El destino

EL DEBATE ESTÁ ABIERTO desde los orígenes de la civilización. ¿Somos los hombres criaturas programadas por alguna entidad superior que decide nuestro destino o, por el contrario, éste está en manos del difícil matrimonio entre la fatalidad y el libre albedrío? Algunos parecen tenerlo muy claro. Los griegos, por ejemplo, se inclinaban por atribuir la causa de todos los acontecimientos a Fatos, el destino ciego, aunque Séneca, el gran filósofo estoico cordobés, sostenía que es la Providencia quien rige el mundo, guiada por un Dios que se ocupa de nosotros, y Macrobius, un neoplatónico romano cuatrocientos años más joven que Cristo, llegaría a convertirla en diosa, si bien con la firme oposición, algo más tarde, de Epicuro, quien, a pesar de sus esfuerzos, no pudo evitar la propagación del clima espiritual que floreció en el mundo greco-romano.

En el universo, la predestinación ha sido doctrina aceptada a lo largo de la historia, aunque con distintas teorías. Una de ellas, asociada a ciertas formas de nominalismo, sostiene que Dios predestina para la salvación a aquellos cuyos méritos conoce de antemano. Otra, la más extendida atribuida a Calvino, tuvo su origen en el sínodo de Dort y está reflejada en los escritos de San Agustín y Lutero e, incluso, en el pensamiento de los jansenistas. Viene a decir que Dios tiene decidido desde la eternidad quién se salvará y quién se condenará, con independencia de los méritos o deméritos que unos u otros puedan acumular. Santo Tomás, finalmente, atribuye la salvación del hombre a la inmerecida gracia de Dios.

Lo cierto es que entre la idea pagana del Fatos y el germen religioso que alberga Protoia —la Providencia—, el destino humano sigue siendo un enigma. No cabe duda de que los hechos más trascendentales de nuestra vida —el nacimiento y la muerte— son ajenos a la voluntad del hombre. También resulta evidente que, mientras vivimos, podemos optar en libertad. Tal pareciera como si los grandes rasgos de la existencia hubieran sido trazados por una mano invisible y a nosotros sólo nos cumpliera escribir la letra pequeña. Pero ¿qué o quién es responsable de tan misteriosa broma?

Quizá la hipótesis más atractiva sobre el destino humano nos la brinda la vieja filosofía hindú. Para Oriente, la clave está en el karma, un concepto que convierte al hombre en heredero de su propio pasado, a la vez que en arquitecto de su destino. Son nuestras acciones, lastradas, eso sí, por las deudas del pasado, las que nos labran el futuro. ¿Predestinados? Sí, pero por nosotros mismos; no por un Dios caprichoso, voluble, compasivo o injusto. El sistema es perfecto porque escapa al chovinismo de referirse sólo al hombre y somete la creación entera a una justicia dinámica que interactúa con precisión e instantaneidad, abarcando todo el espectro de la existencia, desde las alturas insondables de la conciencia hasta la última ley física que afecta a la materia.

Según la teoría del karma, existe un gran almacén —sanchita—, donde se acumula todo el potencial de nuestras acciones pasadas, a modo de semillas que esperan fructificar. Todas ellas han de dar su fruto y a nosotros nos corresponde padecerlo o disfrutarlo, ya que las buenas acciones generan circunstancias favorables y adversas, las malas. El puñado de semillas que corresponde a una existencia es el que determina el momento del nacimiento y de la muerte, las características físicas o psicológicas de un individuo, sus condicionamientos sociales, culturales, familiares, etc. Ese conjunto de circunstancias que normalmente consideramos el destino se llama en sánscrito praradba karma y es inamovible. Constituye esa parte de nuestra biografía que está escrita y que los creyentes atribuyen a la voluntad divina.

Sin embargo, corriendo pareja con la predestinación se halla el libre albedrío. La manera con que enfrentemos los avatares que nos depare la vida, generará un nuevo potencial de semillas cargadas de futuro que, en buena medida, será responsable de lo por venir. Así las cosas, parece que lo que pueda ocurrirle a uno en el futuro está, por así decir, en sus propias manos.

Otra cosa muy distinta es el karma de grupo, o el destino que se fragua una colectividad con sus decisiones mancomunadas, que pueden afectar tanto a la familia como a la tribu, a la secta, a la nación, a la raza, a la especie, al planeta, a la galaxia, o al universo, en su conjunto. Nada escapa a la ley inexorable del karma, o ley de causa y efecto, que, para muchos, es la ley suprema del universo, a la que todas las demás leyes están sometidas. No tienen karma individual, sin embargo, los animales aunque sí lo tienen de especie. La responsabilidad individual está reservada al hombre, en virtud del ego que le confiere una voluntad especial y superior al mero instinto animal.

Según esta interesante teoría, la propia creación es de naturaleza circular y tiene dos fases. En la primera, latente, no existe nada, excepto la propia potencialidad que, en su momento, da lugar al big bang y la consiguiente expansión del universo, y termina, al final de los tiempos, con la disolución última de todas las cosas. Así, pues, no es Dios o el destino —la Providencia o Fatos—, quien rige los designios del mundo y sus criaturas, sino una ley universal con idénticos principios para todos, de la que se desprenden en cascada numerosas leyes subsidiarias, algunas de las cuales ya conocemos.

Por lo que se refiere hombre, mientras tenga cuentas pendientes con el karma tendrá que retornar para sufrir o gozar lo que le corresponda, pero, sobre todo, para aprender y crecer. Sólo el conocimiento absoluto, la experiencia cósmica en la que se disuelve toda dualidad, le redime de sus cadenas y le libera para siempre. Ese parece ser —según la sabiduría oriental— el objetivo de la existencia para el que todos estamos predestinados. Los ominosos conceptos religiosos que tanto angustian a los creyentes: el infierno, el purgatorio, el apocalipsis, la condenación, el fuego eterno, el crujir de dientes, etc., no serían más que desafortunadas metáforas que sólo asustan si se cree en ellas.

Es interesante resaltar que a la hora de evaluar la calidad de una acción lo que cuenta es únicamente la intención, el propósito que la mueve, y no los resultados o logros obtenidos con ella. En una sociedad como la nuestra, obsesionada con el exitismo, tal vez resulte pertinente recordar que el éxito de una vida consiste únicamente en lograr la felicidad. ¿Sabes, querido lector, de alguien que lo haya conseguido por medio de la soberbia, el engaño o la manipulación? Yo, no.