La renuncia

POR UNA DE LAS escondidas veredas que jalonan el Ganges, aguas arriba de la dudad sagrada de Rishikesh, dos hombres caminan plácidamente. El uno es joven, fuerte, de rasgos atractivos y maneras refinadas. El otro, escuálido y encorvado, renquea con el peso de los años. Ambos cubren sus cuerpos con sendos dothis, la típica vestimenta de los pobres de la India, consistente en dos simples piezas de algodón ceñidas alrededor de la cintura y de los hombros. Los dos van descalzos y charlan animadamente. Acaban de conocerse y el más viejo no esconde su sorpresa por el buen aspecto de su acompañante, tan impropio de un sadhu, o renunciante. El joven le confiesa que es un príncipe heredero, hijo del más poderoso Maharaja del país, que ha decidido renunciar a su fortuna, a sus títulos y honores, por ver de lograr la iluminación espiritual.

—¡Para ti la renuncia no es más que un juego! —le reprocha ácidamente su compañero—. El día que te canses volverás a los brazos de tu padre como un hijo pródigo y todo quedara en una aventura de juventud.

—¡Oh no, en modo alguno! —replica con vehemencia el joven—. Ha sido una decisión muy meditada. En mi corazón no quedan padres ni palacio a los que volver. Mi pasado no existe. Soy un renunciante igual que tú.

—Es muy fácil decir eso, pero si te pones enfermo o pasas hambre, tu padre te socorrerá. En realidad, no has renunciado a nada. Sólo has cambiado tu vestimenta.

—No puedo hacer desaparecer a mi familia y su fortuna, pero te repito que, en el fondo de mi corazón, he renunciado irrevocablemente a todo ello.

En este punto, el sadhu renqueante detiene súbitamente su marcha al darse cuenta de que no lleva su vasija de latón, el imprescindible recipiente que todo caminante usa en la India para comer, beber, lavarse y transportar pequeños objetos.

—He de volver inmediatamente a la aldea donde pasé la noche. He olvidado mi vasija de latón.

Asombrado por el rictus de contrariedad e ira contenida que mostraba su semblante, el joven príncipe le dijo:

—¿Y tú eres el que me recriminas, cuando yo he renunciado a tanto y tú ni siquiera eres capaz de renunciar a una vasija de latón?

La auténtica renuncia no está en la pobreza, sino en el desprendimiento. Eso es algo difícil de entender para el común de los mortales, que tienden a considerar el desapego como una especie de desafecto, una manera de eludir compromisos y responsabilidades, o de no involucrarse en las relaciones. Muchos lo consideran un defecto, antes que una virtud, cuando se trata de un logro mayúsculo en la senda del crecimiento espiritual.

A efectos de renuncia no cuenta lo que uno tiene, sino el apego que le une a ello. Un hombre rico, desapegado de sus bienes, puede utilizar éstos como instrumento para hacer el bien, crear puestos de trabajo o construir escuelas y hospitales, sin necesidad de una cómoda renuncia académica que, en el fondo, puede ser una huida vergonzante de las propias responsabilidades.

Por el contrario, resulta muy fácil renunciar a lo que no se tiene. Hay quienes, como el sadhu del cuento, presumen de renunciantes cuando no son más que desposeídos, gentes sin fortuna que enmascaran su indigencia tras la retórica de haberle dado la espalda a todo. No se puede ni se debe renunciar al esfuerzo, a la energía creativa, generadora de vida básica para el crecimiento y el desarrollo de las personas y las cosas. Otra cuestión es utilizar el propio esfuerzo de manera egoísta para acumular riqueza y poder. La renuncia debe ser al talante egoísta, al afán de posesión, no al esfuerzo orientado al bien común.

El apego, cualquier tipo de apego, lleva en su entraña el dolor, como una semilla el fruto. La raíz de todo apego es el miedo, la inseguridad, la ignorancia, que impulsan a aferrarse ciegamente a las cosas buscando una falsa seguridad. ¿De qué sirve aferrarse a un objeto que cae? El apego es la forma de querer del débil, mientras el desapego es privilegio del sabio que conoce la naturaleza evanescente de todas las cosas y no pone su corazón en ellas.

En la vida no se puede tener todo. Hay que optar. Cada opción implica una renuncia, aunque no puede haber auténtica renuncia si no hay desapego en el corazón. Sólo quien es capaz de poner distancia en sus afectos puede vivir cada momento como si fuera el último. De la misma manera que una gota de rocío permanece sobre la parafina de una hoja sin mojarla, el sabio puede amar sin pasión, renunciando a poseer el objeto amado.

En la tradición hindú, el estado de renuncia está considerado como el más alto en la escala de la evolución humana. Los renunciantes son respetados y reverenciados por encima de sacerdotes, presidentes o generales. Los sañanes se sumergen tres veces en el agua para simbolizar su renuncia a los tres anhelos básicos del hombre: la mujer, la prole y bienes, y se rapan la cabeza para hacer dejación, incluso, de la propia apariencia. Pero no se limitan a tomar votos de castidad y pobreza, como a muchos les pudiera parecer, sino que su renuncia va más lejos: renuncian al deseo. Naturalmente, en muchos casos se trata de una renuncia voluntarista como la de algunos monjes, que sólo sirve para colocar al alocado idealista en la difícil posición de tener que mantener una falsa apariencia de por vida, lo cual es muy poco provechoso espiritualmente. Pero la grandeza de aquellos pocos, cuya discriminación y desapasionamiento les llevan, en el ocaso de la vida, a darle la espalda a todas las vanidades para sumergirse en la contemplación del Ser, es inenarrable. No hay criatura más poderosa sobre la faz de la tierra que quien ha renunciado a su deseos. Nada ni nadie puede humillarle ni empujarle al pacto o la componenda. Renunciar al deseo equivale a aniquilar de un solo tajo certero a los tres enemigos del espíritu: el demonio, el mundo y la carne. Ya decía Gandhi que es muy difícil doblegar a un hombre que tiene los pies descalzos.