El show business
ESTÁN POR TODAS PARTES. No paran. Se mueven por los escenarios más pintorescos con seguridad de actores consumados, mientras despiertan emociones en las masas. Su popularidad aumenta con cada representación. Son los afortunados mortales que aseguran poseer poderes sobrenaturales y los demuestran en público.
En Valencia, en un multitudinario congreso de parapsicología coincidí con Uri Geller. El astuto judío se conserva como una flor. Desgrasado, de ojos profundos, intensos y huidizos, en escapada permanente, parece haber alcanzado un pacto con el diablo. Su figura juvenil e inquieta recorre mil veces el escenario mientras transmite, como si los hubiera inventado él, los principios más elementales del mentalismo: la concentración, el poder de la voluntad, la proyección del pensamiento. Es la charlatanería del prestidigitador que entretiene a la audiencia mientras prepara sus trucos. Pero sabe darle un aire creíble. Convence a la audiencia de que sus poderes no son extraordinarios y cualquiera podría hacer lo que él hace si se lo propusiera. Basta ejercitar las facultades latentes de la mente. Y así, con todo el público mesmerizado y expectante, comenzó la demostración de las extraordinarias cualidades que han hecho de él un hombre rico y famoso.
El número del reloj continúa siendo un clásico de gran aceptación. Docenas de espectadores habían traído sus objetos estropeados: radios, relojes, ordenadores, transmisores… Adunados sobre el estrado, los viejos cacharros inservibles permanecían indiferentes a su destino, mientras Geller hacía repetir al unísono, una y otra vez, a los entusiasmados presentes: «¡Funciona!». La tremenda fuerza mental de mil doscientas voluntades pareció obrar el milagro y uno, dos, y hasta tres relojes resucitados comenzaron a latir acompasadamente. El delirio. Nadie reparó en los otros ochenta cacharros que no funcionaban. A ningún desconfiado se le ocurrió sospechar que cualquiera pudo haber depositado en aquel montón un par de relojes en movimiento.
Más flojo fue el numerito del gordo sentado en una silla y levantado por cuatro voluntarios que hundían sus manos bajo las corvas y axilas del sujeto. Eso ya lo hacíamos en el colegio cuando Geller todavía vestía pantalones cortos. Con los ojos cerrados y una pizarra a sus espaldas, nos pidió que pensásemos en el color que había escrito la blanca e inocente mano de una rubia de sombrero y tratásemos de proyectarlo sobre su mente. ¡Rojo! Lo captó a la primera sin el menor titubeo. Zalamero y halagador, reconoció que había sido muy fácil gracias a la nitidez del mensaje que le habíamos enviado. Como fácil le resultaría a cualquier ilusionista que se precie. Lo más espectacular quedó para el final: con gran dramatismo tomó una bolsa de plástico precintada que contenía semillas, la rompió a la vista de todos y esparció su contenido sobre una mesa. La pantalla gigante del fondo proyectó un primer plano de su mano extendida acariciando los granos. De nuevo, nos pidió un esfuerzo de concentración para tratar de que alguna semilla germinara. Se lo dimos y no nos falló. Allí estaba: a la vista de la cámara, una diminuta semilla, que podría caber entre sus dedos, había roto el prieto abrazo de la piel que la cubría y comenzaba a mostrar los primeros síntomas de la vida. Era sólo una, pero bastó para despertar la rendición, y la entrega total del auditorio. Grandes aplausos.
Allí estaba también mi vieja amiga Marilyn Rossner, curtida en mil escenarios de los cinco continentes. Con oficio, acercaba su mínima figura al borde mismo de la plataforma y explicaba a unos espectadores ansiosos y seducidos de antemano que su guía astral, Daisy, una especie de ángel de la guarda que la acompaña desde la infancia, era quien dictaba sus mensajes y predicciones. Acto seguido procedía a leer el pasado y el futuro de algunos de los presentes, elegidos al azar. En el proceso se producían muchas escenas de emoción desbordada y los llantos de rigor. Pero no todos estaban conformes con sus poderes, y por la antesala desfilaba el consabido goteo de los decepcionados.
Por cierto, en nuestros largos años de amistad, sólo en una ocasión me hizo una predicción personal Fue una primavera en Montreal. Una soleada, mañana, cuando me encontraba hablando por teléfono en mi habitación, la telefonista del hotel interrumpió la conversación para anunciarme que tenía una llamada urgente de una mujer que aseguraba que no podía esperar. Me disculpé ante mi interlocutor y di paso a la misteriosa comunicante. Era Marilyn que, en plena meditación, acababa de recibir un preocupante mensaje para mí: debía tener «sumo cuidado» en los dos o tres próximos meses, de no firmar ningún documento con ninguna, agencia gubernamental (mencionó específicamente la CIA y el FBI), especialmente sí estaba relacionado con el Oriente Medio, Ni que decir tiene que mi sorpresa fue mayúscula, pero pronto recordé una conversación casual y desenfadada que había sostenido el día anterior con un viejo amigo común, que no veía desde hacía muchos años y a quien había confiado que estaba preparando un reportaje con agentes del servicio de inteligencia americano. Pude darme cuenta de que aquel comentario impresionó sobremanera a mi amigo, influido, sin duda, por la leyenda que el cine y la televisión han construido alrededor.