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Tras tomar la primera salida de la ronda, el taxi dio la vuelta para dirigirse hacia la Diagonal entre las advertencias del conductor sobre el atasco y las calles cortadas que iban a encontrarse.
Ignorando la quejumbrosa letanía del taxista, Nuria y Elías estudiaban el teléfono en el que habían desplegado un laberinto de líneas de colores entrelazadas que representaba el trazado subterráneo de Barcelona.
—Amplía esa zona —indicó Nuria, señalando la esquina superior izquierda de la imagen.
Elías desplazó los dedos sobre la superficie del plano, haciendo zoom para que se expandiera y mostrara todos los detalles del mismo.
—¿Qué es esto? —preguntó, apoyando el dedo sobre un gran cuadrado azul al norte del pabellón.
—«Depósito de regulación de aguas pluviales de la Zona Universitaria» —leyó Nuria, la leyenda que apareció bajo el mismo—. Es como un pantano subterráneo. Aquí —señalo con el índice una gran estructura algo más abajo—. Este es el Palau Blaugrana.
La silueta del pabellón de baloncesto era como una isla ovalada, al otro lado de la calle del estadio de fútbol del Barcelona y rodeada de bloques de edificios y manzanas perfectamente cuadriculadas.
—Fíjate —observó Elías—. Al no haber viviendas, solo hay una alcantarilla que pasa bajo el Palau.
—No parece gran cosa —apuntó Nuria, contemplando la delgada línea azul que partía el estadio de forma longitudinal—. ¿Y si es solo una estrecha tubería?
Elías meneó la cabeza.
—Piensa que cada semana se juntan ahí veinte mil personas durante dos horas —le recordó—. Esa es mucha gente yendo al baño al mismo tiempo.
—Una preciosa imagen —murmuró Nuria, arrugando la nariz—. Pero lo que me pregunto es ¿cómo accederemos a ella?
—Es solo un solo túnel. —Elías situó el índice sobre la pantalla—. El agua entra por el norte, atraviesa el campo por debajo y sale por el sur, llevándose todos los desperdicios camino de la depuradora.
—Una entrada y una salida —certificó Nuria—. Eso simplifica algo las cosas.
—Cierto, pero te recuerdo que los accesos cercanos estarán sellados. Eso nos obligará a encontrar una entrada accesible. Al norte del estadio, si es posible —añadió—. Así iremos a favor de la corriente y no contra ella.
—A favor de la corriente de pis y caca —precisó Nuria.
—Mejor no pienses en eso —sugirió Elías, devolviendo su atención a la imagen—. La línea del alcantarillado viene bajo la avenida Juan XXIII y se bifurca en dos para pasar bajo el Palau.
—Sí, pero toda esta zona alrededor del campo estará vigilada y los accesos sellados —indicó Nuria, señalando el trazo azul—. Tendremos que entrar por encima de la Diagonal.
Elías resiguió la línea con el dedo.
—La línea pasa bajo la plaza Pío XII…
—Joder, cuántos papas con calles —murmuró Nuria para sí.
—Luego sube por la calle Pedro y Pons —prosiguió Elías—, y tuerce a la derecha en el paseo Manuel Girona.
—Amplía esta parte —señaló Nuria—. En la siguiente esquina.
Elías movió los dedos sobre la pantalla, haciendo que la sección de un cruce de calles la ocupara completamente.
—Un acceso —confirmó, al ver un círculo en mitad del mismo.
—Está lo bastante lejos para que no la hayan sellado —sopesó Nuria—. Aunque con lo que está lloviendo, habrá que ir con mucho cuidado para que no nos arrastre la corriente y tardaremos un buen rato en llegar.
—… o no —apuntó Elías, pensativo.
Nuria levantó la vista con extrañeza.
—¿Qué quieres decir?
—Que la lluvia podría ser una ventaja.
Nuria enarcó una ceja.
—No veo cómo.
En lugar de aclarárselo, Elías se limitó a esbozar una mueca astuta, dirigiéndose al taxista a continuación.
—Cambio de destino —le dijo, alzando la voz para hacerse oír por encima de la música—. Vamos al centro comercial Finestrelles —le indicó—. Está a menos de dos minutos, en la calle Laureá Miró, junto a la salida doce de la ronda.
—Yo conozco —confirmó el taxista.
—Pero no entre en el aparcamiento —precisó—, será solo un momento.
El taxista asintió, y Elías se retrepó en su asiento con aire satisfecho.
—¿Al centro comercial? —preguntó Nuria, con cara de no entender nada—. ¿Te parece un buen momento para ir de compras?
—Confía en mí —esgrimió por toda respuesta.
Nuria fue a abrir la boca para replicarle, pero decidió mantenerse callada por una vez. Tampoco es que pudiera presumir de tomar buenas decisiones.
Como había adelantado Elías, llegaron en pocos minutos al centro comercial y este le pidió a Nuria que aguardara en el taxi, subido en la acera y con las luces de emergencia encendidas.
—Será solo un momento —dijo Elías, abriendo la portezuela del vehículo y cruzando la calle a toda prisa sin esperar a que el semáforo de peatones se pusiera en verde, ignorando los bocinazos de los conductores.
Nuria se quedó así, esperando mano sobre mano con la incómoda compañía del taxista, que no dejaba de lanzarle vistazos por el espejo retrovisor.
Sin nada que hacer, aparte de esperar, solo le quedaba aguardar estoicamente mientras miraba por la ventanilla, observando a los transeúntes caminar bajo la lluvia indiferentes a la catástrofe que se cernía sobre la ciudad.
«Seguro que algunos de ellos», pensó distraída, «tienen amigos o familiares que han ido al mitin».
Y, súbitamente, con un vuelco en el corazón, recordó que ese era justamente su caso.
—Mamá… —musitó angustiada.
Salvador Aguirre, el líder de España Primero, lo era también de los Renacidos en Cristo, con lo que ambas organizaciones se retroalimentaban la una a la otra. Así, la mayoría de los Renacidos españoles eran también votantes de España Primero; lo que significaba que su madre quizá sería una de las veinte mil personas que abarrotarían el pabellón en un par de horas.
Por un instante pensó en usar la terminal del taxi para llamarla y advertirle de que no asistiera al mitin, pero entonces recordó que se negaba a usar el teléfono móvil desde que se hizo Renacida. Vivían en una época en que hasta las tostadoras estaban conectadas a Internet, pero, irónicamente, no tenía manera alguna de contactar con ella.
Frustrada por no poder hacer nada más que sentarse y esperar, encendió la pantalla integrada en el asiento, buscando distraer la mente de algún modo antes de que le diera por abrir la puerta y salir corriendo.
En esta, aparecieron imágenes grabadas del día anterior, en las que Pío XIII, rodeado por su cohorte de devotos, llegaba al Palacio Pontifical para alojarse junto a la comitiva vaticana.
La transmisión mostraba en directo cómo el papa, con un rostro macilento a juego con el cielo gris sobre su blanco solideo, necesitaba de la ayuda de dos ayudantes para descender del todoterreno blanco con cúpula de cristal blindado, que le permitía ver y ser visto al tiempo que permanecía protegido. Al parecer, se dijo Nuria al verlo, las plegarias de los devotos rogando por su salud habían surtido efecto.
Las imágenes cambiaron entonces, y una toma aérea mostró cómo miles de fieles y curiosos abarrotaban la plaza de la catedral, vitoreando a la comitiva. El dron de la televisión descendió entonces en un abrupto picado hasta situarse a ras de suelo, y a toda velocidad comenzó a recorrer la avenida entre los aplausos de los espectadores, que trataban de captar la atención para salir en las noticias.
Decenas de miles de espectadores que en su mayoría no llevaban paraguas bajo los que resguardarse, sino que soportaban la lluvia con gesto alegre bajo sus túnicas blancas, como si aquello fuera una prueba de su devoción.
Anonadada, Nuria comprendió entonces que los Renacidos, a los que había tomado hasta ese momento como una secta más o menos minoritaria dentro del catolicismo, eran en realidad un fenómeno de masas capaz de movilizar a millones de fieles comprometidos de todo el mundo.
Y justo entonces, por el rabillo del ojo, vio cómo Elías corría hacia el taxi, empujando un carrito de supermercado cargado hasta los topes con grandes bolsas del Decathlon.
—Pero ¿qué narices…? —masculló desconcertada.
Al alcanzar el vehículo, Elías dio un golpe en el maletero y el taxista, observándolo intrigado por el retrovisor, accionó de mala gana la palanca de apertura.
Nuria oyó cómo trasteaba tras su asiento y cómo introducía algo pesado en el maletero, antes de cerrarlo con un golpe seco que desató un gruñido de protesta del taxista. Un segundo después, dejando el carrito abandonado en la acera, Elías abrió la puerta y entró en el vehículo con la ropa empapada y sacudiéndose el agua del pelo.
—Listo —afirmó satisfecho.
—¿Qué es lo que está listo? —inquirió Nuria—. ¿Qué narices has comprado?
—Un par de cosas que creo que nos van a hacer falta —explicó sin aclararlo—. Ya lo verás.
El taxista se había vuelto en su asiento y observaba horrorizado cómo el agua que chorreaba de Elías se extendía por el asiento y formaba un pequeño charco a sus pies.
—Pagar extra por lluvia —le señaló huraño— y por carga —añadió, aludiendo al maletero— y por aquí parado.
—Lo que usted quiera, amigo —repuso Elías—. Le compro un taxi nuevo si quiere, pero arranque de una puñetera vez.
El taxista le sostuvo la mirada un instante, como evaluando la sinceridad de la propuesta, hasta que finalmente, sin llegar a cambiar su expresión ceñuda, preguntó a regañadientes.
—¿Dónde ir?
Nuria y Elías intercambiaron una breve mirada, preguntándose en silencio una última vez si iban a hacerlo.
Nuria creyó ver una sombra de titubeo asomando en el gesto de Elías y, temiendo contagiarse de aquella duda que era la antesala del miedo, se volvió hacia el taxista con toda la resolución que fue capaz de reunir.
—Calle Eduardo Conde, esquina con paseo Manuel Girona —le indicó—. Vaya todo lo rápido que pueda —y en un susurro inaudible, añadió cuando el taxista ya se había dado la vuelta—… antes de que nos arrepintamos.