73
El capitán López apretó los dientes, resistiéndose a aceptar aquel desenlace para sus hombres.
—Vive para luchar otro día —masculló, repitiendo una cita oída en alguna vieja película, comprendiendo que aquella batalla no la podían ganar—. ¡Retirada! —rugió entonces, volviéndose hacia su cabo—. ¡Llevaos al sargento!
—¡Retirada! —repitió este—. ¡Retirada!
Nuria dirigió una mirada interrogativa hacia el capitán, a la que este respondió negando con la cabeza.
Por un breve instante estuvo a punto de rebatirle, de decirle que debían resistir a toda costa, pero un alarido de dolor del sargento mientras era arrastrado por sus compañeros le hizo comprender al fin que aquella marea mecánica era imparable. No podían hacer otra cosa que huir o morir allí mismo.
Entonces vio a Elías manteniendo a raya a una roboaraña, que avanzaba hacia él lanzando dentelladas, y supo que ya habían hecho todo aquello que podían hacer, que ya había perdido demasiadas cosas en su vida y no quería perder una más.
Sacando fuerzas de flaqueza, arremetió a remazos contra aquella máquina, hasta que entre ambos lograron fracturarle seis de sus ocho patas y se quedó inmóvil al fin.
—Se acabó… —jadeó Nuria, apoyándose exhausta sobre sus rodillas—. Ya no podemos hacer nada más.
Elías la estudió un momento, con el rostro sudoroso y el gesto desencajado de un hombre al borde del agotamiento.
—De acuerdo —resopló, dándole un último golpe de remo a la roboaraña que, aun inmóvil, todavía trataba de alcanzarlos con sus tenazas—. Vámonos de aquí.
Los dos agentes que llevaban al sargento en volandas ya se habían adelantado unos metros, mientras el capitán y los dos hombres que restaban trataban de mantener a raya a las máquinas mientras retrocedían.
—No nos va a dar tiempo —advirtió Elías en tono fúnebre, observando a los agentes.
Nuria se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir?
—Que no podremos alejarnos lo suficiente antes de que esas cosas estallen —aclaró, como si se tratara de una evidencia—. La onda expansiva dentro del túnel nos hará pedazos.
Nuria necesitó un instante para comprender a lo que se refería.
—¡Mierda! —prorrumpió, dando un puñetazo sin fuerzas a la pared—. ¿Y qué podemos hacer?
Elías bajó la mirada, abatido.
—Nada —señaló el estrecho pasaje—. El túnel actuará como un jodido cañón…, y nosotros seremos los perdigones. Lo siento —añadió, tomándola de la mano.
—Un cañón… —repitió Nuria sin prestarle atención al gesto de Elías—. Eso es, joder —dijo, y soltándose corrió hacia el capitán López—. ¡Capitán! ¡Capitán!
Elías se quedó perplejo, viendo cómo Nuria se alejaba rápidamente en dirección al oficial. Tan perplejo como el propio capitán, al ver cómo aquella mujer se situaba a su lado y empezaba a hablarle atropelladamente, mientras él luchaba a brazo partido contra aquellas abominaciones mecánicas.
—¡Lárguese! —le gritó exasperado—. ¡Estamos conteniéndolas para que puedan huir!
—¡No! —replicó Nuria—. ¡Escúcheme! ¡Dígales que abran las compuertas!
—¿De qué coño me habla? —inquirió irritado, repartiendo mandobles con la culata de la Vector—. ¿Qué compuertas?
—¡Las del depósito de aguas pluviales!
El capitán se volvió un instante hacia aquella desquiciada. Por su ceño de incomprensión, Nuria entendió que no tenía ni idea de lo que le hablaba.
—¡A dos manzanas de aquí hay un gran depósito de aguas pluviales! —le explicó, señalando corriente arriba—. ¡Con la lluvia debe estar a tope de agua! ¡Millones de litros!
Como fiel representante del género masculino, López no era capaz de pelear contra aquellas máquinas y seguir el hilo de la conversación al mismo tiempo.
—¡¿Y qué cojones importa eso?! —bramó, tratando de evitar que unas tenazas le seccionaran el tobillo.
—¡Llame por radio y dígales que abran las compuertas! —exclamó exasperada—. ¡El agua arrasará con todo!
El capitán se volvió de nuevo hacia Nuria, olvidándose momentáneamente de las máquinas. Nuria pudo ver en su rostro cómo procesaba la información en su cerebro y, abriendo de par en par los ojos, llegaba a la misma conclusión que ella.
—¡Central! —llamó a continuación, conectando el micrófono—. ¡Aquí el capitán López!, ¿me recibe?
—Le recibo —contestó la voz anodina, con la misma parsimonia de antes—. Adelante, capitán López.
—¡Anule la petición de refuerzos! ¿Me oye?
—Ya están en camino, capitán —alegó, casi con reproche.
—¡Pues que se desencaminen, joder! —ladró al micrófono—. ¡Y quiero que abra las compuertas del depósito de agua de… —se volvió hacia Nuria, que le dictó la respuesta—, de Zona Universitaria! ¿Me ha oído?
—Alto y claro, capitán —alegó la voz—. Pero no sé si…
—¡Cierre el pico y haga lo que le digo! —le exigió López—. ¡Aunque tengan que volar las compuertas! ¡Quiero que inunde esta puta alcantarilla ahora mismo!
De nuevo la respuesta se retrasó un par de segundos, pero esta vez el tono era de obediencia.
—A la orden.
—Ah, y que desalojen el Palau Blaugrana. Lo más rápido que puedan.
—Perdone, capitán —carraspeó incrédulo—. ¿Ha dicho que desa…?
—Que desalojen el jodido pabellón. Sí, lo ha oído bien. Hágalo o morirá mucha gente, ¿me ha entendido? —Y antes de que pudiera contestar, añadió lapidario—. Corto y cierro.
Luego se volvió hacia Nuria, evaluándola con nuevos ojos.
—Espero que funcione.
—Ya somos dos —convino, y señalando las máquinas que los cercaban, agregó—. Y ahora, si no le importa, salgamos de aquí a toda leche.
En cabeza del maltrecho grupo y siguiendo la dirección de la corriente, los dos agentes en mejores condiciones físicas cargaban con el sargento. Aunque le habían practicado torniquetes en ambos brazos, había perdido tanta sangre que se mostraba lívido y con los labios azules en su rostro inconsciente.
Tras ellos, Nuria, Elías, el capitán López y los dos agentes restantes caminaban de espaldas al tiempo que mantenían a raya a aquella horda de máquinas como buenamente podían. Todos ellos mostraban signos de agotamiento y sufrían heridas más o menos profundas en las piernas, producidas por las afiladas cuchillas de acero. Aun así, continuaban defendiéndose a culatazos o golpes de remo, cojeando y sangrando mientras retrocedían.
—¡Se están parando! ¡Mirad! —advirtió el cabo con alivio—. ¡Ya no nos siguen!
—Mierda… —maldijo Elías—. ¡Hay que salir de esta alcantarilla ahora mismo!
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó el cabo.
—Porque eso significa que van a detonar —dedujo el capitán, mirando a Nuria—. ¿No es así?
—En cuanto se sitúen donde tienen programado… —confirmó abatida, meneando la cabeza—, se acabó lo que se daba.
—Pues estamos bien jodi…
—¡La balsa! —lo interrumpió el grito de uno de los agentes—. ¡Capitán! ¡La balsa está aquí!
Nuria volvió la cabeza para comprobar que, en efecto, ahí estaba. Colgando aún en mitad del túnel a una veintena de metros, como una aparatosa cortina de ducha. Se había olvidado de ella completamente.
—¡Bajémosla de ahí! —les exhortó Nuria, corriendo en su dirección—. ¡Ayudadme!
Al pasar junto a uno de los agentes, vio el mango de un cuchillo asomando en su funda y, sin pedir permiso, le aligeró del mismo antes de que se diera cuenta. Con el cuchillo de combate en una mano y el remo en la otra, Nuria alcanzó la balsa y poniéndose de puntillas cortó los cabos que la unían al techo.
Al hacerlo, la embarcación hinchable cayó sobre el agua negra con un sonoro chapoteo y, empujada por la corriente, hubiera escapado alcantarilla abajo si no fuera porque Elías apareció a su lado sujetándola en el último momento.
Nuria le dirigió un breve agradecimiento con la mirada y se volvió hacia los policías.
—¡Subid al sargento! —gritó, señalando el interior de la balsa—. ¡Vamos!
Los agentes que llevaban al suboficial se volvieron hacia López, dudando si obedecer a la mujer que solo diez minutos atrás consideraban una terrorista.
En cambio, la respuesta del capitán no dejó margen para la duda.
—¡Ya la habéis oído! —los apremió con aspavientos—. ¡Subid al sargento a la balsa! ¡Y vosotros dos, también! —añadió, señalando a los dos agentes que cojeaban de forma más ostensible—. ¡Y usted, cabo Badal! —terminó, señalando a Nuria—. ¡Suba con ellos!
—Y una mierda —repuso Nuria mientras ayudaba a subir al sargento, quien lucía el característico aspecto de un candidato a cadáver—. ¿Porque soy mujer?
—No, joder —replicó López—. Porque usted y su amigo son quizá los únicos que saben de qué va todo esto, y si tengo que elegir entre salvar a una agente de policía y un mafioso… —Miró de reojo a Elías—. No se ofenda.
—No me ofendo, yo opino lo mismo —dijo Elías—. Sube a la balsa, Nuria.
—No —porfió esta.
Elías se disponía a abrir la boca para recordarle que estaban perdiendo un tiempo precioso cuando un grave rumor a su espalda le hizo volverse, temiendo que se tratase del inicio de la explosión.
De pronto se hizo un silencio fúnebre entre el maltrecho grupo, seguros de que aquel iba a ser el último sonido que escuchasen en su vida. Pero pasaron los segundos y la deflagración y brutal onda de choque que esperaban ver aparecer por el túnel no llegaba.
En cambio, el rumor crecía a cada momento acompañado de una sorda vibración bajo sus pies, como si un vagón de metro se aproximase por el túnel.
—Dios mío…, lo han hecho —masculló el capitán, orgulloso y aterrado al mismo tiempo.
No fue hasta ese momento, que Nuria comprendió que habían abierto las compuertas del depósito pluvial y, de pronto, aquello ya no le pareció una idea tan buena.
—Mierda —prorrumpió, al ver cómo las luces de emergencia del túnel iban apagándose una a una—. ¡Todos a la balsa! —gritó—. ¡A la balsa!
El rumor se convirtió en rugido, cuando una pared de espuma blanca que llegaba hasta el techo irrumpió como un tren de mercancías desbocado, justo en el preciso instante en que las primeras roboarañas comenzaron a detonar, haciendo temblar el túnel como si estuviera a punto de derrumbarse la ciudad sobre sus cabezas.
Pero entonces la brutal riada alcanzó al fin a las roboarañas, llevándose por delante a las que aún no habían estallado y amortiguando el efecto destructor de las que ya lo habían hecho, trasladando el efecto de la onda de choque a la fuerza destructora de aquella imparable avalancha de agua que se dirigía directamente hacia ellos como un monstruo informe decidido a acabar con sus vidas.
Nuria, paralizada de puro terror ante aquel muro de espuma que estaba a punto de devorarla, sintió que alguien la empujaba y la hacía caer de bruces en la balsa sobre el inconsciente sargento. Luego alguien más cayó pesadamente sobre ella y justo en ese instante, el rugido del agua se convirtió en un trueno y la balsa salió disparada como un tapón en una botella de champán.
Durante unos segundos la balsa hinchable se mantuvo al frente del muro de agua como si lo estuvieran surfeando, y Nuria pensó fugazmente que quizá, al fin y al cabo y contra todo pronóstico, iban a poder salvarse.
Pero aquella esperanza le duró lo que tardaron en llegar a la primera bifurcación, pues aquella balsa, sin timón ni forma alguna de controlarla, se dirigía directa e inevitablemente hacia la sólida esquina de hormigón que dividía ambos túneles.
Buscando dónde aferrarse, su mano derecha encontró el cabo que habían usado para atarla y lo enrolló alrededor de su muñeca en el preciso momento en que impactaron brutalmente contra la esquina.
La balsa se dobló sobre sí misma proyectando a sus ocupantes como una catapulta, menos a Nuria que, amarrada al cabo, sintió que la fuerza del impacto iba a arrancarle el brazo.
Alguien gritó mientras volaba por los aires, pero Nuria no tuvo tiempo de adivinar quién era, pues la balsa comenzó a dar vueltas sin control, empujada por los miles de litros de agua en estampida, como un calcetín en una lavadora.
El agua infecta entró a borbotones en la boca de Nuria cuando no tuvo más remedio que abrirla para respirar, y mientras giraba sin control envuelta en los restos de la balsa, como un enorme burrito amarillo y sin aire apenas en los pulmones, creyó que aquel era su fin.
Su último pensamiento, sin embargo, fue de alivio, al comprender que había logrado evitar el atentado terrorista. Y así, arrobada por ese último sentimiento y la falta de oxígeno en el cerebro, notó cómo la oscuridad se cernía sobre ella y cómo, finalmente, perdía el conocimiento.