El masaje

CUANDO LAS MANOS EXPRESAN lo que siente el corazón, el masaje se convierte en un arte, en una forma sublime de comunicación no verbal que trasmite sentimientos, afectos, emociones, ciencia, sabiduría y calor. Lo que la música es al oído o la belleza a la vista, es el masaje al tacto: una sinfonía de sensaciones, un intercambio de energías, una manera de amar. Más allá de sus valores terapéuticos, el masaje puede ser también un bálsamo espiritual que ahuyente los fantasmas de la mente.

A lo largo de la historia los distintos pueblos han encontrado el modo de aliviar las tensiones de la vida. Japoneses, suecos, chinos, coreanos, indios o tailandeses han desarrollado técnicas eficaces para amasar los músculos, estimular la energía, movilizar las articulaciones y relajar el cuerpo. Pero el hombre de hoy acumula sus males en la mente. Falta comunicación, cariño, reconocimiento… Sólo un intercambio que llene de caricias los afectos vacíos, unas manos cálidas que hablen con desparpajo el lenguaje del amor, una energía entregada sin reservas, pueden curar la soledad profunda que anida en los corazones. Hoy más que nunca, el cuerpo puede ser un camino para poner orden en la hondura difusa de la emoción.

Recuerdo mi primer masaje en un ashram del Caribe. La vida era allí cuasi monástica. Se meditaba al amanecer, se trabajaba duro durante el día, pero por la noche, tras la meditación vespertina, numerosas figuras sigilosas se deslizaban con rapidez en tiendas ajenas para entregarse al ritual más apetecido: hoy por ti, mañana por mí. Los cuerpos desnudos yacían abandonados, mientras manos suaves, embadurnadas de aceite, dibujaban a ciegas figuras caprichosas que no dejaban huella sobre una piel seducida de antemano.

Una hermosa rubita con ojos de miel y menta y ademanes sosegados se ofreció un día a darme un masaje. Aquella misma noche acudí tembloroso y puntual a su cuarto diminuto, apenas un confesionario, sin saber muy bien qué esperar. Sólo había un colchón en el suelo, ocupando todo el espacio de pared a pared. Su ropa colgaba de perchas de alambre sujetas al techo. A la luz de una vela, con el intenso olor de las esencias impregnando el ambiente, la autoridad de sus manos expertas e irreverentes fue ahuyentando las tensiones de mi cuerpo. Y de mi alma. El tiempo y el espacio se desvanecieron juntos, dejándome suspendido en la dicha inenarrable de un instante eterno. No recuerdo haber sido tan feliz en toda mi vida. Allí descubrí que el calor que me transmitía eran radiaciones de amor de la Madre Cósmica, que la miríada de tensiones monstruosas que huían despavoridas de mis músculos, eran miedos inconfesables que poblaban las tinieblas de mi mente. Aquella misma noche sentí que mi alma transparente flotaba ingrávida en un universo ordenado, silencioso, coherente, plácido, donde quise habitar por siempre. Las manos de aquel ángel eran los conductos terminales de un depósito infinito de energía radiante, de dicha viva y cálida que manaba sin cesar, impregnando cada una de las células de mi cuerpo.

Tanto placer, tanto bienestar sólo sobrevienen cuando uno abate las defensas mentales y se abandona sin reservas. No es fácil saber dar un buen masaje, pero tampoco lo es saber recibirlo. Las manos, en contacto con un cuerpo sensible, revelan la índole de su dueño. La manera de tocar, la temperatura, la delicadeza…, cada toque transmite un caudal increíble de información subjetiva que la mente alerta del receptor capta y codifica de inmediato en sensaciones definidas y matizadas. En la medida en la que el contacto seduce, subyuga e inspira confianza, aparecen la entrega y la distensión. Para emitir buenas ondas, el masajista ha de estar centrado, relajado y contento. Debe actuar sin prisa, dar significado a cada movimiento y estar dotado de esa especial intuición del cuerpo que sólo algunos poseen.

Japón es uno de los lugares donde tradicionalmente más se ha cultivado el masaje balsámico, sutil, que busca antes el equilibrio emocional que el estímulo muscular. En Kioto visité una casa de masajes japoneses. El recibimiento ya encantaba: una diminuta masajista, envuelta en un kimono de seda, inclinaba graciosamente la cabeza, evitando mirar a los ojos, mientras una suave música oriental extendía sus notas hipnóticas por todo el lugar. La decoración era deliciosamente sencilla, cálida, acogedora. Una iluminación indirecta llenaba de magia los rincones, dando realce a las plantas y cuadros evocadores. Cuando me hube desvestido y reclinado convenientemente sobre la cómoda y pulcra camilla, ya me encontraba en un jardín celestial. Ignoro como se encaramó aquella geisha sobre mi espalda, pero tuve la sensación de que era un ángel ingrávido quien había descendido hasta posarse suavemente sobre ella. Las intermitentes presiones de sus pies se me antojaron una danza de dioses suspendidos que contagiaban de dicha todo lo que tocaban. No sé si llegué a balbucir palabra, pero como Pedro en el monte Tabor quise permanecer por siempre allí. Quienquiera que fuese aquella criatura celestial, poseía el secreto de la felicidad y las manos más sabias del mundo. Mientras duró la sesión, me sentí querido, amparado, mimado y comprendido. Cuando salí de allí aún flotaba en una nube de bienestar.

Siendo como es uno un enamorado de esa química de fusión humana, de ese intercambio de verdades silenciosas, de sensaciones místicas, de placeres divinos, que es el masaje, no puede por menos que apenarse ante la retórica mentirosa, mercantilista y timadora con que algunos desalmados tratan de esquilmar la buena fe de sus prójimos para vender en caros plazos el supuesto poder de curar, de sintonizarse con la energía cósmica, de transmitir poderes que otros no tienen. Sepan todos que el único poder reside en la transmisión térmica, en la concentración mental que produce y en el estado de relajación que sigue. No hay más que química. El resto son paparruchadas de charlatán de feria.

Bien están la metáfora y la poesía al servicio de la inspiración literaria, pero muy mal al servicio de pícaros y embaucadores. El buen masajista habla poco, cobra poco y da mucho. Los timadores, por el contrario, hablan mucho, cobran mucho y no dan nada.