La India
LA GRANDEZA DE UN PUEBLO se mide por la estatura de sus mayores. En la India pueden contemplarse los viejos más hermosos del mundo: gráciles, mayestáticos, esbeltos. Hubo que esperar muchos años antes que la cabeza de Tagore adquiriera ese porte sin igual Sus ojos, que de joven no reflejaban sino las múltiples intensidades de lo cotidiano, se convirtieron con los años en pozos insondables donde los más sublimes pensamientos flotaban mansamente en las aguas tranquilas de la sabiduría. Los indios pasan los últimos años de su vida asomados al más allá, ensimismados, esperando la muerte con gran paciencia y sosiego. La prestancia en el adiós es la metáfora que resume toda una vida. Un pueblo que envejece bien es un pueblo que sabe vivir.
Otra referencia inexcusable son las mujeres. Se engañan quienes, habiendo visto a las esposas hindúes caminar un paso detrás de su marido con la vista en el suelo, piensan de ellas que son seres sometidos y privados de dignidad. Su reino está en el hogar. En público, ceden recatada y generosamente el protagonismo a los hombres, pero son el sustento espiritual de la familia, las educadoras de los hijos, las transmisoras de los valores tradicionales. Las mujeres indias se arraciman en jerarquías de edad, pueblan los hogares y se transmiten de madres a hijas todos los secretos de la cocina y la alcoba, En ese territorio, el hombre juega un, papel miserable, secundario, de mero proveedor material.
En una ocasión fui invitado por un general del Estado Mayor indio a cenar en su casa de Nueva Delhi. Quedó en pasar a recogerme a mi hotel a las ocho en punto. Estaba esperándolo en la puerta, cuando apareció un impresionante coche negro, escoltado por dos jeeps de la policía militar. Los soldados saltaron antes de que sus vehículos se hubieran detenido del todo. Unos se desplegaron para garantizar la seguridad, mientras otros se dirigían al automóvil del general a abrirle la puerta. Cuando la figura alta y atlética del militar puso pie en tierra y se dirigió hacia mí, con los soldados saludando marcialmente, nunca había sentido tan de cerca la encarnación del poder. Quedé vivamente impresionado por la imagen altiva y segura de aquel hombre que, sentado a mi lado, en el asiento de atrás, charlaba con displicencia.
Unos minutos más tarde, la comitiva nos despedía a la puerta de su casa, un pequeño chalet en una zona residencial de las afueras. No bien habíamos pasado al interior y saludado a la esposa, la madre, la suegra y las cuñadas, cuando la dueña de la casa, menuda y temperamental, lo llevó a un rincón y comenzó a recriminarle en hindi. Ignoro de qué se trataba, pero la bronca era de las que hacen época. Me preparé para la reacción del general, sin embargo todo lo que mis ojos contemplaron fue un hombre acobardado y encogido que apenas alcanzaba a balbucir excusas, parapetado tras una débil sonrisa de circunstancias. Los ojos de la mujer echaban fuego y su expresión era la encarnación de la furia, mientras el bravo general parecía un adolescente pillado en falta, probándose el uniforme del abuelo. Esta anécdota revela, mejor que mil tratados sociológicos, la verdad oculta de la cultura hindú: la fuerza reside en sus mujeres, en esas madres abnegadas, fieles, dedicadas, magnificas, que desde la cuna transmiten a sus hijos todos los valores de su cultura y su religión.
El tercer baluarte de esta cultura milenaria son sus sabios. Muy pocos pueblos distinguen, tan cabalmente entre santos, sabios, yoguis, gurús, monjes y renunciantes. Los santos son simplemente seres virtuosos; los yoguis, adeptos avanzados en la senda del yoga; los gurús, maestros que adiestran a otros en las diferentes artes del crecimiento humano; los monjes o renunciantes, anacoretas que deciden vivir austeramente, de espaldas al mundo. Pero los sabios son aquellos que poseen el conocimiento; y no hay bien más preciado que éste. Sólo una sociedad que escucha a sus sabios tiene garantizado el futuro.
Por contraste, nuestra civilización occidental adolece de dirección, de sentido, más allá de la mera ganancia material. Sólo se escucha a los economistas, a los científicos, a los políticos. Las madres —y los padres— confían la educación de sus hijos a la escuela, mientras se afanan en ganar dinero para consumir más; pero las escuelas y universidades no quieren saber nada de educación. Se limitan a formar a los jóvenes en el campo profesional. La ética, la religión, las humanidades, los principios morales, el crecimiento interior, la pesquisa filosófica, son asuntos que les incomodan y no les conciernen.
Los ancianos pueblan, los hospitales y asilos —o residencias para la tercera edad, como se ha dado en llamar eufemísticamente—. Nadie quiere saber nada de ellos, porque no son productivos. La familia se desintegra, los roles sociales son cada, día más intercambiables y quien quiera que tenga un ápice de sabiduría que imparta catequesis a las beatas. Nuestra sociedad materialista, monetarista y desalmada no quiere cuentas con el mundo del espíritu, ni con las mujeres que no produzcan; mucho menos con los ancianos y jubilados; a éstos los tiene jugando al mus hasta que llegan las elecciones —sus votos sí valen—. Todo el que piensa sabe que la nuestra es una sociedad de futuro incierto. Su única meta es sobrevivir económicamente, procurar que el sistema no quiebre demasiado pronto. La sabiduría metafísica es algo tan exótico como un esquimal en Kenia.
Durante milenios, la India ha amamantado; reconocido y venerado el conocimiento como el valor supremo de la humanidad. Su inigualable filosofía ha configurado la vida social. En su amplío seno maternal han convivido miles de sectas y religiones, expresiones diversas de una misma inquietud trascendental. Es verdad que el desarrollo material y el bienestar económico no han crecido en la misma medida que en Occidente, pero éstos no son valores absolutos, sino meros instrumentos para ayudar al hombre a encontrar la felicidad. ¿Alguien se atreve a afirmar que en nuestro civilizado Occidente los hombres, las mujeres, los ancianos o los niños son más civilizados que en la pobre India? ¿O más felices?
Hay que saber contemplar la alegría en los ojos de los pequeños desarrapados que llenan con sus gritos las calles de cualquier ciudad india, la serena dignidad de los ancianos harapientos que se sientan apaciblemente en una cuneta a ver pasar la vida; la conmovedora imagen de esas jóvenes madres, entregadas sin reservas al cuidado de su prole, o la mirada quieta, solemne y trascendente de aquellos que ven más allá de lo cotidiano y callan para no profanar su sabiduría vertiéndola en oídos necios.
Sólo una profunda espiritualidad puede mantener a un pueblo de casi mil millones de habitantes viviendo feliz en la miseria durante milenios. Aunque la India de hoy no sea precisamente un paraíso y quepa hacerle muchas y acertadas críticas, lo que la convierte en una nación singular es justamente ese espíritu que no todos saben ver.