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Nuria dedicó el resto del día a planear sus próximos movimientos, refugiada en la gatera —que ahora le parecía más minúscula y apestosa que la noche anterior—, para evitar que alguien la viera.

En realidad, hasta bien entrada la madrugada, no se arriesgó a asomar la cabeza de nuevo por el agujero, y hasta que no estuvo convencida de que no había nadie más en el dique paseando, pescando o haciendo manitas, no abandonó su pequeño escondite.

Ante la mirada recelosa de algunos gatos, que por la forma en que la observaban aún se la debían tener jurada, Nuria se puso en pie sobre uno de los bloques y, tras estirar los músculos agarrotados por tantas horas encogida, se quedó en ropa interior, infló los pulmones de aire y con notable gracia se lanzó al mar de cabeza.

El agua parecía bastante más fría de lo que recordaba la noche pasada, aunque quizá era la consecuencia de no tener ninguna droga circulando por su corriente sanguínea. Pero el efecto le resultó tonificante, y lo primero que hizo fue frotarse la piel vigorosamente, tratando de librarse del olor a pis de gato que le impregnaba el cuerpo y de desinfectar sus múltiples heridas y arañazos. A continuación, puso la mirada en la bocana del Puerto Olímpico y comenzó a nadar a ritmo pausado.

Aunque el puerto deportivo solo distaba unos ochocientos metros y se moría de ganas de llegar a su destino, razonó que en su estado era mejor tomárselo con calma. La comida de gato le había salvado la vida, pero su acopio de energía seguía con la luz de la reserva encendida.

Cambiando de estilo cada pocos minutos para no forzar el adolorido hombro izquierdo, se fue aproximando paulatinamente a la bocana del puerto deportivo, señalada con una baliza roja a izquierda y otra verde a derecha.

Por fortuna nadie se molestaba en vigilar las bocanas de los puertos, dado lo poco sensato que resultaba acceder nadando por un lugar tan transitado por lanchas y barcos de todo tipo. Pero lo mejor de todo era que a esa hora de la madrugada a nadie le apetecía salir a navegar y, además, el manto de la noche cubría su intención de colarse en el recinto.

Así, al cabo de veinte minutos, se adentró en el puerto y, sin salir del agua, con cuidado de esquivar las cámaras de vigilancia, se dirigió hasta el pantalán número seis escabulléndose entre las boyas de amarre y los cascos de los barcos.

Con lo que no había contado, sin embargo, era con la profusión de cabos, defensas, lonas y todo tipo de basura y fragmentos de barcos que flotaban en el agua, arrancados por la fuerza del viento y que hacían mucho más difícil bracear.

Procurando mantener la cabeza por encima de la repugnante capa de aceite que flotaba sobre la superficie, alcanzó el pantalán que buscaba y, con el corazón acelerado por la emoción, llegó hasta la popa de un velero con el nombre de Fermina escrito en estilizadas letras de color azul.

La suave brisa marina hacía tintinear los cabos del velero contra su mástil y, tras comprobar que no había nadie a la vista, Nuria ascendió por la escalerilla de popa y subió a bordo.

A primera vista el barco parecía hallarse en buen estado y las defensas en su sitio, protegiéndolo de los cascos de los otros dos barcos que lo flanqueaban. Sin preocuparse de estar aún en ropa interior, tironeó de los cabos de amarre, comprobó los obenques, tensó los nudos y cuando al fin se sintió satisfecha, introdujo los dedos en un hueco de la botavara y sacó una pequeña llave, que su abuelo guardaba ahí como quien lo hace bajo el felpudo de su casa.

Con dicha llave Nuria se acercó a la escotilla de madera que daba acceso al interior y abrió el candado que la cerraba. Luego levantó la portezuela y, haciendo crujir los escalones de madera bajo sus pies descalzos, descendió al salón y tanteando con la mano derecha encontró el interruptor y encendió la luz.

Aquel salón de apenas tres metros de ancho y dos de alto, de paredes y muebles de madera, con cuadros de nudos en las paredes, viejos libros de náutica, lámparas y cojines pasados de moda y un ligero tufillo a aceite de motor le proporcionó una sensación de hogar tan profunda e inesperada, que sin poderlo evitar se echó a llorar de pura felicidad.

De pronto se sentía de nuevo en casa y protegida, aunque solo fuera por la delgada capa de fibra de carbono que la resguardaba del exterior. Ese barco tenía impregnado como una capa de resina la presencia de su abuelo y los buenos recuerdos junto a él. El Fermina no era solo un velero, era un pedazo de memoria, un recuerdo físico y palpable de todo el amor y las risas que habían tenido lugar en él.

Allí, de pie en el centro del salón del Fermina, sin nada más en el mundo que las braguitas y el sujetador que llevaba puestos, Nuria se permitió sonreír por primera vez en mucho tiempo.

Para evitar a Hacienda, el barco constaba a nombre de una vieja empresa de su abuelo quebrada hacía décadas, que impedía relacionarlo con ella a menos que se investigara detenidamente. Eso significaba que nadie iría ahí a buscarla, y que, si lograba ser discreta, podría usarlo como refugio hasta que decidiera qué hacer a continuación.

De modo que así, tranquila y confiada como no había podido estarlo en semanas, dejó de preocuparse por todo aquello que sucediera fuera del barco y se encaminó a la austera ducha de la cabina de proa. Una vez en ella, terminó de desnudarse y abriendo el grifo del agua caliente se enjabonó a fondo y luego se quedó quieta bajo el chorro, hasta que terminó con la reserva de cuarenta litros del calentador.

Al terminar, se envolvió con una vieja toalla de playa y comenzó a registrar la despensa, poniendo sobre la mesa todas las latas que encontró de mejillones en escabeche, aceitunas rellenas, sardinas en aceite y berberechos, así como algunas bolsas de patatas y palitos de pan. Su abuelo y ella siempre tenían en el barco suficientes aperitivos como para abastecer el catering de un cumpleaños y, aunque en ese momento habría matado por una pizza cuatro quesos o una buena hamburguesa, siempre era mejor aquello que el asqueroso pienso para gatos.

En el fondo de la nevera encontró unas cuantas latas de cerveza y, sin molestarse en refinamientos tales como cubiertos o platos, se sentó en el sofá frente a toda aquella comida y abriendo bolsas y latas de una en una, comenzó a devorarlas sistemáticamente, como si le esperara un premio por acabar con todas ellas.

Iba ya por la cuarta lata de conservas, tan concentrada en lo que estaba haciendo, que le tomó de sorpresa cuando alguien dijo con cierto tono de reproche:

—Definitivamente, me gustas más con el pelo largo.