El cuento de la prosperidad
OCURRIÓ UNA TARDE MEDITERRÁNEA, apacible y luminosa, en pleno estío. Por uno de los innumerables senderos de tierra que cruzaban la isla, dos mujeres pedaleaban cansinamente a lomos de viejas bicicletas. Sus largos vestidos sueltos, al estilo ibicenco, revelaban un apropiado talante anticonvencional. Eran jóvenes y atractivas. No tenían prisa y parecían disfrutar dejando que la suave brisa del atardecer acariciara sus bronceados rostros.
Mientras las bicicletas avanzaban perezosamente atravesando la sombra de los pinos, no lejos de allí un grupo de cursillistas se arremolinaba angustiado al borde de la piscina, tratando de reanimar a una joven desvanecida por las prácticas de renacimiento en el agua. La inexperta monitora, sobrepasada y paralizada por el pánico, asistía atónita a la escena. Lívida como un cadáver, parecía a punto de desmayarse también ella. Afortunadamente, la joven víctima pudo ser pronto reanimada y todo quedó en un susto. Algo más costó animar a la abatida profesora, cuya autoridad sufrió un daño irreparable. Cuando las dos visitantes llegaron a la explanada de la pirámide y se apearon de sus bicicletas, el grupo aún comentaba el suceso con indignación.
—¿Cómo están? —saludaron sonrientes las recién llegadas, con ese especial acento porteño que consiste en recitar palabras castellanas con entonación italiana—. Si nos permiten cambiarnos, en un minuto estamos listas para reunimos con ustedes en la pirámide.
Poco más tarde, relimpias, con un colorido atuendo informal y pañuelos de pirata ciñendo sus cabezas, se presentaron sonrientes y encantadoras ante la audiencia expectante y ya más relajada. Fueron introducidas como expertas en el campo del crecimiento personal que venían a compartir con los presentes el secreto de la prosperidad.
Hábiles, elocuentes, seductoras y sobradas de recursos dialécticos, no tardaron nada en meterse a los embobados oyentes en el bolsillo. Dijeron, y dijeron bien, que de nada sirve colocar un vaso bajo una cascada si no se destapa antes. La prosperidad es una corriente caudalosa que fluye por doquier, sólo es preciso estar abierto a ella. La vida está preñada de bienes potenciales, pero falta la buena tierra para que germinen. El problema somos nosotros, nuestras miserias, nuestra mezquindad, nuestra avaricia, nuestra inseguridad, nuestro miedo que nos hace vivir contraídos, cerrados al influjo benéfico de los efluvios universales. Todo lo que vive, prospera, excepto el hombre que se aferra a lo pequeño y así no puede asir lo grande. El secreto de la prosperidad es muy simple: basta con abrirse y dar. Tal actitud propicia la entrada de la fortuna en nuestras vidas. No la hagamos esperar más tiempo. Hay una ley universal que establece que lo que recibimos está en proporción directa a lo que damos. ¡Da! ¡Da! ¡Da! Tu vida se transformará en un fecundo vergel donde todos los bienes crecerán ferazmente. Pero no basta con el voluntarismo. Hay que ejercitar la generosidad de hecho.
Tras intensas horas de implacable machaque psicológico, con los participantes sinceramente angustiados por la miserable manera en que habían vivido hasta entonces y dispuestos a abrir sus brazos a la diosa fortuna, las benefactoras de la prosperidad les ofrecieron la oportunidad impagable de redimirse allí mismo, en aquel instante, haciendo efectivos sus buenos propósitos. La magia de toda noche de verano, la complicidad del silencio, sólo profanado por el canto de las chicharras, el opresivo ambiente creado por las hábiles brujas australes (eran argentinas, ¿recuerdan?) y el miedo, estupendamente administrado, a seguir siendo tan cobardes como hasta ahora, obraron milagros en las mentes de los presentes. Sus rostros reflejaban la violenta lucha interior entre la pugnaz ambición de hacer sus vidas más prósperas y el defensivo reflejo de no dejarse llevar al huerto que sus instintos más básicos les dictaban. La tensión se palpaba en el aire, casi se podía cortar. Los ojillos achicados se intercambiaban miradas inseguras, desconfiadas, con esa chispa de avaricia que pone el disfrute anticipado de una suculenta ganancia. Las astutas predicadoras comprendieron que ya habían minado la resistencia de la audiencia e inflamado bastante sus deseos. Sólo tenían que esperar, así que con su mejor sonrisa y más dulce voz dijeron:
—No se angustien. No tienen ninguna prisa. Les sugerimos que se tomen un tiempo a solas en sus cuartos para decidir hasta dónde son capaces de ser generosos. No olviden que tal será la medida de su prosperidad. Cuando vuelvan, háganlo con el dinero en metálico o los talones firmados que deseen entregamos. Y justo antes de firmar piensen si no se están engañando a sí mismos. Una cantidad mayor siempre es garantía de mayor prosperidad.
A solas en la noche, con la razón obcecada, la avaricia estimulada y vivo el secreto anhelo de estar en el camino de la prosperidad, muchos de los participantes escribieron un buen número de ceros en sus talonarios y los firmaron con mano trémula. Tras depositarlos discretamente sobre la bandeja instalada en la pirámide, se perdieron de nuevo entre las sombras para enfrentarse a una larga noche de insomnio y pesadillas. A la mañana siguiente, la mayoría estaba arrepentida, pero ya era tarde: sus talones habían desaparecido de la pirámide con las encantadoras argentinas. Nadie las vio partir en la alta madrugada, perforando las tinieblas con sus cabalgaduras de metal. ¿Cuánto se llevaron en aquel lance? De lo suyo, nadie quiso dar cuenta y de ellas, nunca más se supo.
En tan elaborado timo hay muchas perversiones. Una: es cierto que el cosmos parece cuidar de todas las criaturas que se entregan sin cálculo a su afán. Después de todo, ¿quién viste a los lirios del campo o quién alimenta a las aves del cielo? Aquellos que dan sin duelo reciben ciento por uno, pero ¡ojo!, dar para tener más es una inversión, no una dádiva; y equivale a tender una trampa al destino. No hay limpieza de corazón en ese gesto, sino avaricia encubierta.
La prosperidad bien entendida se refiere al crecimiento personal, al tesoro de sabiduría que acumula el buscador, desprendido, a la libertad que otorga el desapego, a la alegría de vivir desentendido de los bienes materiales. La otra prosperidad, la económica, sólo interesa al avaro, al inseguro, al ignorante, al necio y, ¡por supuesto!, a los encantadores timadores que esquilman sus bolsillos. ¿No son tal para cual? ¿No van de pillo a pillo? Pues estén alerta. El diablo no descansa y muy bien pudiera ser usted la próxima víctima.