Los nuevos herejes

OCURRIÓ HACE MÁS DE QUINIENTOS AÑOS, pero es una historia de todos los días. Alberto de Brademburgo era un clérigo ambicioso que ya había conseguido el favor papal en dos ocasiones: para ordenarse sacerdote antes de tiempo y para dirigir dos diócesis simultáneamente. Ahora apetecía un nuevo favor, el poderoso arzobispado de Mainz, El papa León X, gastador manirroto, según cuentan las crónicas de la época, se lo concedió a cambio de 24 000 piezas de oro que necesitaba para construir la basílica del Vaticano. La cantidad no era menor, ya que equivalía a los ingresos anuales de todo el país, pero con ella se compraba el derecho a un voto para la elección del siguiente Sacro Emperador Romano que podría ser vendido al mejor postor.

El Papa y el flamante arzobispo acordaron iniciar la venta de indulgencias, unas dispensas especiales controladas por el Pontífice que aseguraban la redención de penas temporales que de otra manera deberían ser expiadas en el purgatorio. El fundamento teológico hacía referencia, a un «tesoro de méritos», acumulado por Cristo y los santos, con el que se haría frente a las deudas espirituales de los pecadores favorecidos por la indulgencia. El papado recibiría la mitad de los ingresos y con la otra mitad se iría amortizando el préstamo de las 24 000 piezas de oro.

Parece que esta forma de proceder era costumbre en la Iglesia de entonces, pero a Martín Lutero, un joven clérigo de 33 años, profesor en la Universidad de Wittenberg, no le convencieron ni el tráfico de indulgencias ni su base doctrinal y, en consecuencia, manifestó enérgicamente su protesta a Alberto de Brademburgo sin esperar, seguramente, que su acción fuese a desencadenar la reacción de repulsa contra la corrupción del poder eclesiástico a que dio lugar. Su desafío culminó en la Reforma protestante que dividió a la Iglesia irreconciliablemente hasta la fecha.

Lutero, que además de ser el profesor más popular de la universidad, era un administrador brillante, emprendedor y juicioso, a cuyo cargo estaban las once casas de los Ermitaños de San Agustín, elaboró un comunicado crítico de noventa y cinco puntos («Predican la necedad quienes pretenden que tan pronto como el dinero suena en el arca, un alma para el cielo se embarca») y lo envió a un número selecto de teólogos.

La respuesta fue fulminante. El Papa rechazó su protesta y le exigió la capitulación. Ante esta reacción, Lutero comenzó a cuestionar otros aspectos de la Iglesia, incluyendo la excesiva autoridad papal. En 1520 escribió en una dura carta abierta al Sumo Pontífice: «La Iglesia Católica Romana, que alguna vez fue la más santa, se ha convertido en la más licenciosa cueva de ladrones, en el más desvergonzado de los burdeles, en el reino del pecado, la muerte y el infierno».

León X inició su campaña de descrédito llamando a Lutero «el animal salvaje que ha invadido la viña del Señor». Hasta hace una generación se enseñaba a los católicos a considerar a Lutero como el arquetipo del hereje y un personaje diabólico. Han tenido que transcurrir quinientos años para que comiencen a darse los primeros pasos liada una reconciliación, que no se vislumbra fácil, y para que la Iglesia otorgue a Lutero el respeto que hasta ahora le había negado.

Sin embargo, la Iglesia no parece acompañar el reciente dolor de corazón mostrado ante las injustas condenas a «herejes» como Lutero o Galleo, con el correspondiente propósito de la enmienda. Y hoy, que en el seno de la clerecía se alzan nuevas voces de denuncia y renovación, la respuesta de la jerarquía vuelve a ser amenazante y represora.

Así, cuando en 1988 el Vaticano condenaba a un año de silencio al padre Mathew Fox, muchos se preguntaban qué habría hecho para merecer las iras del cardenal Ratzinger (ahora Papa). Al igual que Lutero, el indomable dominico había hecho cuanto se puede hacer para irritar a la esclerótica y picajosa institución eclesial; eliminar del credo el concepto «Dios padre» para sustituirlo por el de «Dios madre», con gran alborozo de las feministas que, además, tienen en el padre Fox a un ardiente defensor de la ordenación de la mujer.

La osadía de este clérigo llega a cuestionar la doctrina del pecado original, prefiriendo hablar de la beatitud original, un estado de dicha y pureza que precede al pecado. Por si todas estas cosas fueran pocas, el audaz trasgresor aboga por una revolución sexual y acepta sin prejuicios la homosexualidad que, en sus propias palabras, «afecta a más de la mitad de los obispos de Roma». Para colmar la copa de hiel que brinda al Vaticano, el padre Fox no esconde su simpatía por las teologías de la liberación de corte marxista. Además, reprocha a la Iglesia el escaso interés que presta a los grandes problemas ecológicos del planeta. Según él, la Iglesia actual no tiene nada que ofrecer, puesto que se ha separado de todos los aspectos místicos de su tradición: la imaginación, la creatividad, el erotismo, la ciencia y las tradiciones indígenas, portadoras de una cosmología viva.

No está solo el padre Fox en sus reivindicaciones. Los dominicos holandeses le apoyan sin reservas, Otros clérigos hacen denuncias semejantes, John Rossner, por ejemplo, pastor anglicano y profesor de religiones comparadas en la Universidad Concordia de Montreal, aunque con un estilo más moderado, comparte básicamente las ideas de Fox y trabaja en la elaboración de un libro, Confesiones de un cura herético, que, según me anticipó, será altamente provocador. En Estados Unidos, John Spong, un conocido y polémico obispo protestante, desafía la doctrina tradicional cristiana, al afirmar; «La actitud de la actual jerarquía de la Iglesia en torno a la cuestión de cómo debe entenderse la afirmación de que la Biblia es la palabra de Dios, me resulta tan divertida coma penosa, puesto que, en el fondo de su alma, saben perfectamente que no es sostenible de ningún modo». Aún llega más lejos el heterodoxo obispo al cuestionar el dogma de la virginidad de María y decir: «No creo en absoluto que el nacimiento de Jesús de Nazaret implicase un proceso biológico distinto del de los demás hombres».

En Brasil, el teólogo de la liberación Leonardo Boff, cansado de luchar contra Roma, decidió hace algún tiempo renunciar a su condición de sacerdote. Cuando, en el curso de una amigable conversación con Mathew Fox, le pregunté por qué no secundaba el gesto del brasileño y abandonaba la Iglesia, su respuesta no dejó lugar a dudas: «Prefiero que me echen. Eso tendría un significado político. Hasta ahora no se han atrevido».

La lengua flamígera de estos nuevos herejes no conseguirá seguramente incendiar a una institución tan pétrea como la Iglesia, pero sus incesantes flagelos han de levantar ampollas en Roma. Entre la herejía y la santidad muchas veces no hay más que una delgada línea: el éxito. Sí la desafiante postura de estos heterodoxos y sus avanzadas ideas logran salir adelante, podríamos encontramos ante santos de nuevo cuño. Si, por el contrarío, su credo no fragua con la fuerza suficiente en el entramado social, no serán mis que herejes olvidados en algún rincón de la historia. Por mi parte, les deseo suerte. Después de todo, ¿no dijo alguien que un santo no es más que un heterodoxo con éxito?