A través de la sangre se hacen llegar a esos órganos principios químicos activos capaces de modificar la sintomatología. En nuestra medicina aún se considera que la ausencia de síntomas equivale a ausencia de enfermedad. Lejos de esa concepción meramente química de la enfermedad, los orientales han interpretado desde antiguo que la raíz del problema es de orden más sutil y utilizan las corrientes de energía para revitalizar las zonas afectadas por el mal. No solamente son más eficaces, sino que evitan los desagradables efectos laterales, distinguiendo perfectamente entre el mal y sus síntomas.

Ahora sabemos que hay otra vía de acceso al cuerpo, todavía más sutil: el flujo del pensamiento. A través de él reciben a diario las células la carga emocional de nuestras vivencias. Según son éstas, así reaccionan aquéllas. Cada uno de nuestros pensamientos y emociones negativos va erosionando un órgano determinado hasta alcanzar el punto crítico en que aparecen los síntomas de alguna enfermedad. De manera semejante, un cambio de actitud puede invertir el proceso hasta lograr a veces lo que ha dado en llamarse curaciones milagrosas.

Vemos así que la salud no es un fenómeno meramente físico que responde al armónico funcionamiento de los órganos del cuerpo, sino que abarca todos los aspectos del individuo, en una jerarquía que va de más sutil a más denso. Los homeópatas, contrarios a la especialización en medicina, establecen esta jerarquía en tres niveles: mental / espiritual, psíquico / emocional y físico, aunque entendiendo la división como meramente descriptiva. Dentro de cada nivel existen, a su vez, nuevas jerarquías, capaces de determinar la importancia del mal. Cuanto más sutil y profundo es el desarreglo, más grave se considera la enfermedad.

En el aspecto físico, los padecimientos más graves serían los que afectan al cerebro, después, en orden decreciente, al corazón, al sistema endocrino, hígado, pulmones, riñones, huesos, músculos y piel. Los trastornos emocionales se clasificarían, de menor a mayor importancia, en insatisfacción, irritabilidad, ansiedad, fobias, angustia, tristeza, apatía y depresión suicida. Por lo que se refiere a las dolencias del alma, ese ámbito que registra los cambios de comprensión y consciencia del individuo, cabe señalar que es ahí donde la persona piensa, critica, discierne, calcula, clasifica, crea, sintetiza, conjetura, visualiza, planea, describe, comunica… etc. Cualquier alteración en la claridad, coherencia o creatividad de las funciones mentales es un claro síntoma de que algo está dañado en lo profundo del individuo. Habría que considerar, además, una serie de valores morales, cuya ausencia constituiría el indicador más claro de que la persona está enferma en su esencia.

En nuestra sociedad, donde priman la ambición y el afán posesivo, pueden detectarse claros síntomas de insalubridad social. La cascada de enfermedades que asuelan al hombre moderno, desde el desencanto a la depresión, desde el cáncer al infarto, no son ajenas a la instauración de los valores egoístas y estilos de vida irracionales que caracterizan la convivencia actual. No sólo está enfermo el hombre, también lo está la sociedad.

La salud es un estado de vitalidad vibrante, donde el cuerpo responde prontamente a los dictados de la razón, donde las emociones son espontáneas productoras de alegría, esperanza y compasión, donde la mente percibe con claridad, piensa con coherencia y ejecuta con precisión, donde anidan motivos altruistas, prenden con facilidad las causas nobles y se tiene como objetivos prioritarios el conocimiento y la evolución.

Los médicos antiguos utilizaban mucho para sus dictámenes el ojo clínico (intuición lo llamarían los insufribles cursis esotéricos que nos toca padecer cada día), una forma subjetiva de percibir que toma en consideración el lenguaje del cuerpo, la expresión de los ojos, el color de la piel y la vibración del individuo, entre otras cosas. Nunca debió perderse, porque a los ojos asoman los motivos que impulsan las acciones, reflejando las emociones predominantes, el talante y la índole de cada cual. Ahí, en esas cualidades del espíritu, es donde comienza a fraguarse el mal. Nuestra salud depende de muchos factores, pero las peores dolencias nacen con los pensamientos egoístas, se cuecen con la efervescencia de las emociones y se transforman, finalmente, en ruina física.

Que nadie se equivoque. La enfermedad —toda enfermedad—, revela un desarreglo en la estructura del individuo. El hombre está diseñado para enfrentarse con éxito a grandes adversidades, pero el cuerpo, el eslabón somático, se ve impotente cuando no le asiste la energía vital que genera un sistema armónico. La persona equilibrada, generosa, segura, con convicciones firmes y afanes nobles genera constantemente el más poderoso antídoto que existe contra la enfermedad: toneladas de salud radiante.