La enfermedad

ANTIGUAMENTE LOS HOMBRES morían a causa de terribles epidemias que diezmaban la población de ciudades enteras. Basto con que se aplicaran algunos principios de higiene individual y colectiva para que ese azote de la humanidad dejara de ser significativo como causa de mortalidad. Después, fueron las enfermedades infecciosas las que se erigieron en verdugos de la sociedad, hasta que el descubrimiento de la penicilina y otros antibióticos las convirtió en algo meramente anecdótico en la historia de la medicina. Hoy día son las llamadas enfermedades degenerativas las responsables de la mayor parte de las muertes. El cáncer, el infarto, la artritis, la arteriosclerosis, la hipertensión, etc., son males con escasa o nula incidencia en el pasado, pero tremendamente extendidos en las sociedades modernas. Desde hace mucho tiempo, la medicina viene buscando un tratamiento efectivo que detenga la, hasta ahora, irreversibilidad de estos males. Algo se ha avanzado, pero poco. Las enfermedades actuales continúan ganando terreno en la misma medida en la que las sociedades alcanzan cotas más altas de bienestar.

Parece ya evidente a la ciencia médica que los desequilibrios mentales se traducen en desequilibrios físicos, y que en el origen último de todas estas enfermedades no son ajenos los factores genéticos y psicosomáticos. El juego de las emociones y el ego en un medio competitivo y hostil genera procesos destructivos que, ayudados por agentes externos, como la polución, el ruido y la intoxicación causada por alimentos, bebidas y drogas, terminan por manifestarse en forma de síntomas sobradamente conocidos. La vieja sabiduría oriental siempre ha sostenido que cuerpo y mente no son cosas diferentes, sino distintos aspectos de un mismo todo. El cuerpo de la materialización de la mente y la mente es la abstracción del cuerpo. Cualquier cosa que afecte a uno afecta a la otra y viceversa.

La metáfora por excelencia de lo psicosomático es el estrés, un conjunto de factores y actitudes que someten al cuerpo/mente a una severa erosión, desencadenando una serie de procesos neurofisiológicos que a menudo desembocan en alguna de las enfermedades degenerativas mencionadas.

La primera reflexión ante estos postulados científicos es la evidencia de que las emociones desordenadas minan la salud y la curación de los males causados de este modo no es de tipo médico, sino personal, ya que detrás de todas las emociones negativas, detrás del materialismo y la ambición, detrás de la desmesura, la envidia, la frustración, la insolidaridad y el ansia de poder, y detrás, en definitiva, de todo cuanto, según las más recientes evidencias científicas, enferma al individuo y a la sociedad se encuentra simplemente una actitud egoísta, que es la verdadera causa original de los males físicos y psíquicos de nuestro tiempo.

Si ya se acepta abiertamente que la degeneración del cuerpo físico se debe a factores psicológicos, falta aún por entender que la causa de estos desarreglos psicológicos es de índole espiritual. De un lado, la persistente insatisfacción íntima que genera el egoísmo altera, a niveles profundos, el juego psicológico de la mente, desequilibrando sus mecanismos y desencadenando el proceso degenerativo que termina en la enfermedad y, por otra parte, la ausencia de ideales elevados que catalicen el esfuerzo personal y le presten un norte y una coherencia deja al individuo desarbolado, a merced de los embates de sus propias emociones incontroladas.

La salud del cuerpo depende del equilibrio emocional, y éste de la actitud profunda espiritual del hombre ante la vida. En el crecimiento incontenible de las enfermedades degenerativas tiene mucho que ver la degeneración de las estructuras profundas de la persona. Es el individuo el que está en crisis. Nuestra civilización no ha podido superar la pérdida e los valores espirituales que ha supuesto la implantación del materialismo. En un momento en que el hombre se debate entre la confusión, la desesperanza, la miseria, la enfermedad y la angustia, el cultivo de las virtudes tradicionales, comunes a todos los sistemas de espiritualidad, puede volver a ser esa terapia del alma que cure los males de nuestro siglo. Resulta significativo que el promedio más alto de vida y la incidencia más baja de enfermedades degenerativas se dé precisamente en las comunidades espirituales, cuya vida está basada en la disciplina y la virtud.

Lo que se precisa, pues, es un cambio de actitud, una nueva orientación de la vida por los senderos de la abnegación y la autodisciplina. Reconocer el error del hedonismo y reavivar la llama espiritual que arde secretamente en lo más profundo de todos los corazones. Eso podría erradicar muchas de las enfermedades asesinas, impregnaría de paz al individuo y sosegaría la alarmante efervescencia de nuestra sociedad.