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—Hola, mamá —la saludó sin excesivo entusiasmo—. ¿Cómo estás?
—¿Qué cómo estoy? —repitió soliviantada—. ¿Qué está pasando, hija? ¡Acaba de llamarme tu comisario para decirme que estás en libertad bajo fianza!
—¿El comisario Puig te ha llamado? ¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? —alegó exaltada—. ¡Porque soy tu madre!
—Ah, ya… Por eso.
—¿Qué está pasando? —inquirió con urgencia—. ¿Por qué te han detenido? Estoy escuchando cosas muy extrañas sobre ti, y ya no sé qué pensar. ¿Y por qué no me has llamado antes?
Postrada en el frío suelo del descansillo, frente a la puerta precintada de su casa, agotada por falta de sueño y el cansancio, lo último que deseaba era tener que dar explicaciones por teléfono a su madre.
—Sí, debí llamarte, perdona —se disculpó—. Pero no he hecho nada, mamá. Ha sido todo un malentendido.
—¿Un malentendido? —repitió—. Que yo sepa por un malentendido no detienen a la gente.
—A veces sí —aclaró, sin deseos de dar más explicaciones—. ¿Y qué te ha dicho el comisario?
—Me preguntó si sabía qué habías estado haciendo estas últimas semanas y, claro, le tuve que explicar que no tenía ni idea —suspiró teatralmente—. Como nunca me llamas ni vienes a visitarme…
—Ya —dijo Nuria, evitando caer en la trampa—. ¿Y qué más te dijo?
—Nada más. Solo me dijo que estaba preocupado por ti y que, si hablaba contigo, te dijera que tuvieses cuidado.
—¿Que tuviese cuidado? ¿Eso te dijo?
—Pues sí, eso me dijo.
—¿Y no te dijo de qué debía tener cuidado?
—Eso le pregunté yo y me contestó que tú ya sabías a qué se refería. —Hizo una pausa para respirar y prosiguió—: ¿En qué estás metida, hija?
—En nada, mamá. No te preocupes.
—¿Cómo no voy a preocuparme, Nuria? —inquirió indignada—. Sigo siendo tu madre —añadió—, aunque a ti no te guste ser mi hija.
—No digas tonterías, mamá.
—No es ninguna tontería. Cada vez te importo menos.
—Eso no es verdad.
—Pues entonces ¿por qué ya nunca vienes a verme?
Nuria estuvo a punto de decirle que justo para eso la llamaba, para preguntarle si podía pasar unos días con ella hasta que pudiera recuperar su piso. Pero de pronto esa idea se deshizo en su mente y el agotamiento hizo que su cerebro no atajara a tiempo a su lengua.
—Es por tu obsesión religiosa —le espetó directamente—. Esa locura de los Renacidos en Cristo te está sorbiendo el cerebro, y me entristece mucho ver lo que están haciendo contigo. Por eso cada vez voy menos a verte —añadió, soltándolo todo—. No soporto ver cómo te has convertido en una fanática religiosa.
Esta vez, la pausa de su madre fue mucho más larga.
—Entiendo —murmuró al otro lado de la línea.
—No, no creo que lo entiendas —objetó Nuria con voz cansada.
—Ellos me lo advirtieron —se lamentó con voz trémula—. Que intentarías apartarme de la senda, pero yo les dije que no, que en el fondo eras buena chica y que al final sabrías ver la bondad de la obra de los Renacidos.
—¿Bondad? Venga ya, no me jodas —explotó—. Son fanáticos, machistas, homófobos… Son una puñetera secta, maldita sea, ¿cómo es que no lo ves?
—No sabes de lo que hablas, Nuria. Bien lo decía el profeta Jeremías: «He aquí, que sus oídos están cerrados y no pueden escuchar —recitó—. He aquí, que la palabra del señor les es oprobio y no se…».
—¡Ya vale! —le interrumpió Nuria con brusquedad—. No me sueltes el rollo bíblico.
—No es ningún rollo —le reprendió ofendida—. Es la palabra de Dios.
—Lo que tú digas —bufó—. Pero es por esto mismo por lo que ya no voy a verte, mamá. Al final siempre acaba saliendo dios o la puñetera Iglesia en cualquier conversación, y no soporto ver cómo te han adoctrinado. Tienes que elegir, mamá —añadió, tomando aire para insuflarse aliento—. O los Renacidos… o yo.
—No tienes derecho a hacerme eso.
—Eres tú la que te lo estás haciendo a ti misma —sentenció cortante—. Elige.
Esta vez el silencio al otro lado de la línea se hizo eterno.
Tiempo suficiente para que Nuria se preguntase qué prefería realmente que contestara su madre.
Tiempo suficiente para comprender que en el fondo deseaba que eligiese a su secta y no volver a verla.
Tiempo suficiente para darse cuenta de que el agotamiento y la frustración la habían empujado a hablarle así, y que en realidad ella tenía razón; no tenía derecho a hacerle eso.
—Mamá… —comenzó a decir.
—Ya he elegido —la interrumpió con tono glacial.
—Escucha, mamá, yo…
—Adiós, Nurieta.
—¡No! ¡Espera! —exclamó, pero ya era demasiado tarde. Su madre cortó la llamada antes de que pudiera decir nada más.
Allí sentada, en el frío suelo del rellano junto a su puerta, Nuria no pudo evitar que la autocompasión aflorase convertida en dos hilos de lágrimas resbalando por sus mejillas.
Había estropeado, quizá para siempre, la relación con su madre. Había matado a su compañero de trabajo y puede que provocado el asesinato de su mujer. Había tirado por la borda su carrera de policía. Estaba en libertad bajo fianza acusada de asesinato y, para colmo, ya no podía ni siquiera regresar a su casa.
—Joder… —resopló, apoyando los codos en las rodillas y descansando el rostro entre las manos, desolada—. Estoy que me salgo.
De pronto, no tenía lugar adonde ir ni nadie a quien acudir. Levantando la cabeza, pensó en llamar a Susana y preguntarle si podía dormir en el sofá, pero ya había exprimido demasiado su amistad durante los últimos días y aparecer en su casa podría incluso complicarle la vida en el cuerpo de policía. No quería arriesgarse a que Puig o Raúl descubrieran que Susana la había ayudado. No podía perderla también a ella.
Por un instante pensó también en ir a la residencia de su abuelo y pedirle cobijo a Daisy. Nada le apetecía más que ir a verlo, recibir su consuelo y dejar que la calmase con su sensatez y cariño, que le dijese que todo iba a salir bien mientras le daba un abrazo. Pero ese era un riesgo que tampoco quería correr. Si iba allí, la tobillera de seguimiento delataría la situación del geriátrico ilegal, y puede que alguien se preguntara por qué había ido a ese piso de la Barceloneta precisamente.
El patético recuento de amigos a los que acudir se completaba con un exnovio imbécil y un par de rollos de Tinder con los que podría echar un polvo, pero de los que no podía esperar mucho más.
—Mierda —rezongó jugueteando con la pulsera cuando comprendió que solo había una persona a la que podía acudir en realidad.
Media hora más tarde, bajo un cielo azul cobalto y un sol de justicia, Nuria descendía de un taxi frente a aquella incongruente finca de estilo alpino, al pie de las montañas de Collserola.
La puerta principal se abrió de inmediato, y en ella apareció un hombre atractivo de mediana edad que la miraba con unos ojos tan azules como el cielo sobre sus cabezas.
—Me alegro de que hayas cambiado de opinión —saludó a Nuria cuando esta se aproximaba, con una cálida sonrisa de bienvenida.
—Ya, bueno —repuso Nuria—. Era esto o buscarme un hostal.
—Qué halagador.
—Es que no quiero molestarte.
—Y no lo haces —aclaró Elías—. Aquí puedes quedarte todo el tiempo que desees.
—Solo serán un par de días —se apresuró a aclarar Nuria—. Me iré en cuanto recupere mi piso.
—Claro, claro —asintió, haciéndose a un lado e invitándola a pasar al interior de la vivienda—. Tu habitación está lista, y me he tomado la libertad de comprarte algo de ropa en Amazon Express que debe estar al llegar.
Nuria se detuvo en seco.
—¿Que has hecho qué?
—En realidad, ha sido cosa de mi sobrina —alegó a la defensiva—. Me hizo ver que llevabas días con la misma ropa y que seguro que no estabas de humor para ir de tiendas, así que ella misma escogió un par de prendas para que estuvieras más cómoda. Espero que no te parezca mal.
Nuria se debatió un instante, entre el agradecimiento y la irritación de que alguien tomara decisiones por ella. Si algo necesitaba con urgencia era sentir que recuperaba el control de su vida, y vestirse con ropa que no había elegido desde luego no era un buen comienzo. Pero, por otro lado, no podía obviar la buena intención que había detrás de aquel gesto, y se dio cuenta de que molestarse por ello sería absurdo e injusto.
Y, además, en el fondo tenía razón; ya estaba empezando a oler mal de nuevo. Necesitaba ropa limpia con urgencia.
—Gracias —contestó Nuria, forzando una sonrisa—. No teníais por qué molestaros.
—Solo intento ser un buen anfitrión —correspondió Elías, y señalando a la escalera que subía al primer piso, añadió—: Como imagino que estarás exhausta, te dejo para que descanses. En cuanto llegue la ropa haré que te la suban a tu habitación.
—Gracias —repitió Nuria—. Eres muy amable.
Elías respondió con una sonrisa que arrugó la comisura de sus ojos.
—Un placer —asintió—. Y ahora tengo que dejarte, pero si necesitas cualquier cosa no dudes en pedírsela a alguien del servicio —añadió, encaminándose hacia su despacho—. Nos vemos para la cena —se despidió, dedicándole un guiño.
Para su sorpresa, Nuria sintió cómo el corazón se le aceleraba y el rubor encendía su rostro.
Contrariada por aquella traición de su propio cuerpo, bajó la mirada y se volvió hacia a la escalera sin decir nada más.
¿Qué coño le pasaba?, se preguntó mientras subía aquellos escalones de madera oscura. ¿Es que ahora iba a sentirse atraída por Elías? ¿Acaso no tenía bastantes problemas, como para añadir un criminal esquizofrénico a la lista?
Meneando la cabeza, enfadada consigo misma, alcanzó la habitación de invitados y, al abrir la puerta, descubrió que lo había echado de menos.
La limpieza y el orden impecable, la decoración masculina pero acogedora y la sensación de que había alguien que se preocupaba por ella no hicieron más que acrecentarse cuando vio que sobre el escritorio le habían dejado una bandeja con un sándwich, fruta fresca y una jarra de zumo de naranja recién exprimido.
—Maldita sea… —barbulló al percibir cómo, a su pesar, un inoportuno sentimiento de afecto crecía en su interior.