El deseo

EN LAS PROFUNDIDADES insondables del yo se generan dos misteriosas corrientes psíquicas —raga y duesha las denomina la filosofía vedanta— por donde corre impetuoso el caudal de los deseos humanos. Raga es la atracción, un impulso que nos lleva a procurar todo aquello que nos agrada, mientras duesha —la repulsión—, tiende a alejarnos de lo que no nos gusta: el odio y el amor en su nivel más instintivo.

Estas dos corrientes de simpatía y aversión despiertan en el hombre los deseos y emociones primarios que impulsan nuestra conducta. Así como el agua fluye con levedad en el estío y con ímpetu incontenible tras el deshielo de primavera, los deseos y emociones humanos brotan con distintos grados de intensidad, de acuerdo con el nivel de evolución y autodominio de cada cual.

El yogui, o místico realizado, que ha trascendido el ego y ve la unidad de todos los seres y todas las cosas, no siente atracción ni repulsión por nada. El cauce de sus deseos está seco y vive una paz absoluta. Sin llegar a tan extraordinaria perfección, el hombre disciplinado que persigue con ahínco el dominio de sí mismo, puede lograr que sus emociones se atenúen gradualmente hasta discurrir con la tranquilidad de un torrente en el estío. Sin embargo, la represión es mala consejera. Quien se limite a reprimir sus deseos sólo conseguirá vivir un infierno. No es lo mismo trascender que suprimir, como no es igual convencer que imponer. Tampoco conduce a nada dejarse arrastrar por las pasiones y vivir sin bridas y sin estribos, descendiendo vertiginosamente de las cimas de la exaltación a los valles de la depresión, o pasando de la euforia del amor a la intensidad del odio en una riada incontenible de emociones y deseos que terminan por ahogarle a uno en su contradictoria vorágine.

La satisfacción de los deseos produce un placer momentáneo, pero no la felicidad. Mientras, como nos enseñara Buda, los deseos insatisfechos son la causa de todo dolor. En este juego de amores y odios no hay, pues, sitio para la felicidad, ya que sus frutos son sólo el placer y el dolor. Es muy frecuente, sin embargo, confundir la felicidad con el placer y perseguir a éste con denuedo cuando se cree que se va tras aquélla. En estos casos es siempre el dolor, fin inevitable de todo placer, quien termina sacándonos del error. La verdadera felicidad está íntimamente ligada a la ausencia de deseos y no sobreviene hasta que éstos son trascendidos con el advenimiento de un estado de conciencia superior.

Es la intensidad del deseo la que hace a un hombre apasionado o apacible. Es la cantidad de deseos la que le muestra agitado o tranquilo. Es la calidad de sus deseos la que le convierte en un ser bueno o malo. Pero es únicamente la ausencia de deseos la que le hace totalmente feliz, porque, ¿puede haber mayor dicha que no desear nada?

Para el simple mortal eso puede parecer una mera hipótesis filosófica, una utopía lejana, ya que no es concebible la eliminación súbita de todos los deseos, motores de la actividad humana. Tal vez. Pero también puede ser el final de un largo camino de creciente bienestar que comienza reduciendo la intensidad de los deseos, y continúa limitando su número y mejorando su calidad, al transmutar los pensamientos básicos egoístas de atracción y repulsión en otros más altruistas y generosos de solidaridad, tolerancia y cooperación.

No se puede negar que en una mente desapasionada y concentrada que alberga pensamientos elevados, la hipótesis de la felicidad es mucho más verosímil.