Culpa

Barcelona

17 de agosto de 2017

16:48

Mientras paseaba ociosa con las manos en los bolsillos, curioseando los escaparates de la calle Pelayo en aquella calurosa tarde barcelonesa, Nuria Badal no podía imaginar que, exactamente en dos minutos y treinta y nueve segundos, iba a tomar una dramática decisión que cambiaría su futuro y el destino de todo un país.

Quizá para siempre.


Había perdido de vista a sus amigas, pero en lugar de buscarlas prefirió seguir a su aire, deteniéndose frente al escaparate del Zara y preguntándose, comparando su reflejo con la silueta del estilizado maniquí, si a ella le quedaría igual de bien ese pantalón de lino blanco.

Ladeando la cabeza, concluyó que era demasiado recto y, además, le aplanaría el culo. La única manera de salir de dudas consistía en entrar y probárselo, pero la céntrica tienda estaba en ese momento atestada de gente e imaginó que la cola de los probadores podía ser eterna. Entonces bajó la mirada hasta el cartelito blanco que indicaba el precio y, al ver los 39,90 euros que costaba, se convenció de que en realidad no necesitaba otro pantalón de verano.

En ese instante, el teléfono móvil en el bolsillo trasero de sus vaqueros le avisó con un tintineo de que había recibido un mensaje de WhatsApp. Sacó el smartphone y abrió la aplicación. Laura le había enviado un mensaje, avisándola de que se habían refugiado en el aire acondicionado del Sephora, al otro lado de la calle.

«Voy para allá», tecleó ágilmente, añadiendo una carita feliz al final del mensaje.

Olvidándose definitivamente del pantalón, se dirigió al paso de peatones que tenía justo a su espalda y allí esperó a que el semáforo se pusiera en verde.

A su derecha, un grupo de escandalosas adolescentes inglesas regresaba de la playa con sus toallas al hombro y las mejillas rojas, como si las hubieran abofeteado; mientras que, a su izquierda, un indio sij de barba blanca y aparatoso turbante daba voces a su teléfono sosteniéndolo frente a él. Lo más seguro es que estuviese grabando un mensaje de voz a alguien, pero producía el gracioso efecto de que le echaba la bronca al pobre aparato.

Nuria miró a su alrededor, contemplando distraída la variopinta multitud que desafiaba al calor húmedo de media tarde. La inmensa mayoría eran extranjeros; familias nórdicas rubias y de ojos azules, japoneses recién desembarcados de un crucero, jubilados alemanes con sandalias y calcetines, pakistaníes ofreciendo baratijas con luces, nigerianos vendiendo bolsos de imitación sobre sus mantas…, y sonrió feliz. Le encantaba toda aquella diversidad, la confusión de lenguas y el no ver dos rostros iguales, cada uno de ellos vistiendo, hablando y haciendo lo que le daba la gana.

Entonces el semáforo se puso en verde y se dispuso a cruzar, pero una furgoneta blanca que iba demasiado rápido se detuvo con chirriar de frenos y Nuria se volvió hacia el conductor, reclamándole calma.

Este resultó ser un joven magrebí con cuatro pelos en la perilla y los ojos hundidos que, lejos de prestar atención al semáforo en rojo, tenía la mirada puesta en el techo de la cabina mientras silabeaba para sí, como si estuviera rezando.

Nuria comenzó a cruzar el paso de cebra, pero al pasar por delante de la furgoneta blanca, el joven levantó las manos a la altura de su cabeza y, a continuación, se cubrió el rostro con ellas.

De inmediato acudió a su mente el recuerdo de una película que vio días atrás, en la que un yihadista con chaleco bomba hacía ese mismo gesto, justo antes de inmolarse frente a una mezquita en Irak.

Nuria se quedó clavada en el sitio.

El joven de la furgoneta no parecía llevar ningún chaleco bomba, solo una arrugada camiseta blanca con rayas negras horizontales, y tampoco veía ningún detonador en su mano como el terrorista de la película.

De pronto se sintió mal consigo misma, alarmada por un pobre muchacho que tan solo rezaba en mitad del tráfico, cuando de haber sido un hombre blanco santiguándose, no le habría dado la menor importancia.

Meneando la cabeza, se reprendió a sí misma por ese atisbo de xenofobia, pero en ese momento el joven magrebí retiró las manos de su rostro y, cuando Nuria fue a apartar la vista ligeramente avergonzada, sus miradas se cruzaron.

Justo entonces, el semáforo se puso en verde para los vehículos.

Los ojos hundidos del muchacho se clavaron en ella con un odio indescriptible. De su frente caían regueros de sudor, pero ni el calor de la tarde lo podía justificar. Sus manos aferraron el volante con tanta fuerza que los nudillos se emblanquecieron y en su rostro se formó una mueca cruel, enseñando los dientes con salvaje fiereza.

Nuria supo al instante que algo iba mal con aquel joven.

El resto de los conductores comenzaron a apremiarla con bocinazos para que se quitara de en medio, y solo entonces Nuria se dio cuenta de que aún se encontraba en mitad del paso de cebra.

Al muchacho de la furgoneta no parecía importarle que ella le cortara el paso, solo seguía con sus ojos clavados en Nuria como si pretendiera fulminarla con la mirada.

Los bocinazos de los conductores se convirtieron pronto en voces indignadas, gritándole para que saliera de en medio de una puta vez.

Nuria era consciente del crescendo de los insultos, pero no podía apartar la mirada de aquel muchacho sudoroso que, muy lentamente, comenzó a negar con la cabeza.

Aunque no llevara puesto un chaleco cargado de dinamita, estaba segura de que algo pasaba con él. Algo terrible, que hacía que la mirase como lo haría un depredador a una presa acorralada.

Entonces alguien la cogió del brazo inesperadamente, provocándole un respingo.

—¿Estás bien, niña? —preguntó a su lado una voz de viejecita.

Nuria se volvió hacia ella como si saliese de un sueño.

—¿Eh? —preguntó tontamente—. Sí, estoy bien, gracias. Es solo que… ese hombre trama algo. —Y señaló al joven magrebí.

—Estás cortando el tráfico —le indicó la amable viejecita, tironeando de ella e ignorando la advertencia—. Ven a la acera, hija.

—No, señora. —Nuria se resistió, estirando el cuello en busca de algún policía—. Tengo que avisar. Trama algo, estoy segura.

—Vamos, niña —insistió la frágil abuelita, empeñada en sacarla de en medio.

La mirada de Nuria, sin embargo, no alcanzaba a ver a ningún agente del orden. Solo paseantes indiferentes y conductores cabreados aporreando sus cláxones.

—¡Apártate, imbécil! —le increpó uno de ellos, asomándose a la ventanilla con el puño en alto.

¿Es que nadie más lo veía? ¿Cómo era posible?

Ese joven llevaba la palabra «peligro» escrita en la frente.

Y sus ojos…, esos ojos negros y hundidos, solo podían pertenecer a un loco o a un asesino.

—¡Fuera! —gritaba uno.

—¡Apártate, chiflada! —le exigía otro, entre una sonata de bocinazos y gestos airados.

La anciana desconocida, engarfiada a su brazo con sus dedos huesudos, porfiaba en su empeño de regresar a la acera.

—Vamos, hija —la urgía—. Sal de aquí, que esta gente es muy bruta.

—Pero… —Señaló la furgoneta blanca detenida frente a ella—. El conductor…, yo…

—Que sí, que sí —asintió la terca abuelita—. Pero vamos.

Nuria se sintió impotente ante todo aquello, incapaz de que nadie reparara en lo que veía ni de mantener por más tiempo aquel precario statu quo. No tenía sentido permanecer más tiempo bloqueando el tráfico, pues solo conseguiría que algún conductor desquiciado bajara de su coche y la sacara de la calzada a empujones.

—Está bien —claudicó sin quitarle la vista de encima al joven de la camisa a rayas, y regresó a la seguridad de la acera justo cuando el semáforo de los coches se ponía en ámbar.

Memorizó el nombre de la empresa de alquiler de la furgoneta estampado en el costado del vehículo, pero cuando iba a mirar la matrícula este se puso en marcha, justo al cambiar el semáforo a rojo.

Entonces Nuria levantó la vista hacia la cabina del vehículo y, a través de la ventanilla lateral, sus ojos se volvieron a encontrar una última vez con los del muchacho, quien le dedicó una última mirada de desprecio mientras apretaba el acelerador y, con un nuevo chirriar de neumáticos, salía disparado en dirección a Las Ramblas.

Ahora sí, los que estaban alrededor volvieron la cabeza ante aquella ruidosa maniobra. Todos pudieron ver al mismo tiempo que Nuria cómo aquella furgoneta Fiat ganaba velocidad y, saltándose el bordillo de la rambla peatonal, se abalanzaba contra los cientos de personas que allí estaban paseando, lanzándolos por los aires y pasándoles por encima, atropellándolos sin piedad.

Un segundo después comenzaron los gritos.