27

Necesitaba un plan.

Dio un buen trago a la lata de refresco y la dejó sobre la mesa, cerrando los ojos por un instante, recreándose con el frío líquido deslizándose por su garganta.

Si se habían dado tanta prisa en ir a detenerla a su casa, a esas alturas ya estarían bajo vigilancia todas sus redes sociales y de mensajería, y puede que también sus personas más cercanas.

Una vigilancia deprimentemente fácil, sopesó resignada, al comprender que esta se limitaría a poco más que a su madre y a Susana.

Por suerte, su abuelo estaba fuera del radar de la vigilancia electrónica y, a menos que su madre hablara más de la cuenta, difícilmente darían con él. Esperaba que no lo hicieran ya que, entre otras cosas, sería el fin del negocio de Daisy y una excusa para deportarla a ella y a su hija. Así que, pasara lo que pasara, debía evitar todo contacto con su abuelo, por mucho que necesitara en esos momentos de un fuerte abrazo, que le asegurase que todo iba a salir bien.

Con el segundo trago a la Coca-Cola, sopesó llamar al comisario Puig y explicarle lo que había sucedido. Aclararle que todo se debía a una oscura trama para implicarla en la muerte de Gloria y quizá responsabilizarla también de la muerte de David. Que alguien con los medios para manipular sus registros personales en la red quería quitarla de en medio por lo que sabía… o por lo que creían que sabía. Tantos años a sus órdenes debían valer al menos eso.

Lo malo es que sabía perfectamente cómo transcurriría esa conversación.

Puig le ordenaría que se presentase en comisaría de inmediato, ella le pediría garantías de que investigaría su teoría conspiratoria, él le contestaría que la investigación seguiría el curso habitual y se atendría a las pruebas, ella le diría que eso no era suficiente, y cuando él contestara algo así como «eso es lo que hay», ella colgaría el teléfono y las cosas no habrían hecho más que empeorar.

Necesitaba pruebas. Demostrar sin ningún género de dudas que le habían tendido una trampa, y para ello solo disponía de dos testigos que la habían visto pasar la noche durmiendo en un sofá. El problema es que la credibilidad de ambos testigos no solo sería puesta en entredicho, sino que suscitaría aún más interrogantes que complicarían la situación en lugar de aclararla.

Que el testigo principal que podría salvarla fuera un criminal bajo investigación ya era un problema. Pero que justo ella fuera la investigadora resultaba de una ironía sangrante y que, además, su coartada consistiese en que se había quedado dormida en su casa, ya era un puñetero chiste. Un chiste sin pizca de gracia.

Nuria respiró profundamente y echó la cabeza hacia atrás en la silla, asumiendo que se había convertido en una sospechosa de asesinato en busca y captura. Las redes de todos sus contactos estarían intervenidas y si llamaba a cualquiera de ellos los metería en problemas.

De modo que la lista de personas a las que podría recurrir y que tenían medios para ayudarla era corta. Muy corta.

En realidad, solo tenía un nombre.


—Daraya Import-Export —informó una educada voz de mujer en el aparato—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenos días —contestó Nuria—. Necesito hablar con el señor Zafrani.

—El señor Zafrani está reunido en estos momentos. Pero si me deja su número, se pondrá en contacto con usted en cuanto le sea posible.

—No me vale —replicó Nuria—. Tengo que hablar con él ahora mismo.

—Ahora mismo está reuni…

—Pues que se desreuna —la interrumpió Nuria, impaciente—. Soy la cabo Badal, de la policía. Se trata de una emergencia.

—Ah. Comprendo —dijo la secretaria para su sorpresa, como si hubiera estado esperando la llamada—. Enseguida le paso.

Puso el teléfono en espera, y Nuria se quedó con la duda de si el cambio de actitud se debía a que se había presentado como agente del orden o por decirle su nombre.

Al cabo de unos segundos volvieron a conectar la línea y la voz de Elías sonó en el aparato.

—¿Señorita Badal? ¿Qué sucede?

Nuria sintió una inesperada oleada de alivio al percibir el tono de preocupación, y de forma casi inmediata se enfadó consigo misma por ello.

—Tengo un problema —le espetó sin preámbulos.

—¿Solo uno?

—Déjese de bromas —replicó secamente—. Necesito su ayuda.

—¿Qué necesita? —preguntó, cambiando de tono.

Nuria dudó sobre qué decirle y qué no.

—Si no me dice lo que le pasa —añadió Elías, percibiendo su vacilación—, no podré ayudarla.

—Me busca la policía —dijo al fin.

—¿En serio? ¿A usted? —preguntó el hombre con incredulidad—. ¿Y se puede saber por qué la buscan?

—Creen que he matado a alguien —explicó—. A Gloria, la mujer de David.

Nuria pudo sentir cómo Zafrani se quedaba pensando al otro lado del teléfono.

—¿La persona que le entregó las notas donde se mencionaba al ISMA?

—Esa persona, sí.

—Pero, usted… no ha…

—Claro que no, joder —replicó Nuria, molesta ante la insinuación—. Era mi amiga.

—Entiendo… —exhaló Elías, y se quedó en silencio.

—¿Me va a ayudar o no? —preguntó Nuria, al ver que no añadía nada más.

—¿Por qué me ha llamado a mí?

—¿Eso importa?

—Desde luego que importa.

Nuria barruntó qué respuesta darle, pero se encontraba demasiado alterada como para decir algo que no fuera la verdad.

—Porque creo que es la única persona que puede ayudarme. —Y tras pensarlo un instante, añadió—. Y porque tenemos intereses comunes. Los que han matado a Gloria puede que sean los mismos que ordenaron el asesinato de Vílchez.

—Sí, es posible —convino tras pensarlo unos segundos, preguntando a continuación—. ¿Aún conserva su pulsera?

—No. Ya me he deshecho de ella. Estoy llamando desde el teléfono de un bar, cerca de…

—No me lo diga —le interrumpió Elías—. ¿Ya se ha olvidado de que me pincharon las líneas?

—Oh. Sí…, claro —farfulló Nuria, azorada por no haber caído en ello. Ella misma había cursado la petición judicial—. ¿Entonces…?

—Dentro de unos minutos la llamarán a este mismo número por una línea segura —aclaró—. Manténgase a la espera.

—Entendido —dijo Nuria, y al instante se cortó la llamada.

Despacio, colgó el anacrónico teléfono situado junto a la barra y se quedó de pie junto al mismo, preguntándose qué había hecho mal para verse de pronto perseguida por la gente a la que quería y poniéndose en manos de alguien a quien detestaba.

¿Siempre ocurriría igual? ¿Era la razón por la que tantos otros se pasaban al lado oscuro de la sociedad? ¿Porque alguien los empujaba?

Nuria se preguntaba eso sin apartar la vista del roñoso teléfono blanco de la barra, con los números del teclado casi ilegibles bajo innumerables capas de grasa y mugre.

El camarero la miraba de reojo, y Nuria se preguntó si habría cotilleado la conversación que acababa de tener con Elías. Si había escuchado que la buscaba la policía, quizá estuviera tentado de dar el aviso y delatarla, pero echando un vistazo a su alrededor desechó tal posibilidad. No creía que le hiciera gracia que la policía apareciera en su bar.

Las órdenes de expulsión de extranjeros estaban a la orden del día, y las bonificaciones que ofrecían a los policías que delataran a inmigrantes en situación irregular los había convertido en una tentación demasiado grande como para arriesgarse a llamar la atención.

Distraída en sus divagaciones, le sorprendió el escandaloso timbre del anticuado teléfono.

El camarero hizo el gesto de ir a cogerlo, pero Nuria se adelantó y descolgándolo, contestó de inmediato.

—¿Hola?

—¿Nuria Badal? —preguntó una voz desconocida.

De pronto, Nuria se sintió inquieta y terriblemente desconfiada. Por su cabeza pasó la idea de colgar el teléfono y salir corriendo, pero mantuvo la calma suficiente como para comprender que no llegaría muy lejos.

—Sí, soy yo —contestó al cabo.

—¿Dónde se encuentra?

—En un bar cerca del hospital de Sant Pau, llamado… —se quedó mirando al camarero malcarado que le puso delante una servilleta con el nombre impreso—. El chino feliz. —Nuria levantó una ceja escéptica, pero se ahorró mencionarle la ironía.

—Lo conozco —afirmó el hombre al teléfono—. Estaré ahí en veinte minutos —añadió y, sin decir nada más, colgó.

Nuria hizo lo propio, dedicándole su mejor sonrisa de agradecimiento al camarero. Pero ni con esas logró cambiarle el rictus amargado. Se preguntó si el concepto de felicidad significaba lo mismo en español que en chino mandarín.

Regresó a su mesa seguida por la mirada curiosa del resto de clientes y de camino se hizo con un ejemplar manchado de aceite de La Vanguardia, más por disimular su nerviosismo que por interés real en leerlo.

Se sentó y situó el periódico frente a ella, como hacían los espías en las películas antiguas. No podía descartar que la policía hubiera distribuido ya imágenes suyas en las redes, así que cuanto menos contacto visual tuviera con desconocidos, mejor.

Paradójicamente, haber contactado con Zafrani y que este se estuviera encargando de ayudarla la ponía más nerviosa de lo que estaba antes. Minutos atrás solo le preocupaba que la policía la atrapase, pero ahora también se preguntaba el precio que debería pagar por la ayuda de un criminal como Elías. En lugar de sentirse más segura, su instinto le advirtió de que podía ser justo al revés y de que quizá se había metido en la boca del lobo ella sola.

Porque ahora que se detenía a pensarlo… ¿quién sino él, sabía que ella no estaba en casa la pasada noche? ¿Y si, a pesar de lo que le dijo Aya, sí que le había puesto un somnífero en el té? En cuanto ella se durmió, pudo dar la orden de que alguien se colara en su piso, robase la pistola y eliminara a Gloria. Tuvo tiempo de sobra de hacer algo así. Además, si alguien tenía los medios y hackers a sueldo para alterar sus archivos de Internet era él. Buena parte de su actividad delictiva se desarrollaba en el ciberespacio, eso era un hecho.

Así que tuvo la oportunidad y los medios, pero le faltaba un móvil. ¿Por qué iba a organizar algo tan enrevesado para quitarla de en medio cuando ella estaba durmiendo indefensa en el salón de su casa? No tenía sentido. Podría haberla enterrado en el jardín y librarse de ella como de una mascota muerta. Incluso si lo que quería era inculparla del asesinato de Gloria, podría haberlo hecho todo exactamente igual…, y luego enterrarla en el jardín. Habría seguido siendo una prófuga y sospechosa de asesinato, y él no tendría que preocuparse más por ella.

Pero, claro… —razonó—. También, estaba el hecho incontestable de que Gloria fue asesinada justo después de que ella le revelara a Elías la existencia del diario de David y su mención del ISMA.

Otra casualidad. Una más en aquel embrollo sin pies ni cabeza.

Una plétora de ideas confusas daba vueltas en su cabeza, tratando de encajar unas con otras sin ningún sentido, como una bandada de estorninos borrachos volando en una tormenta. Podía sentir que más allá, por debajo del caos, una imagen trataba de abrirse paso en su mente, pero era una sensación tan sutil que ni siquiera estaba segura de que estuviera ahí o tuviera relación con el caso.

De nuevo, el dolor de cabeza que irradiaba desde el lugar en que se golpeó la nuca volvió a hacer acto de presencia, así que abriendo el periódico decidió dejar de pensar en su situación —o al menos intentarlo— y centrarse en noticias que no la afectasen directamente, como la pérdida de contacto con la Mayflower II de SpaceX en su camino a Marte o el batacazo del Barça en la Champions de eSports.

Hacía una eternidad que no leía un periódico impreso, y se maravilló con el viejo tacto del papel y el olor a tinta. Era de los pocos que había sobrevivido a la digitalización masiva de la prensa, a costa de perder actualidad y de asumir que sus noticias ya estarían desfasadas antes siquiera de salir de la imprenta. Había logrado sobrevivir gracias a artículos de opinión y sesudos análisis de viejos periodistas que se negaban a sucumbir a la vorágine de la inmediatez digital o a relatar las noticias en streamings de YouTube disfrazados de veinteañeros.

Un par de veces Nuria echó mano al bolsillo para sacar el teléfono en un acto reflejo, olvidando que ya no lo tenía. Se sentía como si hubiera perdido un brazo o una pierna; sin teléfono ni pulsera estaba tan descolocada como un neopatriota en una biblioteca.

Fue justo en ese momento que un hombrecillo de mediana edad con aspecto de indefenso ratón de oficina, de a los que de pequeño les robaban la merienda en el colegio, se acercó sonriente y la observó con ojos curiosos tras unas gafitas redondas.

—¿Nos vamos? —preguntó con un sutil acento que no fue capaz de identificar, como si se conocieran de toda la vida—. Tengo el coche en la puerta.

Nuria vaciló un instante, pero una vez había llegado hasta ahí no tenía sentido hacerse la remolona.

—Claro —contestó insegura, dejó un billete de cinco sobre la mesa y se puso en pie, siguiendo al hombrecillo que ya salía por la puerta.

No tenía ni idea de adónde pensaba llevarla, no había tenido ocasión de preguntarlo. Completamente a ciegas, había puesto su vida en manos de Elías, un hombre al que hasta hacía poco no le habría confiado ni un vaso de cerveza para que se lo sujetara.

Sabía que las circunstancias eran las que la habían puesto en esa situación, sin posibilidad de hacer otra cosa. Como esos toros de San Fermín que se creen libres corriendo por la calle cuando en realidad son embaucados para que ellos solitos se metan en la plaza.

Ya en la calle, el hombre se detuvo junto a un Lexus de cristales tintados, invitándola con un gesto a entrar en la parte de atrás del mismo. Nuria sintió un escalofrío recorriéndole la espalda y vaciló, con la mano ya en el tirador de la puerta.

Sabía que si entraba en ese coche ya no habría marcha atrás y que con toda probabilidad se estaría equivocando. La única duda era saber hasta qué punto.

«Quizá valga la pena averiguarlo», pensó para sí. «Tampoco es que tenga mucho que perder».

Y llenándose los pulmones de aire como si fuera a zambullirse, agachó la cabeza y entró en el vehículo.